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El planeta de los simios

El planeta de los simios - Pierre Boulle

El planeta de los simios - Pierre Boulle

Resumen del libro:

El periodista Ulysse Mérou, el profesor Antelle y su joven discípulo Arthur Levain se embarca en un extraordinario viaje hacia la estrella Betelgeuse. Desde su nave espacial observan el planeta Soror, donde se perfilan ciudades y carreteras curiosamente parecidas a las de la Tierra. Cuando aterrizan descubren que está habitado por seres humanos que viven en estado salvaje, pero entonces, ¿a qué civilización pertenecen las ciudades que han divisado desde el espacio? El planeta de los simios es un libro inquietante, una fábula sobre la angustia que siente el hombre privado de su dignidad, una reflexión sobre el miedo a lo desconocido. Un clásico de la literatura y del cine.

Capítulo primero

Jinn y Phyllis pasaban unas vacaciones maravillosas en el espacio, lo más lejos posible de los astros habitados.

En aquel tiempo los viajes interplanetarios eran cosa corriente. Los desplazamientos intersiderales no tenían nada de particular. Los cohetes llevaban a los turistas hasta los parajes prodigiosos de Sirio, o a los financieros hasta las Bolsas famosas de Arturo y de Aldebarán. Pero Jinn y Phyllis, una pareja de ricos ociosos, se hacían notar en el cosmos por su originalidad salpicada de unas gotitas de poesía. Recorrían el universo por placer, a la vela.

Su navío era una especie de esfera, cuya envoltura —la vela—, maravillosamente fina y ligera, se desplazaba por el espacio, empujada por la presión de las radiaciones luminosas. Un ingenio de esta naturaleza, cuando se encuentra abandonado a sí mismo en la vecindad de una estrella, a una distancia suficiente, no obstante, para que el campo de gravitación no sea demasiado intenso, se dirigirá siempre, por propio impulso, en línea recta, en la misma dirección que lleve la estrella, pero como los soles comprendidos en el sistema estelar de Jinn y Phyllis eran tres, poco alejados relativamente entre sí, su embarcación recibía las radiaciones de luz siguiendo tres ejes distintos. Esto había hecho concebir a Jinn un procedimiento, ingenioso en extremo, para dirigir su nave. La parte interior de la vela llevaba un sistema de cortinas, que podía correr y descorrer a su voluntad, con lo cual alteraba el resultado de la presión luminosa, modificando el poder de reflexión de ciertas secciones. Esta envoltura elástica podía, además, dilatarse o contraerse, a gusto del navegante. Así, pues, cuando Jinn quería acelerar la marcha, la dilataba hasta darle el mayor diámetro posible. La nave recibía entonces el impacto de las radiaciones sobre una superficie enorme y se precipitaba en el espacio a una velocidad de locura, que daba vértigo a su amiga Phyllis, un vértigo que, a su vez, le alcanzaba también a él y les hacía estrecharse apasionadamente, con la mirada fija a lo lejos hacia aquellos abismos misteriosos a los que les arrastraba su carrera. Cuando, por el contrario, querían aminorar la marcha, Jinn apretaba un botón. La vela se contraía de tal manera que se convertía en una esfera de un tamaño justo para contener a los dos, apretados el uno contra el otro. La acción de la luz era entonces casi nula y aquella bola minúscula, abandonada solamente a su inercia, parecía inmóvil, como si estuviera suspendida en el vacío por un hilo invisible. Los dos jóvenes pasaban horas perezosas y enervantes en aquel mundo reducido, construido a su medida para ellos solos y que Jinn comparaba con un velero con avería y Phyllis con la burbuja de aire de la araña submarina.

Jinn conocía perfectamente otras artes que los cosmonautas a la vela consideraban como el colmo de la habilidad; por ejemplo, el de utilizar la sombra de los planetas y la de algunos satélites, para virar de bordo. Enseñaba su ciencia a Phyllis, que iba siendo casi tan hábil como él, y a menudo más temeraria. Cuando llevaba el timón, le daba a veces por correr bordadas que los llevaban a los confines de su sistema estelar, con desprecio de la tempestad magnética que empezaba a trastornar las ondas luminosas y a sacudir la nave como si fuera un cascarón de nuez. Dos o tres veces, Jinn, al despertarse sobresaltado por la tempestad, había tenido que enfadarse para arrancarle el timón de las manos, y para volver en seguida a puerto seguro había tenido que poner urgentemente en marcha el cohete auxiliar que tenía el puntillo de no utilizar más que en caso de peligro.

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