Resumen del libro:
Tras el éxito obtenido con El Misterio del Cuarto Amarillo, Gastón Leroux quiso dar cima a la aventura y al destino de sus personajes con un más difícil todavía. Rouletabille vio lo insólito del problema en sus términos exactos: Si en El Misterio… era inconcebible cómo el asesino había podido salir de un cuarto cerrado, en El perfume… era más inconcebible aún cómo había podido entrar el hombre que salió cadáver. Es decir: si en aquélla faltaba el asesino, en ésta sobraba el asesinado. Una vez más la implacable lógica de Rouletabille cerró el círculo y, ante los asombrados ojos de los asistentes, descubrió la identidad del asesino.
Que empieza donde las novelas acaban
La boda de Robert Darzac y Mathilde Stangerson tuvo lugar en París, en Saint-Nicolas-du-Chardonnet, el 6 de abril de 1895, en medio de la más estricta intimidad. Habían transcurrido, pues, algo más de dos años desde los acontecimientos que relaté en una obra anterior, acontecimientos tan sensacionales que no es aventurado afirmar que tan breve lapso de tiempo no había podido borrar de la memoria el famoso Misterio del Cuarto Amarillo… Seguía éste tan presente en todos los ánimos, que, de no haber sido porque la ceremonia nupcial se mantuvo en el mayor secreto —cosa por lo demás bastante fácil en aquella parroquia alejada del barrio de las escuelas—, la pequeña iglesia se habría visto invadida con toda seguridad por una muchedumbre ávida de contemplar a los héroes de un drama que había apasionado al mundo. Sólo fueron invitados algunos amigos del señor Darzac y del profesor Stangerson, con cuya discreción se podía contar. Yo era uno de ellos. Llegué temprano a la iglesia, y naturalmente lo primero que hice fue buscar a Joseph Rouletabille. Me sentí un poco decepcionado al no verlo, pero no me cabía la menor duda de que vendría, y, mientras hacía tiempo, me junté con los letrados Henri-Robert y André Hesse, que, en medio de la paz y el recogimiento de la capillita de Saint-Charles, rememoraban en voz baja los más curiosos incidentes del proceso de Versalles, que la inminencia de la ceremonia les traía a la memoria. Yo los escuchaba distraídamente, mientras examinaba las cosas a mi alrededor.
¡Qué triste es la iglesia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, Dios mío! Vieja, quebrajosa, agrietada, sucia, no con esa suciedad augusta del tiempo, que es el más bello adorno de la piedra, sino con esa inmundicia cochambrosa y polvorienta que parece peculiar de los barrios de Saint-Victor y de los Bernardinos, en cuyo cruce se halla tan singularmente enclavada; dicha iglesia, tan sombría por fuera, es lúgubre por dentro. El cielo, que parece más alejado de este santo lugar que de cualquier otro, derrama aquí una luz avara que se las ve y se las desea para llegar hasta los fieles a través de la mugre secular de las vidrieras. ¿Han leído los Recuerdos de infancia y juventud, de Renan? Empujen la puerta de Saint-Nicolas-du-Chardonnet y comprenderán por qué el autor de la Vida de Jesús, que estaba encerrado en el pequeño seminario del padre Dupanloup y que no salía más que para ir a rezar allí, llegó a desear la muerte. ¡Y precisamente en aquella fúnebre oscuridad, en un marco que parecía haber sido inventado sólo para el duelo y para todos los ritos dedicados a los difuntos, iba a celebrarse la boda de Robert Darzac y Mathilde Stangerson! Experimenté un gran pesar y, tristemente impresionado, vi en ello un mal presagio.
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