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El pensamiento del afuera

Resumen del libro:

Con El pensamiento del afuera, Foucault pone a punto y desarrolla uno de los temas constantes de sus investigaciones: el «pensar» en relación con la literatura, o mejor aún, con cierto uso del lenguaje al margen de sus modos discursivos, y el «afuera» como instancia soberana del saber y no-lugar donde la palabra literaria se desarrolla a sí misma en un espacio neutro, sin límites y sin tiempo, que no es ya el espacio clásico y cerrado de la representación. En la órbita de Las palabras y las cosas, El pensamiento del afuera es un capítulo necesario en la elaboración de esa Historia del pensamiento, que es en cierto modo toda la obra de Foucault. Nuevo punto de encuentro con Blanchot (con quien, sin embargo, no llegaría a encontrarse nunca personalmente), este texto apareció previamente en el nº 229 de «Critique» (junio de 1966) dedicado a Maurice Blanchot, cuya obra testimonia, mejor que ninguna otra, esa «experiencia del afuera» que, al hacer emerger el pensamiento nos descubre el ser mismo del lenguaje.

1. MIENTO, HABLO

La verdad griega se estremeció, antiguamente, ante esta sola afirmación: «miento». «Hablo» pone a prueba toda la ficción moderna.

Estas dos afirmaciones, a decir verdad, no tienen el mismo peso. Ya se sabe que el argumento de Epiménides puede refutarse si se distingue, en el interior de un discurso que gira artificiosamente sobre sí mismo, dos proposiciones, de las cuales la una es objeto de la otra. La configuración gramatical de la paradoja (sobre todo si está urdida en la simple forma de «miento») por más que trate de esquivar esta esencial dualidad, no puede suprimirla. Toda proposición debe ser de un «tipo» superior a la que le sirve de objeto. Que se produzca un efecto de recurrencia de la proposición-objeto a aquella que la designa, que la sinceridad del Cretense, en el momento en que habla, se vea comprometida por el contenido de su afirmación, que pueda estar mintiendo al hablar de la mentira —todo esto es menos un obstáculo lógico insuperable que la consecuencia de un hecho puro y simple: el sujeto hablante es el mismo que aquel del que se habla.

En el momento en que pronuncio lisa y llanamente «hablo», no me encuentro amenazado por ninguno de esos peligros; y las dos proposiciones que encierra ese único enunciado («hablo» y «digo que hablo») no se comprometen una a la otra en absoluto. Estoy a buen recaudo en la fortaleza inexpugnable donde la afirmación se afirma, ajustándose exactamente a sí misma, sin desbordar sobre ningún margen y conjurando toda posibilidad de error, puesto que no digo nada más que el hecho de que hablo. La proposición-objeto y aquella que la enuncia se comunican sin ningún obstáculo ni reticencia, no sólo por el lado de la palabra de que se trata, sino también por el lado del sujeto que articula esta palabra. Es por tanto verdad, irrefutablemente verdad, que hablo cuando digo que hablo.

Pero podría ocurrir que las cosas no fueran tan simples. Si bien la posición formal del «hablo» no plantea ningún problema específico, su sentido, a pesar de su aparente claridad, abre un abanico de cuestiones quizá ilimitado. «Hablo» en efecto se refiere a un discurso que, a la vez que le ofrece un objeto, le sirve de soporte. Ahora bien, este discurso está ausente; el «hablo» no es dueño de su soberanía más que en la ausencia de cualquier otro lenguaje; el discurso del que hablo no preexiste a la desnudez enunciada en el momento en que digo «hablo»; y desaparece en el mismo instante en que me callo. Toda posibilidad de lenguaje se encuentra aquí evaporada por la transitividad en que el lenguaje se produce. El desierto es su elemento. ¿A qué extrema sutileza, a qué punto singular y tenue, llegaría un lenguaje que quisiera reivindicarse en la despojada forma del «hablo»? A menos, precisamente, que el vacío en que se manifiesta la exigüidad sin contenido del «hablo» no sea una abertura absoluta por donde el lenguaje puede propagarse al infinito, mientras el sujeto —el «yo» que habla— se fragmenta, se desparrama y se dispersa hasta desaparecer en este espacio desnudo. Si en efecto el lenguaje sólo tiene lugar en la soberanía solitaria del «hablo», nada tiene derecho a limitarlo, —ni aquel al que se dirige, ni la verdad de lo que dice, ni los valores o los sistemas representativos que utiliza; en una palabra, ya no es discurso ni comunicación de un sentido, sino exposición del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplegada; y el sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso (aquel que lo detenta, que afirma y juzga mediante él, representándose a veces bajo una forma gramatical dispuesta a estos efectos), como la inexistencia en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje.

Se acostumbra creer que la literatura moderna se caracteriza por un redoblamiento que le permitiría designarse a sí misma; en esta autorreferencia, habría encontrado el medio a la vez de interiorizarse al máximo (de no ser más que el enunciado de sí misma) y de manifestarse en el signo refulgente de su lejana existencia. De hecho, el acontecimiento que ha dado origen a lo que en un sentido estricto se entiende por «literatura» no pertenece al orden de la interiorización más que para una mirada superficial; se trata mucho más de un tránsito al «afuera»: el lenguaje escapa al modo de ser del discurso —es decir, a la dinastía de la representación—, y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma, formando una red en la que cada punto, distinto de los demás, a distancia incluso de los más próximos, se sitúa por relación a todos los otros en un espacio que los contiene y los separa al mismo tiempo. La literatura no es el lenguaje que se identifica consigo mismo hasta el punto de su incandescente manifestación, es el lenguaje alejándose lo más posible de sí mismo; y si este ponerse «fuera de sí mismo», pone al descubierto su propio ser, esta claridad repentina revela una distancia más que un doblez, una dispersión más que un retomo de los signos sobre sí mismos. El «sujeto» de la literatura (aquel que habla en ella y aquel del que ella habla), no sería tanto el lenguaje en su positividad, cuanto el vacío en que se encuentra su espacio cuando se enuncia en la desnudez del «hablo».

Este espacio neutro es el que caracteriza en nuestros días a la ficción occidental (y esta es la razón por la que ya no es ni una mitología ni una retórica). Ahora bien, lo que hace que sea tan necesario pensar esta ficción —cuando antiguamente de lo que se trataba era de pensar la verdad—, es que el «hablo» funciona como a contrapelo del «pienso». Éste conducía en efecto a la certidumbre indudable del Yo y de su existencia; aquél, por el contrario, aleja, dispersa, borra esta existencia y no conserva de ella más que su emplazamiento vacío. El pensamiento del pensamiento, toda una tradición más antigua todavía que la filosofía nos ha enseñado que nos conducía a la interioridad más profunda. La palabra de la palabra nos conduce por la literatura, pero quizás también por otros caminos, a ese afuera donde desaparece el sujeto que habla. Sin duda es por esta razón por lo que la reflexión occidental no se ha decidido durante tanto tiempo a pensar el ser del lenguaje: como si presintiera el peligro que haría correr a la evidencia del «existo» la experiencia desnuda del lenguaje.

El pensamiento del afuera – Michel Foucault

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