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El pintor de la vida moderna

Resumen del libro:

A lo largo de la historia, algunos libros han cambiado el mundo. Han transformado la manera en que nos vemos a nosotros mismos y a los demás. Han inspirado el debate, la discordia, la guerra y la revolución. Han iluminado, indignado, provocado y consolado. Han enriquecido vidas, y también las han destruido.

Taurus publica las obras de los grandes pensadores, pioneros, radicales y visionarios cuyas ideas sacudieron la civilización y nos impulsaron a ser quienes somos.

Poeta, esteta y hedonista, Baudelaire fue además uno de los más revolucionarios críticos de arte de su época. Aquí profundiza en la belleza, la moda, el dandismo, el propósito del arte y el papel del artista, y describe al pintor que, en su opinión, expresa de un modo más pleno el drama de la vida moderna.

I. Lo bello, la moda y la felicidad

Hay en este mundo, e incluso en el mundo de los artistas, personas que van al museo del Louvre, pasan rápidamente, sin volver la vista, ante muchos cuadros interesantísimos aunque de segundo orden, y se detienen absortos delante de un Tiziano o de un Rafael, alguno de los que se han vuelto muy populares gracias a los grabados; luego salen satisfechos, y más de uno se dice: «Qué bien conozco el museo». También existen personas que, por haber leído antaño a Bossuet o a Racine, creen poseer la historia de la literatura.

Por fortuna, cada tanto aparecen desfacedores de agravios, críticos, curiosos, aficionados, que afirman que no todo está en Rafael, que no todo está en Racine, que los poetae minores tienen aspectos buenos, sólidos y exquisitos; y que, en definitiva, no por mucho amar la belleza universal, expresada por poetas y artistas clásicos, se ha de descuidar la belleza particular, la belleza circunstancial y los rasgos de las costumbres.

He de decir que, desde hace unos años, el mundo se ha corregido un poco. El precio que los aficionados fijan hoy a las finezas grabadas y coloreadas del pasado siglo demuestra que ha habido una reacción en el sentido en que la necesitaba el público; los Debucourt, los Saint-Aubin y muchos otros han entrado en el diccionario de artistas dignos de estudio. Pero estos representan el pasado; hoy quisiera dedicarme a la pintura de costumbres del presente. El pasado es interesante no solo por la belleza que supieron extraer de él los artistas para quienes era presente, sino además por pasado, por su valor histórico. Lo mismo ocurre con el presente. El placer que obtenemos en las representaciones del presente depende no solo de la belleza que este pueda revestir, sino además de su cualidad esencial de presente.

Tengo ante mis ojos una serie de grabados de modas que van desde la Revolución hasta más o menos el Consulado. Esos vestidos, que hacen reír a mucha gente irreflexiva, gente grave falta de verdadera gravedad, presentan un encanto de naturaleza doble: artística e histórica. A menudo son bellos y están dibujados con vivacidad; pero lo que me importa al menos otro tanto, y lo que me alegra encontrar en todos o en casi todos, es la moral y la estética de una época. La idea que el hombre se hace de lo bello se imprime en toda su estampa, arruga o tensa su traje, redondea o endereza su gesto y, a la larga, incluso penetra sutilmente en los rasgos de su cara. El hombre acaba por parecerse a lo que quisiera ser. Estos grabados pueden tomarse como imágenes bellas o feas; feas, se convierten en caricaturas; bellas, en estatuas antiguas.

Las mujeres que llevaban aquellos atuendos se parecían en mayor o menor medida a unas o a otras, según el grado de poesía o vulgaridad que las distinguiera. La materia viva volvía ondulante lo que nos resulta en exceso rígido. Aún hoy la imaginación del espectador puede echar a andar o hacer temblar esta túnica o ese chal. Un día de estos, tal vez, se montará en un teatro un drama en el que veremos la resurrección de los atuendos bajo los que nuestros padres eran tan agradables como nosotros bajo nuestras pobres prendas (que también tienen su gracia, es cierto, pero de una naturaleza más bien moral y espiritual), y, si los visten y los resucitan actrices y actores inteligentes, nos asombrará el habernos reído de ellos tan a la ligera. El pasado, sin perder lo intrigante del fantasma, recuperará la luz y el movimiento de la vida, y se hará presente.

Si un hombre imparcial repasara una por una todas las modas francesas desde el origen de Francia hasta el presente, no encontraría nada de chocante ni de asombroso. Las transiciones serían tan abundantes como en la escala del mundo animal. Nada de lagunas; por tanto, nada de sorpresas. Y si aquel agregara, a la viñeta representativa de cada época, el pensamiento filosófico que más la ocupaba o la inquietaba, pensamiento que la viñeta recuerda inevitablemente, vería que una profunda armonía rige a todos los miembros de la historia y que, aun en los siglos que se nos antojan más monstruosos y demenciales, se ha satisfecho siempre el inmortal apetito por lo bello.

Se nos presenta aquí una buena ocasión, por cierto, para plantear una teoría racional e histórica de lo bello, en contra de la teoría de lo bello único y absoluto; para demostrar que lo bello tiene siempre, inevitablemente, una composición doble, aunque la impresión que produce sea singular; pues la dificultad que tenemos para discernir en la unidad de dicha impresión los elementos variables de lo bello no invalida la necesidad de variedad en la composición. Lo bello consiste en un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es muy difícil determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por turno o en su conjunto, la época, la moda, la moral, la pasión. Sin este segundo elemento, que es como la envoltura entretenida, estimulante, atractiva, del dulce divino, el primer elemento sería indigerible, inapreciable, inapropiado y no apto para la naturaleza humana. Desafío a que se descubra un ejemplo cualquiera de belleza que no contenga estos dos elementos.

Tomo, por así decir, los dos grados extremos de la historia. En el arte hierático, la dualidad aparece a primera vista; la parte de belleza eterna solo se manifiesta con el permiso y bajo las normas de la religión a la que pertenece el artista. La dualidad se observa igualmente en la obra más frívola de un artista refinado, perteneciente a una de esas épocas que con excesiva vanidad llamamos civilizadas; la porción eterna de belleza se hallará al mismo tiempo velada y expresada, si no por la moda, cuando menos por el temperamento particular del autor. La dualidad del arte es consecuencia fatal de la dualidad del hombre. Piénsese, si se quiere, en lo que subsiste eternamente como en el alma del arte, y en el elemento variable como en su cuerpo. De ahí que Stendhal, un espíritu impertinente, burlón, incluso odioso, se acercara más que muchos otros a la verdad al decir que «Lo bello no es sino la promesa de la felicidad». Sin duda esta definición sobrepasa su objetivo; somete lo bello al ideal infinitamente variable de la felicidad; despoja con excesiva ligereza lo bello de su carácter aristocrático; pero tiene el gran mérito de alejarse decididamente del error de los académicos.

Más de una vez expliqué estas cuestiones; estas líneas dirán lo suficiente para quienes aprecien los juegos del pensamiento abstracto; pero sé que, en su mayoría, los lectores franceses rara vez se complacen en ellos, y a mí mismo me urge entrar en la parte concreta y real de mi tema.

El pintor de la vida moderna – Charles Baudelaire

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