Resumen del libro:
John le Carré es uno de los escritores más reconocidos en el género de la novela de espionaje, destacando por sus tramas intricadas y sus personajes complejos. Conocido especialmente por su icónico personaje, George Smiley, Le Carré nos lleva en un viaje nostálgico en su obra “El peregrino secreto”.
En esta novela, Smiley, el emblemático personaje de Le Carré, es invitado por Ned, un personaje previamente introducido en “La Casa Rusia”, a dar una charla sobre sus experiencias en el servicio de inteligencia británico. La cena que cierra cada curso se convierte así en el escenario de una conversación profunda entre estos dos exagentes. A través de sus reflexiones, elementos de autobiografía ficcional y anécdotas de espionaje, Le Carré teje una trama que no solo nos sumerge en el mundo del espionaje, sino que también nos ofrece una visión más íntima de sus personajes principales.
“El peregrino secreto” destaca no solo por su trama intrigante, sino también por su enfoque lírico y reflexivo. Le Carré se despide de la era de la guerra fría con este relato, que se convierte en un viaje sentimental tanto para Ned como para Smiley, y, en cierta medida, para el propio autor. A través de la narrativa cuidadosamente construida, Le Carré nos lleva más allá de las misiones de espionaje para explorar las complejidades de la lealtad, la identidad y el paso del tiempo.
Con su prosa hábil y su habilidad para crear personajes memorables, Le Carré ofrece una obra que cautiva a los lectores, tanto por su intriga como por su profundidad emocional. “El peregrino secreto” se erige así como una de las mejores obras del autor, un testamento de su maestría en el género de la novela de espionaje y una despedida evocadora de una era pasada.
CAPÍTULO I
Ante todo, quiero confesar que, de no haber obedecido al impulso de coger la pluma y escribir unas líneas a George Smiley para invitarle a dar una charla a mi clase la última tarde de su primer curso —y de no haber accedido Smiley, contra todo pronóstico—, yo no les hablaría con tanta sinceridad.
A lo sumo, les ofrecería esas reminiscencias maquilladas con las que, a decir verdad, solía obsequiar a mis alumnos: hazañas de heroicidad callada, situaciones dramáticas, hombres que se las saben todas, derroche de valor. Y también, naturalmente, de acciones útiles. Les tendría en suspenso con la descripción de saltos nocturnos en paracaídas sobre el Cáucaso, peligrosas travesías en lancha rápida, desembarcos en playas, parpadeo de luces en la costa, transmisiones de radio clandestinas interrumpidas sin terminar la frase. Les hablaría de los anónimos héroes de la guerra fría que, cumplida su misión, se perdían modestamente en la sociedad que ellos habían protegido. O de refugiados políticos, arrebatados en el último segundo a las fauces del adversario.
Y, en cierta medida, sí, ésta era nuestra vida. En nuestros tiempos, nosotros hacíamos estas cosas y algunas hasta acababan bien. Teníamos en países malos a hombres buenos, que arriesgaban la vida por nosotros. Y, por lo general, se les creía y, en ocasiones, su información era utilizada correctamente. Así lo espero porque ni el mejor espía del mundo tiene valor alguno cuando su información no es bien utilizada.
Y, para dar la nota más desenfadada, durante el segundo whisky en el comedor de los agentes jóvenes, yo habría elegido aquel lance en el que un equipo de recepción del Circus, compuesto de tres hombres que operaba en Alemania Oriental, valerosamente dirigido por un servidor, nos encontrábamos apostados en una sierra de los montes Harz, rezando y aguzando el oído para percibir el siseo producido por un avión sin identificación que planeara con los motores parados y, meciéndose el aire detrás de él, el bendito paracaídas negro. ¿Y qué encontramos cuando nuestra oración fue escuchada y nos deslizamos por la helada ladera, en busca del tesoro? Piedras, decía a mis atónitos alumnos. Pedruscos del honrado granito de Argyll. Los hombres de la base aérea escocesa encargados del envío se habían confundido y nos mandaban el fardo utilizado en los entrenamientos.
Por lo menos, esta anécdota despertaba cierta reacción, contrariamente a lo que ocurría con mis otros relatos, que se quedaban sin auditorio a la mitad.
Sospecho que el impulso de escribir a Smiley había estado gestándose en mí desde hacía más tiempo del que yo imaginaba. La idea nació durante una de las periódicas visitas que hacía a Personal para dar cuenta del rendimiento de mis alumnos. Entré en el bar de los altos funcionarios en busca de un bocadillo y una cerveza y allí me tropecé con Peter Guillam. Peter había hecho las veces de «Watson» de Smiley en su larga investigación para desenmascarar al traidor del Circus, que resultó ser Bill Haydon, nuestro Jefe de Operaciones. Peter no tenía noticias de George desde hacía…, ¡oh, un año, por lo menos! Sí, George se había comprado aquel cottage en el norte de Cornualles, dijo, y se dedicaba a satisfacer su odio hacia el teléfono. Tenía influencia en la Universidad de Exeter y le dejaban usar la biblioteca. Yo, tristemente, imaginé el resto: George, ermitaño solitario en un paisaje desierto, paseando perdido en sus pensamientos. George, acercándose a Exeter, en busca de un poco de calor humano mientras esperaba ocupar su lugar en el Walhalla de los espías.
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