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El portero

El portero - Reinaldo Arenas

El portero - Reinaldo Arenas

Resumen del libro:

Juan, después de fracasar en diferentes trabajos, consigue un puesto como portero en un rascacielos de Manhattan. Allí, obsesionado con abrirles a los inquilinos la puerta no sólo del edificio sino también la de «la verdadera felicidad», topará con una extravagante galería de personajes, entre otros: Roy Friedman, de sesenta y cinco años, obsesionado con regalar caramelos a diestro y siniestro; Brenda Hill, «mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica»; Arthur Makadam, donjuán entrado en años e impotente; Casandra Levinson, «propagandista incesante de Fidel Castro» que al mismo tiempo goza de las comodidades capitalistas; los señores Oscar Times, «ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente que en realidad conforman como una sola persona»; Walter Skirius, científico obseso de los implantes artificiales… Al final, Juan sólo logra entenderse con las mascotas de los inquilinos del edificio, y con ellas emprenderá un viaje sin retorno.

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Ésta es la historia de Juan, un joven que se moría de penas. No podemos explicar cuáles eran las causas exactas de esas penas; mucho menos, cómo eran ellas. Si pudiéramos, entonces las penas no hubiesen sido tan terribles y esta historia no tendría ningún sentido, pues al joven no le hubiese ocurrido nada extraordinario y, por lo tanto, no nos hubiésemos tomado tanto interés en su caso.

A veces todo su rostro se ensombrecía como si la intensidad de la tristeza hubiese llegado a su punto culminante, pero luego, como si el sufrimiento le concediese una breve tregua, sus facciones se suavizaban y la tristeza adquiría una suerte de apacible serenidad, como si el mismo desencanto se estabilizase o fluyese ahora lentamente, comprendiendo, tal vez, que su caudal, de tan inmenso, no se agotaría nunca, sino que, por el contrario, estaría siempre creciendo y renovándose.

Es cierto que hacía diez años que había dejado su país (Cuba) en un bote y se había establecido en los Estados Unidos. Tenía entonces diecisiete años y atrás había quedado toda su vida. Es decir, humillaciones y playas, enemigos encarnizados y gratas compañías que la misma persecución hacía extraordinarias, hambre y esclavitud, pero también noches cómplices y ciudades a la medida de su desasosiego; horror sin término, pero también una humanidad, una manera de sentir, una confraternidad ante el espanto —cosas que aquí, como su propia manera de ser, eran extranjeras…—. Pero también nosotros (somos un millón de personas) dejamos todo eso y sin embargo no morimos de pena —o al menos no se nos ha visto morir— con la misma desesperación que este muchacho. Pero, como ya dijimos hace un momento, no pretendemos ni podemos explicar este caso, sino, sólo en la medida de lo posible, exponerlo. Y todo eso con la pobreza de un idioma que por motivos obvios hemos tenido que ir olvidando, como tantas cosas.

No pretendemos vanagloriarnos de que hayamos tenido con él preferencias exclusivas. No había por qué tenerlas. Él era, como casi todos nosotros, al llegar aquí, un joven descalificado, un obrero, una persona más que venía huyendo. Tenía que aprender, como aprendimos nosotros, el valor de las cosas, el alto precio que hay que pagar para alcanzar una vida estable. Un empleo bien remunerado, un apartamento, un auto, unas vacaciones y, finalmente, una casa propia, si es posible cerca del mar… Porque el mar es para nosotros nuestro elemento. Pero el mar verdadero, dentro del cual podamos sumergirnos y convivir, no estas extensiones heladas y grises a las que tenemos que acercarnos casi enmascarados… Sí, sabemos que estamos haciendo confesiones sentimentaloides que nuestra poderosa comunidad —nosotros mismos— negaría en su totalidad o las tacharía por ridículas e innecesarias: somos ciudadanos prácticos, respetables, muchos enriquecidos, y miembros de la nación hoy por hoy más poderosa del mundo. Pero este testimonio tiene como objeto un caso excepcional. Es la historia de alguien que, a diferencia de nosotros, no pudo (o no quiso) adaptarse a este mundo práctico; al contrario, exploró caminos absurdos y desesperados y, lo que es peor, quiso llevar por esos caminos a cuanta persona conoció. Las malas lenguas, que nunca faltan, dicen que también desequilibró a los animales, pero de eso ya hablaremos más adelante… También se nos objetará —ya vemos a los periodistas, profesores y críticos abalanzarse sobre nosotros— que siendo ésta la historia de Juan no hay motivos para que la interrumpamos a fin de interpolar nuestros asuntos. Permítasenos aclarar que: primero, no constituimos (afortunadamente) un gremio de escritores y por lo tanto no tenemos que obedecer sus leyes; segundo, que nuestro personaje, al pertenecer a nuestra comunidad, forma parte también de nosotros mismos; y tercero, que fuimos nosotros quienes le abrimos las puertas en este nuevo mundo y quienes en todo momento hemos estado dispuestos a «darle una mano», como se dice allá, en el lugar de donde huimos.

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