El oso

Resumen del libro: "El oso" de

William Faulkner, uno de los gigantes literarios del siglo XX, es conocido por su compleja narrativa y su profundo examen de la condición humana en el sur de los Estados Unidos. Su obra «El oso» es una de sus piezas más notables, destacando tanto por su narrativa poderosa como por su exploración de temas universales como la codicia, la naturaleza y el legado.

«El oso» narra la historia de Isaac McCaslin, quien renuncia a la herencia de su abuelo Carothers como un acto de rechazo a la corrupción y codicia que han manchado esas tierras. Isaac, profundamente conectado con la naturaleza virgen del Gran Valle, ve en «Old Ben», un oso legendario, la encarnación de una época perdida y de la vida salvaje que está desapareciendo.

Old Ben no es solo un oso; es un símbolo de resistencia y la indomabilidad de la naturaleza frente a la implacable expansión humana. La caza anual de Old Ben se convierte en un ritual que conecta a los hombres de Jefferson con un pasado más puro y respetuoso con la naturaleza. A través de esta caza, Faulkner explora la tensión entre la civilización y la naturaleza, y la inevitable desaparición de los grandes bosques ante el avance de las compañías madereras.

El relato de Faulkner está impregnado de una profunda melancolía por un tiempo en el que la tierra era compartida por todos los hombres, independientemente de su raza. En este escenario, los cazadores representan una forma de vida que valora la resistencia, la humildad y el arte de sobrevivir, cualidades que Faulkner considera esenciales para la existencia humana en armonía con la naturaleza.

La renuncia de Isaac a su herencia es un acto radical de afirmación ética, un rechazo a la corrupción y una afirmación de su conexión espiritual con la naturaleza. Esta decisión es central en el relato y refleja las obsesiones fundamentales de Faulkner: la lucha entre el bien y el mal, la decadencia de los valores tradicionales y la búsqueda de redención.

«El oso» es una auténtica obra maestra de la narrativa faulkneriana, un relato donde se concentran todas las obsesiones fundamentales de su intensa obra. La fuerza de su estilo, elaboradamente trabajado, arrastra al lector a un mundo donde la naturaleza y la humanidad se enfrentan en una lucha eterna por la supervivencia y la integridad moral.

Libro Impreso

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También esta vez éranse un hombre y un perro. Dos bestias, contando a Old Ben, el oso, y dos hombres, contando a Boon Hogganbeck, por cuyas venas corría parte de la misma sangre que circulaba por las de Sam Fathers, si bien la de Boon era de la rama plebeya y únicamente Sam y Old Ben y el perro mestizo Lion eran puros e incorruptibles.

Él tenía dieciséis años. Ya hacía seis que cazaba. Ya hacía seis que escuchaba la mejor de todas las conversaciones. La de las tierras baldías, la de los grandes bosques, más grande y antigua que ningún documento conocido: ni por los hombres blancos lo bastante fatuos para creer que habían comprado algún fragmento, ni por los indios lo bastante crueles para pretender que les había correspondido transmitir algún fragmento; más grande que el mayor de Spain y las migajas que se vanagloriaba de conocer creyendo que lo sabía todo; más vieja que el viejo Thomas Sutpen, de quien la había recibido el mayor de Spain, y que también creía que lo sabía todo; más vieja que el viejo Ikkemotubbe, el jefe chickasaw de quien el viejo Sutpen la había recibido y que a su vez también creía que lo sabía todo. Era de los hombres, no de los blancos, ni de los negros, ni de los rojos, sino de los hombres, de los cazadores, con la voluntad y la osadía de resistir y la humildad y el arte de sobrevivir, y de los perros y el oso y el ciervo yuxtapuestos y en relieve contra ellos, ordenados y constreñidos por la selva y en la selva en la antigua e incesante disputa de acuerdo con las antiguas e implacables leyes que anulan todo remordimiento y no dan cuartel; el mejor juego de todos, el mejor de todos para respirarlo y desde luego el mejor de todos para escucharlo, las voces tranquilas y graves y circunspectas para la retrospección y los recuerdos y la exactitud entre los trofeos —las escopetas en el armero y las cabezas y las pieles— en las bibliotecas de las casas de la ciudad o en los despachos de las casas de las plantaciones o (lo mejor de todo) en los mismos campamentos donde está colgada la carne intacta y todavía caliente, y los hombres que la han matado se sientan delante de los leños que arden en la chimenea donde hay casas y chimeneas o en torno al resplandor humeante de la leña amontonada delante de las lonas tensas donde no las hay. Siempre había presente una botella, por eso le parecía que aquellos hermosos y ardientes instantes del corazón y del cerebro y del valor y de la astucia y de la presteza estaban concentrados y destilados en aquel oscuro licor que ni las mujeres ni los muchachos ni los niños bebían, sino sólo los cazadores, bebiendo no la sangre vertida por ellos sino alguna condensación del inmortal espíritu selvático, bebiéndolo con moderación, hasta con humildad, no con la baja e infundada esperanza del pagano de adquirir con ello las virtudes de la astucia y la fuerza y la rapidez sino en homenaje a éstas. Así pues, le parecía no sólo natural sino realmente conveniente que aquella mañana de diciembre empezara con whisky.

Más tarde se dio cuenta de que había empezado mucho antes. Había empezado ya aquel día en que él escribió su edad con dos cifras y su primo McCaslin le llevó por primera vez al campamento, a los grandes bosques, para lograr por sí mismo en la selva el nombre y la condición de cazador siempre que él a su vez fuese lo suficientemente humilde y perseverante. Ya había heredado pues, sin siquiera haberlo visto, el viejo y grande oso con una pata rota en una trampa, que en una superficie de unas cien millas cuadradas se había ganado un nombre, un título determinado igual que un hombre viviente: la interminable leyenda de los graneros destrozados y saqueados, de cochinillos y cerdos grandes y hasta becerros llevados en vilo a los bosques y devorados, y trampas y armadijos derribados y perros despedazados y muertos, y tiros de escopeta y hasta de rifle disparados a quemarropa sin más efecto que el que harían unos guisantes a través de un canuto soplado por un niño, una avenida de ruina y destrucción que se remontaba al tiempo en que el muchacho aún no había nacido, y por la cual avanzaba, no de prisa sino más bien con la cruel e irresistible decisión de una locomotora, la tremenda figura hirsuta. Estuvo en su conocimiento antes aun de que lo hubiese visto. Se aparecía y resaltaba en sus sueños antes aun de haber visto los bosques vírgenes donde había dejado su ganchuda huella, peludo, tremendo, con los ojos rojos, no maligno sino grande, demasiado grande para los perros que trataban de acorralarle, para los caballos que intentaban arrollarle, para los hombres y las balas que éstos le disparaban; demasiado grande para la misma región donde se circunscribían sus actividades. Era como si el muchacho hubiera adivinado ya lo que sus sentimientos y su entendimiento no habían comprendido aún: aquella selva condenada a muerte cuyos bordes eran constante y ferozmente mordisqueados por los arados y las hachas de los hombres que la temían porque era la selva, miles de hombres incluso desconocidos entre sí en la tierra donde el viejo oso se había ganado un nombre, y por la cual no corría siquiera como una bestia mortal sino como un anacronismo indomable e invencible surgido de un tiempo ancestral y muerto, un fantasma, compendio y apoteosis de la antigua vida salvaje que los pequeños y mezquinos humanos acuchillaban en caterva con una furia de odio y temor, como pigmeos en torno a las patas de un elefante dormido; el viejo oso, solitario, indomable, y único, viudo sin hijos y absuelto por la muerte, viejo Príamo privado de la vieja esposa y sobreviviendo a todos sus hijos.

Todavía un niño, con tres años y luego dos años y luego un año aún antes de que él pudiera ser también uno de ellos, cada noviembre quería contemplar cómo el carro que llevaba los perros y las hamacas y la comida y las escopetas y a su primo McCaslin y a Jim de Tennie y a Sam Fathers también hasta que Sam se fue a vivir al campamento, partía hacia el Gran Valle, los grandes bosques. Para él, ellos no iban a la caza del oso y del ciervo sino a mantener una cita anual con el oso al que no pretendían matar. Dos semanas más tarde estaban de regreso sin el trofeo, sin la piel. Él lo esperaba así. Ni siquiera había temido que pudiera estar en el carro con las otras pieles y cabezas. Ni siquiera se había dicho a sí mismo que dentro de tres años, o dos años, o un año más, él podría estar presente y que podía ser su escopeta. Creía que sólo después de haber hecho su aprendizaje en los bosques y haberse mostrado digno de ser cazador le sería permitido distinguir las ganchudas huellas, y que hasta entonces durante aquellas dos semanas de noviembre él sería simplemente otra figura secundaria, junto a su primo y el mayor de Spain y el general Compson y Walter Ewell y Boon y los perros que temían ladrarle y las escopetas y los rifles que erraban la puntería sin lograr herirle, en la anual y espectacular ceremonia de la fiera inmortalidad del viejo oso.

«El oso» de William Faulkner

William Faulkner. Escritor estadounidense, es considerado como uno de los más grandes autores del siglo XX, galardonado en 1949 con el Premio Nobel de Literatura y considerado como uno de los padres de la novela contemporánea. Nacido en el Sur de los Estados Unidos, Faulkner no llegó a acabar los estudios y luchó en la I Guerra Mundial como piloto de la RAF. Como veterano tuvo la oportunidad de entrar en la universidad pero al poco tiempo decidió dedicarse por completo a la literatura.

Tras cambiar habitualmente de trabajo, Faulkner publicó La paga de los soldados (1926) tras encontrar cierta estabilidad económica como periodista en Nueva Orleans. Poco después comenzaría a publicar sus primeras novelas en las que reflejó ese Sur que tan bien conocía, El ruido y la furia (1929) es la más conocida de este periodo. Luego llegarían obras tan famosas como Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936) o El villorrio (1940).

Santuario (1931) fue, a la larga, su novela más vendida y la que le permitió dedicarse a la escritura de guiones para Hollywood. Sus cuentos más conocidos de esta época pueden leerse en ¡Desciende, Moisés! escrito en 1942.

Como guionista, habría que destacar su trabajo en Vivamos hoy (1933), Gunga Din (1939) o El sueño eterno (1946).

En el apartado de premios, Faulkner tuvo un reconocimiento tardío aunque generalizado. Además del ya nombrado Nobel de Literatura también recibió el Pulitzer en 1955 y el National Book Award, este entregado ya de manera póstuma por la edición de sus Cuentos Completos.