Resumen del libro:
Bienvenidos a la caída de la población mundial.
Durante medio siglo, muchos estadistas, políticos, analistas y estudiosos han alertado sobre una explosión demográfica que pondrá en jaque los recursos del planeta. Sin embargo, un creciente número de expertos tiene en el punto de mira otro motivo de alarma: en lugar de aumentar exponencialmente, la población mundial se encamina hacia un fuerte descenso que ya es evidente en muchos lugares.
En El planeta vacío, los autores revelan cómo esta caída de la población traerá consigo distintos beneficios: el riesgo de hambrunas disminuirá, la situación medioambiental mejorará, menos trabajadores exigirán mejores salarios y unas tasas de natalidad más bajas representarán mayores ingresos y autonomía para las mujeres.
Pero no todo son buenas noticias. Ya podemos ver los efectos del envejecimiento de la población en Europa y algunos puntos de Asia, y cómo la escasez de trabajadores debilita la economía e impone unas exigencias desmesuradas en el campo de la salud pública.
A Nina y Emily. Sin vosotras, no soy nadie.
DARRELL BRICKER
En recuerdo de Barry Bartmann, consejero y amigo del alma.
JOHN IBBITSON
PREFACIO
ÉRASE UNA VEZ UNA NIÑA
El 30 de octubre de 2011, un lunes, justo antes de medianoche, Danica May Camacho llegó al mundo en un abarrotado hospital de Manila, con lo que la población humana del planeta alcanzó la cifra de siete mil millones de personas. En realidad, quizá la balanza se inclinó un poco unas horas más tarde en un pueblo de Uttar Pradesh, India, con la llegada de Nargis Kumar. O acaso fuera un niño, Pyotr Nikolayeva, nacido en Kaliningrado, Rusia.
No fue ninguno de ellos, por supuesto. En el nacimiento que nos permitió llegar a los siete mil millones de personas no hubo cámaras ni discursos solemnes, pues era de todo punto imposible saber dónde y cuándo iba a producirse tal suceso. Según las mejores estimaciones de las Naciones Unidas, solo somos capaces de saber que se superó la cifra de siete mil millones en torno al 31 de octubre de ese año. Diferentes países hicieron hincapié en determinados alumbramientos para simbolizar ese hito histórico, y Danica, Nargis y Pyotr estuvieron entre los elegidos.
A juicio de muchos, no hay motivo para celebrar nada. El ministro indio de Salud, Ghulam Nabi Azad, declaró que una población global de siete mil millones de personas «no era algo que nos debiera alegrar sino más bien preocuparnos… Tendremos razones para alegrarnos cuando la población se estabilice». Muchos comparten la pesadumbre de Azad. Avisan de una crisis demográfica global. El Homo Sapiens se está reproduciendo sin restricciones, poniendo a prueba nuestra capacidad para alimentar, cobijar o vestir a los 130 millones o más de nuevos bebés que, según calcula la UNICEF, llegan cada año. Mientras se amontonan seres humanos en el planeta, desaparecen bosques, se extinguen especies y se calienta la atmósfera.
Si la humanidad no desactiva esta bomba demográfica, anuncian estos profetas, nos viene encima un futuro de pobreza creciente, escasez alimentaria, conflictos y degradación medioambiental. Como dijo un Malthus moderno, «si no conseguimos un descenso espectacular del crecimiento demográfico, una rápida disminución de las emisiones de gases de efecto invernadero o un estallido global del vegetarianismo —todo lo cual va, ahora mismo, precisamente en la dirección contraria—, llegaremos nada menos que al final de la época de la abundancia para la mayoría de los habitantes de la Tierra».
Todo esto es total y absolutamente falso.
El gran acontecimiento característico del siglo XXI —uno de los grandes episodios definitorios de la humanidad— se producirá en el espacio de tres décadas, más o menos, cuando la población global empiece a disminuir. Y en cuanto se inicie, ya no va a tener fin. No nos enfrentamos al desafío de una bomba demográfica sino a un colapso, un sacrifico implacable, generación tras generación, del rebaño humano. Nunca había pasado nada igual.
No es de extrañar que esta información te parezca estremecedora. Las Naciones Unidas pronostican que la población pasará, en este siglo, de los siete mil a los diez mil millones antes de estabilizarse a partir de 2100. No obstante, en opinión de un creciente número de demógrafos de todo el mundo, las cifras de la ONU son demasiado elevadas. Lo más probable, dicen, es que la población del planeta llegue a un valor máximo de aproximadamente nueve mil millones de personas entre 2040 y 2060, y que en lo sucesivo comience a descender, lo cual quizá provocaría que la ONU declarase el día de la «muerte simbólica» para conmemorar la ocasión. A finales de este siglo, podríamos estar de nuevo donde estamos ahora mismo y empezar a ser paulatinamente cada vez menos.
La población ya está disminuyendo más o menos en dos docenas de países del mundo; hacia 2050, esta cifra habrá llegado a las tres docenas. Algunos de los lugares más ricos del planeta están perdiendo población cada año: Japón, Corea, España, Italia, gran parte de Europa del este. «Somos un país moribundo», se lamentaba en 2015 Beatrice Lorenzin, ministra italiana de Salud.
Sin embargo, la noticia importante no es esta. Lo importante es que los principales países en desarrollo también están a punto de empezar a decrecer, pues su tasa de fertilidad está bajando. Dentro de pocos años, China comenzará a tener menos gente. A mediados de este siglo, Brasil e Indonesia seguirán el ejemplo. Incluso en la India, que pronto será el país más poblado de la Tierra, sus cifras se estabilizarán aproximadamente en el espacio de una generación y después empezarán a reducirse. Los índices de fertilidad siguen siendo altísimos en el África subsahariana y ciertas zonas de Oriente Medio. Sin embargo, incluso ahí están cambiando las cosas, pues las mujeres jóvenes están accediendo a la educación y el control de natalidad. Es probable que África ponga fin a su baby boom desenfrenado mucho antes de lo que piensan los demógrafos de la ONU.
En informes gubernamentales e investigaciones académicas, se pueden observar algunas indicaciones de un declive acelerado de la fecundidad; a veces, se advierte eso mismo hablando simplemente con gente en la calle. Y eso es lo que hicimos. Con el fin de recopilar información para este libro, viajamos a ciudades de seis continentes: desde Bruselas a Seúl, pasando por Nairobi y São Paulo, Bombay y Pequín, Palm Springs, Canberra o Viena. Hubo también otras paradas. Conversamos con profesores universitarios y funcionarios públicos, pero lo más importante es que hablamos con gente joven: en campus universitarios e institutos de investigación, en favelas y suburbios. Queríamos saber qué pensaban sobre la decisión más importante que tomarán en su vida: si tener o no un hijo y cuándo.
El descenso demográfico no es ni bueno ni malo. Pero sí es importante. Una niña que nazca hoy llegará a la madurez en un mundo en el que las circunstancias y las expectativas serán muy distintas de las actuales. Estará en un planeta más urbano, con menos crímenes, más saludable desde el punto de vista medioambiental pero con muchas más personas mayores. No tendrá problemas para encontrar un empleo, pero quizá sí para llegar a fin de mes, pues los impuestos para pagar las pensiones y la asistencia médica de todos esos ancianos mermarán su salario. No habrá tantas escuelas porque no habrá tantos niños.
Sin embargo, no tendremos que esperar treinta o cuarenta años para notar el impacto del descenso demográfico. Ya lo estamos percibiendo en la actualidad, en países desarrollados, desde Japón a Bulgaria, que luchan por desarrollar su economía pese a que disminuye el conjunto de consumidores y trabajadores jóvenes, con lo cual cuesta más proporcionar servicios sociales o vender neveras. Lo vemos en la cada vez más urbana Latinoamérica o incluso en África, donde las mujeres van tomando progresivamente el control de su destino. Lo vemos en cada hogar en que los jóvenes tardan más en marcharse de casa porque no tienen prisa alguna en formar su propia familia y tener un hijo. Y lo estamos viendo, desgraciadamente, en las agitadas aguas del Mediterráneo, donde refugiados de lugares horribles están presionando contra las fronteras de una Europa que ya comienza a vaciarse.
Y quizá muy pronto veamos que esto influye en la lucha global por el poder. El descenso demográfico moldeará la naturaleza de la guerra y la paz en las décadas venideras, pues unos países lidiarán a duras penas con las consecuencias del encogimiento y el envejecimiento de la sociedad mientras otros seguirán siendo capaces de aguantar. El desafío geopolítico definitorio de las próximas décadas acaso suponga el acomodo y la contención de una enojada y asustada China mientras afronta las consecuencias de su desastrosa política de hijo único.
Algunos de los que temen las consecuencias negativas de una mengua de la población propugnan medidas gubernamentales para aumentar el número de hijos de las parejas. Sin embargo, los datos indican que esto es en vano. La «trampa de la baja fertilidad» garantiza que, tan pronto la norma es tener uno o dos hijos, dicha norma se consolida. Las parejas ya no consideran que tener hijos sea una tarea que deban llevar a cabo para cumplir una obligación familiar o religiosa, sino que deciden criar un hijo como un acto de realización personal. Y se sienten realizadas enseguida.
Una solución al problema del descenso demográfico es importar sustitutos. Es por eso por lo que dos canadienses han escrito este libro. Canadá lleva décadas aceptando, per cápita, más personas que ningún otro país desarrollado, y apenas ha de afrontar tensiones, guetos o debates encendidos al respecto en comparación con otros países. Ello se debe a que se enfoca la inmigración como un aspecto de la política económica —gracias al sistema de puntos meritocrático, los inmigrantes de Canadá son por lo general más cultos, en promedio, que los autóctonos— y a que se adopta el multiculturalismo: el derecho compartido a celebrar tu cultura nativa dentro del mosaico canadiense, lo cual ha propiciado la consolidación de una sociedad próspera y políglota, entre las más afortunadas del planeta.
No todos los países son capaces de acoger a oleadas de recién llegados con el aplomo de Canadá. Muchos coreanos, suecos o chilenos tienen un firme sentimiento de lo que significa ser coreano, sueco o chileno. Francia insiste en que los inmigrantes han de abrazar la idea de ser francés —aunque los chapados a la antigua niegan que tal cosa sea posible—, con lo que las comunidades de inmigrantes se quedan aisladas en sus banlieues, segregadas y no iguales. Se prevé que la población del Reino Unido siga creciendo, desde los 66 millones actuales hasta unos 82 millones a finales de siglo, pero solo si los británicos continúan acogiendo de buen grado niveles elevados de inmigración. Como ha revelado el referéndum del Brexit, muchos británicos quieren convertir el canal de la Mancha en un foso. Para combatir la despoblación, los países han de aceptar tanto la inmigración como el multiculturalismo. Lo primero es difícil. Lo segundo acaso resulte imposible para algunos.
Entre las grandes potencias, el inminente descenso demográfico beneficia exclusivamente a Estados Unidos. Durante siglos, Norteamérica ha acogido favorablemente a los recién llegados: primero los que venían del Atlántico, luego también los del Pacífico, y en la actualidad los que cruzan el río Grande. Millones de ellos se han sumergido venturosamente en el crisol cultural, el melting pot —versión norteamericana del multiculturalismo—, con lo que han enriquecido tanto la economía como la cultura del nuevo país. Gracias a la inmigración, el siglo XX fue el siglo americano, y la inmigración ininterrumpida hará que podamos definir también como americano el siglo XXI.
Pero, ojo. El remolino receloso, nativista, del America First de los últimos años amenaza —levantando un muro en la frontera entre Estados Unidos y todo lo demás— con cerrar el grifo de la inmigración que hizo grande a Norteamérica. Bajo el mandato del presidente Donald Trump, el gobierno federal no solo ha tomado medidas duras contra los inmigrantes ilegales sino que además ha reducido las admisiones legales de trabajadores cualificados, una política suicida para la economía estadounidense. Si este cambio es permanente, si a causa de un miedo insensato los norteamericanos abandonan su tradicional apoyo a la inmigración dándole la espalda al mundo, Estados Unidos también sufrirá un declive, en población, poder, influencia y riqueza. Esta es la decisión que cada norteamericano debe tomar: respaldar una sociedad abierta, integradora y hospitalaria, o cerrar la puerta y languidecer en el aislamiento.
En el pasado, el rebaño humano ha sido sacrificado y seleccionado por plagas y hambrunas. Ahora nos estamos sacrificando nosotros mismos, estamos decidiendo ser menos. ¿Esta decisión es definitiva? Probablemente sí. Aunque a veces los gobiernos han sido capaces de aumentar el número de hijos que una pareja está dispuesta a tener mediante subvenciones para guarderías y otras ayudas, nunca han conseguido devolver la fecundidad al nivel de reemplazo de, por término medio, 2,1 niños por mujer necesarios para sostener una población. Además, esta clase de programas son carísimos y, durante las crisis económicas, suelen sufrir recortes. Por otro lado, cabría considerar poco ético que un gobierno intente convencer a una pareja de que tenga un niño que, en otras circunstancias, no habría tenido.
Mientras nos vamos adaptando a un mundo cada vez más pequeño, ¿celebramos o lamentamos estas cifras decrecientes? ¿Procuraremos preservar el crecimiento o aceptaremos con elegancia un mundo en el que las personas prosperan y a la vez se esfuerzan menos? No lo sabemos. Pero acaso un poeta esté observando ahora, por primera vez en la historia de nuestra especie, que la humanidad se siente vieja.
…