Resumen del libro:
“El pesimista corregido” es una obra escrita por Santiago Ramón y Cajal en 1905, que destila la genialidad de este destacado científico español, conocido por su labor pionera en el campo de la neurociencia. Aunque no se presenta como una obra de índole científica o filosófica, sino más bien como un divertimento, Ramón y Cajal no puede evitar infundir su profunda sabiduría en cada página. En esta narración, el autor se adentra en el universo del joven doctor Juan Fernández, un personaje que, a pesar de su talento y seriedad, se encuentra atrapado en una espiral de pesimismo y misantropía. Huérfano y sin familia, su vida transcurre en solitario junto a su antigua ama de llaves.
En esta breve obra, Ramón y Cajal aborda la cuestión del pesimismo humano y la soledad de forma ingeniosa y, en última instancia, moralizante. Nos invita a considerar las limitaciones humanas no como una tragedia, sino como elementos que nos permiten apreciar la belleza en las cosas y las personas desde una perspectiva más adecuada. A través de la historia de Juan Fernández, el autor nos lleva a reflexionar sobre la importancia de la conexión con los demás y la apertura a nuevas experiencias. A lo largo de la narrativa, el pesimista Juan experimenta una transformación que lo lleva a cuestionar sus creencias y a encontrar la luz en medio de su sombría existencia.
“El pesimista corregido” es un relato breve y ameno que pone de manifiesto la versatilidad de Santiago Ramón y Cajal, un científico de renombre que demuestra su destreza en la escritura literaria. Aunque escrito con un propósito aparentemente simple, esta obra despierta en el lector una serie de reflexiones sobre la vida, la soledad y el optimismo que perduran mucho después de haberse sumergido en sus páginas. Es un ejemplo claro de cómo la mente aguda de Ramón y Cajal no se limitaba a la ciencia, sino que se extendía al terreno de la literatura y la filosofía, dejando una huella indeleble en ambas disciplinas.
I
«El pesimista corregido» fue escrito en 1905, como divertimento, sin pretensiones científicas ni filosóficas, aunque sí —sin disimulo— con objetivo moralizante: las limitaciones humanas no han de verse como una tragedia sino como valores que nos sitúan en la perspectiva adecuada para descubrir la belleza de las cosas y de las personas.
Juan Fernández, protagonista de esta historia, era un doctor joven, de veintiocho años, serio, estudioso, no exento de talento, pero harto pesimista y con ribetes de misántropo. Huérfano y sin parientes, vivía concentrado y huraño en compañía de una antigua ama de llaves de su familia.
Hacia la época en que le enfocamos se habían recrudecido en nuestro héroe el asco a la vida y el despego a la sociedad. Descuidaba la clientela y el trato de los amigos, que le veían de higos a brevas, y pasaba su tiempo enfrascado en la lectura de obras cuya tonalidad melancólica casaba bien con el timbre sentimental de su espíritu. Agrada saber al desdichado que no estrenó la desdicha y que su menguado concepto del mundo y de la vida halló también asilo en cabezas fuertes y cultivadas. Compréndese bien por qué Juan se solazaba y entretenía en la lectura de Schopenhauer y Hartmann, del antipático y vesánico Nieztsche y del adusto y profundo Gracián. Y el orgullo de coincidir con la opinión de tan calificados varones prodújole, a ráfagas, algún consuelo, a cuyo fugitivo calor sentía deshelarse parcialmente el lago glacial de su voluntad y aliviarse un tanto su dolorosa laxitud de espíritu y de cuerpo.
Para el infortunado Fernández, la vida era una broma pesada y sin gracia, dada por la Naturaleza sin saber por qué ni para qué; el entendimiento era rudimentaria máquina de calcular, que se equivoca en todas las arduas operaciones; nuestro saber, libro viejo, lleno de tachones y lagunas, y cuya fe de erratas tiene más hojas que el texto; los sentidos, rudimentarios y pueriles aparatos de física, sin alcance ni precisión, buenos tan sólo para ocultarnos las infinitas palpitaciones de la materia y los innumerables enemigos de la vida; el corazón, bomba frágil e indisciplinada que se agita intempestiva y dolorosamente en los trances difíciles, anublando la inteligencia y paralizando nuestras manos, y, en fin, la voluntad, algo así como vilano aéreo, fluctuante y a merced de leve ráfaga de viento y que comete la tontería de tomar su movilidad por libertad…
Con tales ideas y los sentimientos correspondientes, excusado es decir que nuestro doctor tenía pocos amigos y menos esperanzas e ilusiones.
Era, sin embargo, bien disculpable y digno de compasión. En dos años había perdido padre y madre amantísimos: aquél, víctima de la tuberculosis; ésta, arrebatada por una pulmonía infecciosa. A la sazón, Juan convalecía lentamente de peligrosa tifoidea, y días antes de enfermar había terminado sin éxito, pero con honra, reñidas oposiciones a cierta cátedra de la Universidad de Madrid.
Para colmo de mala sombra, hasta su novia Elvira, guapetona y equilibrada muchacha, hija de un rico e influyente industrial, comenzó a mostrársele esquiva y displicente. Y a la verdad, razones sobradas había para ello.
Nuestro huraño doctor no fue nunca persona grata a don Toribio (que así se llamaba el padre de la niña). Reconocía éste de buen grado en el aspirante a yerno despejo, laboriosidad y hasta porvenir financiero; pero le resultaban harto antipáticos e intolerables su carácter taciturno y sus desapacibles y sombrías filosofías. Así es que no vio con buenos ojos jamás las relaciones de su hija con Juan, a la sazón médico de la familia (y singularmente de la madre, cuyos histerismos sabía reprimir hábilmente), dejando, no obstante, entrever a los amantes que sólo autorizaría el noviazgo cuando el estudioso doctor, que se preparaba hacía tiempo para oposiciones a cátedras, adquiriese en propiedad la codiciada académica prebenda.
Según adivinará el lector, después del fracaso de Juan arreció todavía la enemiga del ambicioso padre. Y la pobre Elvira, que había cobrado cariño al novio, mayormente al verle tan digno de lástima, batallaba dolorosamente entre enconados afectos, sin atreverse a tomar resolución definitiva. Rechazar sin esperanzas al hombre a quien prometió fidelidad, y rechazarle a pretexto del reciente desaire académico, constituía crueldad e indelicadeza de que se sentía incapaz; admitirle generosamente y sin reservas, equivalía a rebelarse abiertamente contra la paterna autoridad, actitud de indisciplina que ella, hija amante, sumisa y bien educada, no osaba arrostrar.
Con todo, la balanza del sentimiento se inclinaba visiblemente en contra de Juan, cuyas fervientes protestas de amor, durante los breves y furtivos coloquios con Elvira, eran incapaces de contrarrestar la poderosa sugestión de indiferencia y de desvío respirada en el hogar. Tanto más eficaces resultaban estas sugestiones cuanto que, según era de esperar, la figura moral de nuestro protagonista, antes sublimada y poetizada por el amor, se había achicado algo a los ojos de la prudente doncella. El Juan de hoy valía, física e intelectualmente, menos que el de ayer… Temperamento frío, en quien el corazón no turbaba jamás las operaciones de la inteligencia, la hija de don Toribio advirtió por primera vez, con ocasión de la derrota intelectual del joven, los flacos de un talento y de una cultura que imaginó insuperables. Estudiando a su novio con los ojos avizores del análisis, creyó percibir, en aquella languidez y anemia consecutivas a la enfermedad, así como en el sombrío pesimismo de sus ideas, los estigmas de un físico decadente, incapaz de resistir briosamente el fardo abrumador del trabajo, y destinado acaso a marchitarse y periclitar aun antes de gustar las supremas y dulces abnegaciones de la paternidad.
Tamañas desdichas y contrariedades agriaron extremadamente el carácter de Juan, entenebrecido ya por literaturas mórbidas y filosofías descorazonadoras. Y sintió que el concepto pesimista del mundo achicaba su propia personalidad. Sucesivamente fue abandonando esa salvadora confianza en las propias facultades, que nos empuja a renovar valerosamente la batalla, y que, cuando llegan fracasos y decepciones, estimula piadosamente la actividad de la imaginación, forjadora incansable de hipótesis disculpadoras de nuestros yerros y alentadoras del dolorido amor propio.
Toda batalla perdida exige un traidor o un Mefistófeles responsable del inopinado desastre. Y cuando no le hay —según ocurre generalmente— es menester inventarlo. Sólo a este título, el hombre, animal de descargas motrices, logra conciliar la calma y recuperar la confianza en sí mismo. Para no romperse por dentro, fuerza es romper algo por fuera. Varios son los modos de desahogo: un Bismarck despechado arroja al suelo la loza y la patea furioso; un opositor fallido debe arrojar —verbalmente se entiende— al arroyo la justicia del tribunal y la suficiencia de los contrincantes. ¡Ah, de cuántos males nos libra esa reacción imbécil, pero salvadora; ese soberano derivativo del despecho en lenguaje de zumba llamado derecho del pataleo!
Mas para lograr rápidamente tan saludable baldeo cerebral (el cual nos deja como nuevos, reconduciéndonos como hipnotizados y henchidos de vivificante esperanza al abandono telar), es preciso ser un poco sanguíneo, tener flojas las vías de la inhibición motriz y emocional y algo turbios también los conceptos de la justicia y de nuestro propio valer.
Por su desgracia, Juan, de temperamento bilioso, poseía un cerebro emotivo, caviloso y suspicaz, tan rico en colaterales nerviosas como preñado de imágenes melancólicas. Lejos de ser un egotista y desdeñoso para el ajeno mérito, tenía clara conciencia de las propias deficiencias mentales e incurable pequeñez. Y en sus soliloquios, por cada día más frecuentes, exclamaba a menudo con acento de infinita amargura:
—¡Nada valgo… nada sé! Siéntome vencido y postrado de cuerpo y alma. ¡Sí!… Derrotado de alma, porque durante la pasada contienda deslucieron y achicaron mi labor ausencia de serenidad, enervador insomnio e invencible fatiga; derrotado de cuerpo, porque durante mi reciente enfermedad las fuerzas defensivas estuvieron a punto de abandonarme, entregándome a los estragos del microbio… Y si al fin salvé en la lid intelectual el honor y en la física la vida, hecho quedé lastimosa ruina: el cuerpo convertido en ruin comedero de gérmenes, el alma transformada en vivero de pensamientos tristes y sentimientos deprimentes…
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