Resumen del libro:
“El Monte” de Lydia Cabrera es una obra que trasciende las fronteras de la literatura y se convierte en un faro de conocimiento sobre las religiones afrocubanas y la cultura yoruba, mandinga y carabalí. Publicada en 1954, esta obra maestra de la etnografía se ha convertido en una verdadera “Biblia” para aquellos que desean explorar las profundidades de las creencias y prácticas religiosas presentes en Cuba.
Lydia Cabrera, etnóloga y narradora cubana, se sumerge en el corazón del “monte”, un lugar sagrado donde residen divinidades y santos que, según las creencias afrocubanas, están más presentes en la tierra que en el cielo. Su obra es un testimonio excepcional de la cultura afrocubana, un compendio de mitos, rituales y tradiciones que arrojan luz sobre la riqueza espiritual de este pueblo.
Lo notable de “El Monte” radica en su autenticidad. Lydia Cabrera se esfuerza por presentar un material que no ha pasado por la interpretación de terceros, sino que proviene directamente de los propios negros de Cuba. Su objetivo es proporcionar a los especialistas, así como al público en general, un acceso directo a los documentos vivos que ha recopilado con gran pasión y dedicación.
Esta obra se ha convertido en un auténtico bestseller en el campo de los estudios etnográficos y religiosos, atrayendo a especialistas, creyentes y entusiastas por igual. Su influencia perdura en la investigación y comprensión de las religiones afrocubanas, y su legado es un tributo a la cultura y la espiritualidad de Cuba.
“El Monte” de Lydia Cabrera es una obra fundamental que ofrece una profunda inmersión en las creencias y prácticas religiosas de la cultura afrocubana, enriqueciendo así nuestro entendimiento de este fascinante y diverso mundo espiritual.
Dedicatoria
A Osain, Dueño del Monte…
A Marié
Al lector
A Fernando Ortiz, con afecto fraternal
Las notas que componen este primer volumen, y las de otros que le continuarán, son el producto de algunos años de paciente aplicación.
Las publico, no es necesario subrayarlo, sin asomo de pretensión científica. El método seguido, ¡si de método, aun vagamente, pudiera hablarse en el caso de este libro!, lo han impuesto, con sus explicaciones y digresiones, inseparables unas de otras, mis informantes, incapaces de ajustarse a ningún plan, y a quienes, insensiblemente, y por afán de exactitud de mi parte —quizá excesivo—, y que a ratos hará tediosa la lectura y confusa la comprensión de algunos párrafos, he seguido siempre estrechamente, cuidando de no alterar sus juicios ni sus palabras, aclarándolas solo en aquellos puntos en que serían del todo ininteligibles al profano. No omito repeticiones ni contradicciones, pues en los detalles, continuamente, se advierte una disparidad de criterios, entre las «autoridades» habaneras y las matanceras, estas últimas más conservadoras; entre los viejos y los jóvenes, y los innumerables cabildos o casas de santo.
He querido que, sin cambiar sus graciosos y peculiares modos de expresión, estos viejos que he conocido, hijos de africanos muchos de ellos; los más, enterados y respetuosos continuadores de su tradición, y cuya confianza pude conquistar, sean oídos sin intermediario, exactamente como me hablaron, por los que estudian la huella profunda y viva que dejaron en esta isla los conceptos mágicos y religiosos, las creencias y prácticas de los negros importados de África durante varios siglos de trata ininterrumpida.
Ganarse la confianza de estos viejos, fuentes vivas, inapreciables, a punto de agotarse, sin que nadie entre nosotros se dé prisa en aprovecharlas para el estudio de nuestro folclor, no es siempre tarea fácil. Ponen a prueba la paciencia del investigador, le toman un tiempo considerable. Se tarda en comprender sus eufemismos, sus supersticiones de lenguaje, pues hay cosas que no deben decirse jamás por lo claro, y es preciso aprender a entenderlos; esto es, aprender a pensar como ellos. Hay que someterse a sus caprichos y resabios, a sus estados de ánimo; adaptarse a sus horas, deshoras y demoras desesperantes; hacer méritos, emplear la astucia en ciertas ocasiones, y esperar con paciencia. No conocen la celeridad que mina la vida moderna y enferma el espíritu de los blancos; la presura, que es opresión, aprieto, congoja. «De la prisa no se saca más que el cansancio.» Y el investigador debe asimilarse su cachaza o su gran virtud filosófica, la «conformidá» —que para todo en la vida hay que tener conformidá—; y si queremos saber, por ejemplo, por qué la diosa Naná no quiere cuchillo de metal, sino de bambú, conformarnos con que nos cuenten, en cambio, cómo el gusano hizo llover, y la araña se quemó el pelo que tenía en el pecho. Dos o tres meses, acaso un año después, si repetimos la misma pregunta a quemarropa, se nos dirá «que por lo que le pasó con el hierro». Y ya en posesión de algunos fragmentos de la historia, más tarde se nos contará el resto, pues nunca estos negros viejos, que exasperan a su vez nuestros resabios de blancos, nuestros hábitos mentales, nuestro afán de precisión y, sobre todo, nuestra impaciencia —«el venado y la jicotea no pueden caminar juntos»—, dejan a la larga de recompensarnos.
Ha sido mi propósito ofrecer a los especialistas, con toda modestia y la mayor fidelidad, un material que no ha pasado por el filtro peligroso de la interpretación, y de enfrentarlos con los documentos vivos que he tenido la suerte de encontrar.
He cuidado siempre de deslindar, en el mapa místico de las influencias continentales heredadas, las dos áreas más importantes y persistentes: la lucumí y la conga —yoruba y bantú—, confundidas largo tiempo por los profanos, y que se suelen catalogar bajo un título erróneo e impreciso: ñañiguismo.
Llamaremos lucumís o congos, ya por sus prácticas o por su ascendencia, a los que pertenecen a uno de estos dos grupos, como aún actualmente suelen llamarse a sí mismos, al referirse sobre todo a su filiación religiosa.
Emplearemos los mismos términos que nuestros consultados para designar ciertos fenómenos y prácticas. Son estos los usuales en el pueblo, que sin distinción de razas, y no pocas veces de categoría, es asiduo cliente del babalocha u olúborissa —lucumí—, y del padre nganga o taita inkisi-congo.
Sin duda, como lo ha señalado un africanista norteamericano, «Cuba es la más blanca de las islas del Caribe»; pero el peso de la influencia africana en la misma población que se tiene por blanca es incalculable, aunque a simple vista no puede apreciarse. No se comprenderá a nuestro pueblo sin conocer al negro. Esta influencia es hoy más evidente que en los días de la colonia. No nos adentraremos mucho en la vida cubana sin dejar de encontrarnos con esta presencia africana que no se manifiesta exclusivamente en la coloración de la piel.
Ignorando las lenguas yoruba y bantú que tanto se precian de hablar y, efectivamente, se hablan en este país: el arará y el carabalí —ewe, bibío, efí—, y deliberadamente, sin diccionarios ni obras de consulta al alcance de la mano, he anotado las voces que corrientemente emplean en sus relatos y charlas, según la pronunciación y las variantes de cada informante. No me ha sido posible determinar —porque ellos mismos lo ignoran generalmente— las palabras que corresponden, tanto en el grupo lucumí como en el congo, a los distintos dialectos que aquí se hablaron y aún se hablan en los templos y entre los que llamaremos, si se nos permite, la casta sacerdotal y sus secuaces, en Pinar del Río, La Habana, Matanzas y Santa Clara. Por ejemplo: algunos lucumís llaman al árbol iki; otros iggi; a las divinidades, Orisha, orissá; a la yerba, ewe, éggüe, égbe, igbé, korikó; al arcoiris, osúmaremi, ochumaré, malé, ibari; a la naranja, orómibó, orórabo, olómbo, oyímbo, osan, esá. Análogas diferencias, que revelan los distintos dialectos bantús hablados en Cuba, hallamos entre los congos: viejo; ángu, ángulu, moana kuku; aguardiente; malafo, guandénde; brujo; nganga, fumo, musambo, imbanda, muyoli, sudika mambi, mambi mambí; fiesta; bángala, kuma, kiá kisamba, kisúmba.
Me he limitado rigurosamente a consignar, con absoluta objetividad y sin prejuicio, lo que he oído y lo que he visto.
El único valor de este libro, aceptadas de antemano todas las críticas que puedan hacérsele, consiste, exclusivamente, en la parte tan directa que han tomado en él los mismos negros. Son ellos los verdaderos autores.
Hago constar que, por principio, no escribo ni empleo el nombre de negro en el sentido peyorativo que pretende darle una corriente demagógica e interesada, empeñada en borrarlo del lenguaje y de la estadística, como una humillación para los hombres de color.
Expreso una gratitud muy sincera a las sombras de José de Calazán Herrera Bangoché, alias el Moro, hijo de Oba Koso; de Calixta Morales, Oddeddei, hija de Ochosi; de J. S. Baró, «Campo santo Buena Noche»; de Gabino Sandoval, hijo de Allágguna; de Nino de Cárdenas, hijo de Oggún, mis primeros y francos colaboradores. Y a los que vinieron después, que, como ellos, me abrieron lealmente las puertas de su mundo, tan lejano del mío. A Francisquilla Ibáñez, prototipo de la vitalidad y del buen humor africanos, y a sus hijas iyalochas Petrona y Dolores Ibáñez. A Marcos Domínguez, filani oluborisa, colaborador inteligente y comprensivo. A la conga Mariate, esclava de sus dioses y de su conciencia escrupulosa. A Anón, otra centenaria, que solo se atrevía a salir de noche para recoger la limosna de alguna familia caritativa, porque de día los niños le gritaban bruja y la apedreaban. Durante mes y medio acudió puntualmente a conversar conmigo en la típica ventana de una casa de La Gloria en Trinidad. A Enriqueta Herrera, conservadora e intransigente; y a aquellos más jóvenes que, temerosos de ser tildados de traidores por los «santeros del sindicato», han preferido que silencie sus nombres y que, venciendo sus escrúpulos o una desconfianza inexplicable, no me negaron su colaboración.
Doy las gracias también a los que pretendieron engañarme y confundirme. Lo hicieron con mucho donaire, y sus mixtificaciones no eran menos interesantes ni inverosímiles.
Debo mucho a la señora María Teresa de Rojas, que tanto me ha ayudado en la preparación de este libro. Al barón J. de Bicske Dobronyi, que me ha proporcionado la fotografía, muy difícil de obtener, de dos iyawós —recién iniciados— saludando al tambor, y de una cabeza donde se muestran las pinturas que se le hacen al neófito en la ceremonia del asiento o consagración de un «hijo de santo». A la señorita Josefina Tarafa y Govín, que ha tenido la bondad de acompañarme tantas veces en estas excursiones folclóricas, para tomar el mayor número de las que aparecen al final del texto, con excepción de la de Calixta Morales, Oddeddei, retratada por la inolvidable escritora y distinguida venezolana Teresa de la Parra, que la vio con frecuencia, y se complacía en platicar con ella durante su estancia en La Habana. Teresa guardaba el recuerdo de algunas frases lapidarias de la vieja iyalocha y de su cortesía de gran estilo. Y nunca olvidó a Calazán, actor inimitable, ni a un pordiosero fabuloso, especie de Diógenes negro, que solía llevarle de regalo naranjas de china. Personajes novelables que la escritora emparentaba con el Vicente Cochocho en carne y hueso de las fragantes Memorias de Mama Blanca, y con otros tipos parecidos, igualmente interesantes y simpáticos, conocidos en su infancia en la hacienda Tazón, en una Caracas todavía de aleros y ventanas arrodilladas, que hubiesen revivido en el libro que soñaba escribir sobre la colonia.
En esta serie de fotografías debo considerar como una muestra del favor de una nganga muy temible y de la obediencia del brujo a sus mandatos, la que al fin pudo hacerme María Teresa de Rojas de un recipiente mágico, una «prenda» de mayombe.
Las ngangas, los orishas «montados», las piedras en que se les adora, las ceremonias, no deben retratarse bajo ningún concepto. En este punto, y hasta la fecha, santeros y paleros son inflexibles. Ya había olvidado la rotunda negativa de Baró al pedirle hacía tres o cuatro años que me permitiese retratar su nganga, cuando un día llegó de improviso, trayendo nada menos que el sacromágico y terrible caldero, escondido dentro de un saco negro. El espíritu en que este moraba le había manifestado que quería retratarse, y que estaba bien que la «moana mundele» guardase su retrato. El viejo se apresuraba a cumplir aquel capricho inesperado de su nganga y, tranquilo, me autorizaba —«con licencia de la prenda»— a publicar la fotografía, si tal era mi deseo. Es la única nganga que se ha retratado en Cuba. También, por primera vez en su vida, Baró consintió en permanecer inmóvil unos segundos ante el lente, el «mensu» inquietante de una cámara.
Me había negado este favor, no por desconfiar de mis buenas intenciones, sino por miedo a que su imagen fuese acaso a parar a manos de otro brujo, quien, dueño del retrato, podría hechizarlo y acabar con él fácilmente a punta de alfileres o en «lukambo finda ntoto» —en una tumba—. En cuanto a su nganga, profanación aparte, se la hubiesen amarrado y debilitado.
Para fotografiar las piedras sagradas lucumís, los orishas siempre fueron consultados de antemano.
Mi reconocimiento a la señorita Julia García de Lomas, que se empeñó en descifrar la escritura enredada de mis cuartillas y las copió en su Remington; y a los empleados del excelente impresor Burgay, por el interés y el cuidado que todos han puesto en la confección de este volumen.
En la quinta San José. Abril de 1954
Lydia Cabrera
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