Resumen del libro:
El prisionero de Zenda, obra cumbre del escritor británico Anthony Hope, es una novela que transporta al lector a un reino imaginario, Ruritania, donde un inesperado héroe se ve envuelto en una conspiración de proporciones épicas. La trama gira en torno a Rudolf Rassendyll, un inglés con una vida cómoda y sin mayores preocupaciones, que al viajar a este ficticio país se encuentra con la asombrosa coincidencia de ser el doble exacto del rey, Rudolf V. Ante las circunstancias, se ve obligado a suplantar al monarca para proteger el trono de una traición urdida por el ambicioso Duque Miguel, hermano del rey.
El ingenio de Hope radica en construir una trama tan bien hilada que, pese a lo fantástica que pueda parecer la premisa, la historia logra atrapar por su verosimilitud. Los dilemas morales y personales del protagonista añaden una profundidad emocional que va más allá de la simple aventura. Rudolf Rassendyll no solo debe cumplir con su deber como “rey”, sino que además enfrenta un conflicto interno cuando se enamora de la princesa Flavia, prometida del verdadero monarca. Este amor imposible es uno de los pilares de la novela, pues Rudolf debe elegir entre su deber hacia el reino y sus propios sentimientos.
Los momentos de acción y peligro se suceden con gran ritmo, manteniendo al lector en vilo. Los servidores más fieles del rey, como el intrépido coronel Sapt y el joven Fritz von Tarlenheim, brindan apoyo constante a Rudolf, aportando tanto escenas de camaradería como de sacrificio. A lo largo de la narración, los personajes no solo arriesgan sus vidas, sino también sus corazones, en una historia que mezcla de manera magistral el romance con la aventura.
Anthony Hope, conocido por sus narraciones llenas de tensión y giros inesperados, se consolidó como uno de los maestros del género de aventuras con esta obra. Aunque fue autor de múltiples novelas, “El prisionero de Zenda” es sin duda su obra más recordada, tanto que la continuó con “Ruperto de Hentzau”, una secuela que explora las consecuencias de los eventos narrados en la primera entrega y brinda al lector una resolución sobre el destino de Flavia y Rudolf.
El prisionero de Zenda es, en definitiva, una de esas historias atemporales, con personajes memorables y una trama tan intensa que sigue cautivando a generaciones de lectores.
Capítulo primero
Mi cuñada estaba constantemente preguntándome:
—Rodolfo, ¿cuándo llegará el día que hagas algo de provecho?
—Mi querida Rosa —le contestaba—, ¿de dónde sacas tú que yo deba hacer cosa alguna, sea o no de provecho? Mi situación es desahogada: poseo una renta que es suficiente para mis gastos; gozo de una envidiable posición: hermano de lord Burlesdon y cuñado de la encantadora condesa, su esposa, ¿no te parece bastante?
—Tienes veintinueve años, y no has hecho más que…
—¿Pasar el tiempo? Es verdad. Pero en mi familia no necesitamos hacer otra cosa.
Esta observación mía molestó a Rosa, porque todo el mundo sabe que, por muy bonita y distinguida que ella fuese, su familia no era, con mucho, de tan alta alcurnia como la de Rasendyll. Además de sus atractivos personales, Rosa poseía una gran fortuna, y mi hermano Roberto tuvo la discreción de no fijarse mucho en sus pergaminos. Rosa me replicó:
—Las familias de alto linaje son, por regla general, peores que las otras.
No pude menos de llevarme la mano a la cabeza, acariciando mis rojos cabellos. Sabía perfectamente lo que ella quería decir.
—¡Cuánto me alegro de que Roberto sea moreno! —exclamó.
En aquel momento, Roberto, que se levanta a las siete y trabaja antes de almorzar, entró en el comedor.
—¿Qué ocurre, querida mía? —le preguntó.
—Le disgusta que yo no haga nada y que tenga el pelo rojo.
—¡Oh! En cuanto a lo del pelo, no es culpa tuya. Por regla general, aparece una vez en cada generación —dijo mi hermano—. Y lo mismo pasa con la nariz. Rodolfo ha heredado ambas cosas.
—Y me gustan mucho —dije, levantándome y haciendo una reverencia ante el retrato de la condesa Amelia.
Mi cuñada lanzó una exclamación de impaciencia.
—Roberto, quisiera que quitases de ahí ese retrato —dijo.
—¡Pero, querida! —exclamó mi hermano.
—¡Qué locura! —añadí yo.
—Así lo podríamos olvidar —continuó Rosa.
—Eso sería imposible mientras estuviese aquí Rodolfo —observó mi hermano.
—¿Y por qué olvidarlo? —pregunté yo.
—¡Rodolfo! —exclamó, ruborizándose, mi cuñada.
…