El parásito y otros cuentos de terror
Resumen del libro: "El parásito y otros cuentos de terror" de Arthur Conan Doyle
El presente volumen reúne una amplia selección de treinta y dos relatos, la práctica totalidad de las historias de terror escritas por Arthur Conan Doyle. El lector encontrará en estas páginas desde historias de fantasmas, como “La mano parda” o “Jugando con fuego”; o inspiradas en el antiguo Egipto; como “Lote núm. 249” o “El anillo de Toth”, hasta relatos de criaturas increíbles; como “Espanto en las alturas” o “El espanto de la cueva de Juan Azul”; o de venganzas terribles; como “La catacumba nueva” o “El gato de Brasil”. El volumen incluye “El Parásito”, una novela corta en la que Conan Doyle nos narra una historia atípica de vampirismo, en la que el vampiro, a diferencia de sus hermanos de sangre, no persigue una posesión física de su víctima sino psíquica.
EL CUENTO DEL AMERICANO
—Es extraño, sí, es extraño —decía él cuando abrí la puerta del cuarto donde se reunía nuestro grupito social y semiliterario—, pero les podría contar cosas más raras que las de aquí… cosas tremendamente raras. No se puede aprender todo en los libros, caballeros, no, no, no. Ya ven que no son hombres capaces de hablar correctamente el inglés, ni que hayan tenido buena educación, los que se encuentran en los lugares extraños en los que he estado. En general son hombres rudos, señores, que apenas hablan bien, y mucho menos pueden contar con papel y pluma las cosas que han visto; pero si pudieran, harían que sus pelos europeos se pusieran de punta por el asombro. ¡Sí lo harían, señores, pueden apostarlo!
Se llamaba Jefferson Adams, según creo; sé que sus iniciales eran J.A., pues se pueden ver profundamente talladas en el panel superior derecho de la puerta de nuestro salón de fumar. Nos dejó ese legado, y también algunos diseños artísticos hechos en jugo de tabaco sobre nuestra alfombra turca; pero aparte de esos recuerdos, nuestro narrador americano se ha evaporado de nuestra vista. Brilló como un meteorito luminoso a través de nuestra tranquila y ordinaria jovialidad, y luego se perdió en las tinieblas exteriores. Aquella noche, sin embargo, nuestro amigo de Nevada estaba en su apogeo; y yo encendí tranquilamente mi pipa y me dejé caer en el sillón más cercano, ansioso de no interrumpir su historia.
—Tomen nota —prosiguió— de que no tengo ninguna tirria contra sus hombres de ciencia. Respeto y admiro al tipo que puede darle un nombre de trabalenguas a toda bestia y planta vivientes, desde un arándano a un oso pardo; pero si quieren hechos interesantes de verdad, algo un poco sabroso, vayan a sus balleneros y hombres de la frontera, y a sus exploradores y hombres de la Bahía de Hudson, tipos que apenas pueden escribir su nombre.
Aquí hubo una pausa, cuando Mr. Jefferson sacó un largo veguero y lo encendió. Nosotros guardamos un estricto silencio en el cuarto, pues ya habíamos aprendido que a la menor interrupción nuestro yanqui se metía otra vez en su caparazón. Miró alrededor con una sonrisa de satisfacción al notar nuestras miradas expectantes, y continuó a través de un halo de humo.
—Y bien, señores, ¿cuál de ustedes ha estado alguna vez en Arizona? Ni uno, seguro. ¿Y de todos los ingleses y estadounidenses que saben usar una pluma, cuántos han estado en Arizona? Muy poquitos, calculo. Yo he estado allí, señores, viví allí varios años; y cuando pienso en lo que allí he visto, bueno, apenas me lo puedo creer yo mismo.
»¡Ah, eso sí que son tierras! Yo fui uno de los filibusteros de Walker, como decidieron llamarnos; y después de que nos separáramos, y fusilaran al jefe, algunos de nosotros nos alejamos aprisa y nos asentamos por allá. Éramos una colonia regular angloamericana, con nuestras mujeres e hijos, y todo completo. Supongo que aún siguen allí algunos de los viejos amigos, y que no han olvidado lo que les voy a contar. No, seguro que no, y no lo harán mientras estén a este lado de la tumba, señores.
»Hablaba de aquella tierra, entonces; y creo que les podría asombrar considerablemente si no les hablase de nada más. ¡Pensar que esa tierra la han levantado unos cuantos “grasientos” y mestizos! Es un uso erróneo de los dones de la Providencia, eso es lo que yo digo. La hierba crece allá por encima de las cabezas de la gente, y hay árboles tan frondosos que no se puede ver ni un resquicio de cielo azul durante leguas y leguas, ¡y hay orquídeas como paraguas! Quizás alguno de ustedes ha visto una planta que llaman “atrapamoscas” en algunos lugares de los Estados Unidos.
—Dianoea muscipula —murmuró Dawson, nuestro científico par excellence.
—¡Sí, eso, diarrea municipal! Se ve a una mosca que se para sobre esa planta, y luego se ve cómo los dos lados de una hoja se cierran y la agarran entre los dos, y la machacan y la hacen pedazos, Dios santo, como el gran calamar gigante con su pico; y horas después, si se abre la hoja, se ve el cuerpo ahí tirado, medio digerido, y hecho pedazos. Bien, he visto algunas atrapamoscas en Arizona con hojas de dos y tres metros de largo, y espinas o dientes de casi medio metro; bueno, esas hojas podrían… ¡Pero, maldita sea, estoy yendo demasiado rápido!
»Yo les quería hablar de la muerte de Joe Hawkins; una cosa de lo más rara, creo yo, que hayan oído nunca. No había nadie en Montana que no conociera a Joe Hawkins… “Alabama” Joe, como lo llamaban allí. Un mercenario redomado, eso era, el peor canalla que ha pisado la tierra. Era bastante buen tipo, entiéndanme bien, siempre que uno le entrara por el ojo bueno; pero si se le hacía enfadar era peor que un puma. Le he visto vaciar su seis tiros sobre una muchedumbre que lo empujó por casualidad cuando entraba al bar de Simpson un día que había baile; y acuchilló a Tom Hooper porque le derramó el licor sobre su chaleco sin querer. No, no se detenía ante el asesinato; y no era un hombre en el que se debiera confiar a menos que se le pudiera tener vigilado.
…
Arthur Conan Doyle. (Edimburgo, Escocia, 22 de mayo de 1859 - Crowborough, Inglaterra, 7 de julio de 1930) fue un escritor y médico británico, conocido mundialmente por crear al personaje de Sherlock Holmes, uno de los detectives más famosos de la literatura. Doyle estudió medicina en la Universidad de Edimburgo, donde conoció al profesor Joseph Bell, quien inspiró el personaje de Sherlock Holmes. Después de graduarse, ejerció la medicina en diferentes lugares, incluyendo un barco ballenero y una clínica en Portsmouth, donde escribió su primera obra, Una historia de la práctica médica.
En 1887 publicó Estudio en escarlata, la primera novela de Sherlock Holmes, que tuvo un gran éxito y lo convirtió en un escritor reconocido. A lo largo de su carrera, escribió cuatro novelas y 56 cuentos protagonizados por Holmes y su ayudante, el Dr. Watson.
Además de la serie de Sherlock Holmes, Doyle también escribió novelas históricas, ciencia ficción, obras de teatro y poesía. Fue un ferviente defensor de la justicia y los derechos humanos, lo que lo llevó a escribir sobre temas como la guerra y la justicia social.
Doyle también fue un deportista apasionado, jugando al fútbol y al cricket en su juventud y practicando el boxeo y la esgrima en su edad adulta. También fue un gran viajero, visitando lugares como Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y América del Norte.
A pesar de su gran éxito como escritor, Doyle no estaba satisfecho con su obra literaria y anhelaba ser recordado por su trabajo en el campo de la medicina. Sin embargo, su legado literario ha perdurado a través de los años y sus historias de Sherlock Holmes siguen siendo leídas y admiradas en todo el mundo.