El monje Laskaris: Y otros relatos extraños y esotéricos

Resumen del libro: "El monje Laskaris: Y otros relatos extraños y esotéricos" de

Gustav Meyrink (1868-1932) fue un escritor cuya vida tomó un giro inesperado debido a circunstancias adversas. Inicialmente propietario de un banco en Praga, su camino estuvo marcado por escándalos y duelos, así como por una profunda inmersión en el mundo del ocultismo. Sin embargo, una conspiración casi le arrebata su libertad y salud al acusarlo de desfalco. Afortunadamente, se demostró su inocencia, aunque tuvo que enfrentar la bancarrota. La literatura se convirtió en su refugio y fuente de subsistencia, y en sus escritos, Meyrink plasmó no solo sus extensos conocimientos en ocultismo, alquimia y espiritismo, sino también una aguda crítica y sátira inspirada por su interacción con la sociedad de su época.

La compilación “El monje Laskaris y otros relatos extraños y esotéricos” presenta una selección de cuentos extraídos de sus obras originales “Historias de alquimistas” y “Murciélagos”, los cuales comparten los temas recurrentes de sus grandes novelas como “El golem”, “El Ángel de la Ventana de Occidente” y “El dominico blanco”. Estas pequeñas joyas literarias, entre las que destacan “El ópalo” y “El cardenal Napellus”, reflejan las peculiares obsesiones de Meyrink: la alquimia, la búsqueda de la piedra filosofal y la inmortalidad del hombre. Estos temas son el resultado de su dedicado estudio de la literatura especializada y los escritos de figuras históricas como Roger Bacon o John Dee.

Como bien expresó Max Brod, los relatos de Meyrink encarnan el non-plus-ultra de la escritura moderna. Cada una de sus frases deslumbra con un magnífico colorido, una inventiva escalofriante y extraña, una agresividad y concisión de estilo, así como una originalidad abrumadora de ideas que impregnan cada página con una sensación de autenticidad y significado. En resumen, la obra de Meyrink es un tesoro literario que ofrece una experiencia única y enriquecedora para los amantes del misterio, la esotería y la exploración de los límites de la realidad.

Libro Impreso

EL MONJE LASKARIS

Der Mönch Laskaris (1925), incluido en Goldmachergeschichten

FEDERICO III, el dilapidador y amante del lujo, el último Príncipe Elector de Brandemburgo y el primer rey de Prusia, cambió en el año 1701 el tocado curial por la corona real. Al principio, las consecuencias de este paso no fueron tan ventajosas como el ambicioso príncipe se había imaginado. Nuevas ordenanzas a favor del Estado y del ejército destruyeron rápidamente el bienestar que su predecesor, el Gran Elector, había logrado en sus territorios en sus últimos años de gobierno, mediante una cuidadosa política económica.

Este repentino cambio de las circunstancias se advirtió sobre todo en la capital. El orgullo de los berlineses de albergar ahora entre sus muros una residencia real y ya no meramente curial, tuvo que pagarse muy pronto con una desmesurada carga de impuestos y contribuciones. Por esta razón, la ciudadanía de Berlín, en parte aún rústica, así como las autoridades municipales, no tardaron en criticar con lengua viperina la nueva situación de la capital, siguiendo el ejemplo de los parisinos y otros ciudadanos ilustrados que habían despertado a la madurez política.

En aquel tiempo los ciudadanos de reputación no sólo se reunían para discutir acerca de política en las cervecerías, sino también en las pocas farmacias de la ciudad.

La más frecuentada de estas farmacias era la que se llamaba «Zum Elephanten», cuyo propietario, el digno y docto farmacéutico Zorn, gozaba de una gran fama como hombre muy prudente y conocedor del mundo. En su juventud había viajado mucho, había estado en Bolonia y Praga, en Sevilla y París; había trabajado en los laboratorios de famosos químicos, regresando a su ciudad natal, Berlín, como un hombre acomodado, maduro y muy experimentado. Adquirió la renombrada farmacia «Zum Elephanten» y en ella abrió asimismo un comercio con los más novedosos artículos de ultramarinos, donde se vendía el mejor café holandés.

Ante la puerta de la lujosa tienda había un negro de madera con una corona de hojas de tabaco en la algodonosa cabeza, que con una mano ofrecía tiras de papel para encender la pipa, mientras en la otra sostenía un cafeto, pues en aquel tiempo estos placeres aún pertenecían a los anaqueles de las farmacias.

Cuando se entraba en la amplia estancia de la tienda, al principio uno tenía la impresión de encontrarse en una suerte de sala de huéspedes, y no en la típica sala llena de frascos que suele venirnos a la mente cuando pensamos en una farmacia. En el centro de esa habitación había una mesa ancha, sobre la que estaban las bolsas de café y los pequeños vasos de aguardiente de comino para el uso de los clientes. Un joven de agradables maneras servía de vez en cuando a los clientes con café recién hecho, fuertes licores de la casa y aguardiente de frutas.

El auxiliar de farmacia, que unía en su persona el oficio de farmacéutico con el de vendedor y el de camarero, tenía unos veinte años de edad, era delgado, alto y poseía unos rasgos muy agradables. Unos ojos castaños y vivaces, en los que moraba un brillo fogoso, daban a su expresión un talante especial. Con su carácter amistoso y su espíritu abierto, se había convertido en un ayudante imprescindible, no sólo del propietario de la farmacia, sino también de los clientes, desde que había llegado hacía tres años desde su ciudad natal, Schleiz, para aprender la profesión de farmacéutico con el maestro Zorn. Friedrich, como se llamaba, siempre se mostraba dispuesto a hacer recados y a prestar servicios de la manera más diligente; pero sobre todo se mostraba valiosísimo para su maestro en el laboratorio, debido a su inteligencia y a su capacidad de comprensión.

En un día de otoño del año 1702, la sala de la farmacia «Zum Elephanten» estaba llena de políticos, de ruido, humo de tabaco y aroma de café.

—Escuchadme —gritó al señor Zorn, el farmacéutico, un obeso burgués de hinchadas mejillas, de profesión comerciante en paños y digno miembro de la municipalidad, mientras le daba una confiada palmada en el hombro—, escuchadme, ¡aquí ya no tenemos ni voz ni voto! ¿También pesan sobre vos las graves cargas que nos han impuesto a nosotros, los pobres ciudadanos y comerciantes?

—¿Y por qué no iban a hacerlo? —respondió el señor Zorn—, ¿acaso os creéis que mis mixturas y píldoras se hacen de la nada y se pueden mezclar en la palma de la mano?

El grupo de ciudadanos a su alrededor se rió; pero el comerciante en paños no se amilanó. Guiñó los ojos con picardía a los demás contertulios y dijo al farmacéutico:

—Sí, sí, vuestras mixturas, querido amigo, eso lo sabemos todos, cuestan una fortuna. ¿Quién lo sabrá mejor que nosotros, que las tenemos que pagar? Aunque, bien pensado, de esos ingresos, por muy elevados que sean, se pierden sumas tanto más elevadas con las contribuciones al fisco. Pero no me refería a eso.

Y mientras el sabio concejal se volvía con cómica importancia hacia el círculo más próximo de huéspedes, siguió con el dedo alzado:

—¡Me refiero a que el docto señor tiene en su farmacia a su «maloliente Heinz», ese horno químico escupidor de fuego bajo el enorme fuelle allí abajo, en el laboratorio! ¡De él manan, como si fuera la fuente de Moisés, arroyos de oro y plata! ¡Y encima suspira con nosotros, los pobres ciudadanos, por el caro honor que nos ha concedido la voluntad real, a nosotros, los pagadores de impuestos!

—No le crean —se defendió el farmacéutico con una sonrisa entre dulce y amarga y visiblemente incómodo—, ¡eso del «maloliente Heinz» es pura fábula! Os lo he dicho a menudo y os lo repito ahora: eso de la alquimia es una estafa y una necedad, y nadie debería despilfarrar inútilmente sus posesiones en los voraces crisoles.

Un movimiento se extendió entre el apretado grupo de los sonrientes ciudadanos. Con devota cortesía dejaron sitio a un señor que venía de la entrada de la tienda y que se aproximaba directamente al farmacéutico. Con voz oscura y acostumbrada a ordenar, le dijo al señor Zorn:

—¡En eso mentís, maestro!

Las miradas asombradas de los clientes se dirigieron hacia un hombre cuyo aspecto tenía que llamar la atención incluso en el presente Berlín, en el que el número de extranjeros procedentes de todos los países habidos y por haber no paraba de aumentar. El extranjero era de mediana estatura, pero su actitud rígida y orgullosa le daba una mayor prestancia. Llevaba la cabeza, con un pelo oscuro y rizado, sin polvos ni postizos. Bajo la pálida frente brillaban los ojos oscuros del tipo mediterráneo. La prominente nariz, los finos labios, el cuerpo bien formado con las manos delgadas y los gráciles pies, todo esto confirmó la impresión de que se trataba de un hombre de estirpe noble.

Las frías y sorprendentes palabras con que el forastero había saludado tan bruscamente al farmacéutico, no se habían pronunciado, sin embargo, con un tono ofensivo y tampoco, por extraño que parezca, fueron acogidas así por los oyentes. Más bien resonaron con solemnidad e hicieron enmudecer al círculo de ciudadanos. El señor Zorn, por su parte, ocultó su desagrado tras una inclinación respetuosa. Mientras tanto, el extranjero hizo un fugaz gesto con la mano tanto hacia el farmacéutico como hacia el círculo de clientes, como si también quisiera dirigirse hacia ellos, y prosiguió hablando con un tono mucho más complaciente:

El monje Laskaris y otros relatos extraños y esotéricos: Gustav Meyrink

Gustav Meyrink. Nacido en Viena el 19 de enero de 1868, emerge en el escenario literario como un enigma entre la realidad y la fantasía. Su vida, un tapiz tejido con hilos de misterio, se despliega ante nosotros como la trama de sus propias novelas, donde lo oculto y lo simbólico danzan en una danza etérea. Bautizado como Gustav Meier, su existencia estuvo marcada por las sombras de un amorío clandestino entre el barón Warnbühler y la actriz Maria Meier, un cuadro que prefiguró los personajes de nobles decadentes y actrices fracasadas que habitaban sus obras.

La senda literaria de Meyrink se trenza con su tumultuosa vida: de banquero a recluso por fraude, emergió de las cenizas financieras para abrazar su verdadera pasión, la escritura. Su matrimonio con Philomene Bernt, que engendró dos hijos, se convirtió en una travesía marcada por la tragedia cuando su hijo Harro se suicidó a la misma edad en que Meyrink intentó quitarse la vida.

El encuentro providencial con un folleto titulado "La vida postrera" en su momento más oscuro llevó a Meyrink a adentrarse en los misterios esotéricos. Miembro efímero de la orden del Amanecer Dorado, su pluma se convirtió en varita mágica que conjuraba mundos impregnados de simbolismo, alquimia y esoterismo.

En "El Golem" (1915), Meyrink teje un tapiz simbólico alrededor del legendario personaje del folclore judío, vislumbrando en él la potencia oculta que yace en lo más profundo del inconsciente. Sus obras subsiguientes, como "El rostro verde" (1916) y "La noche de Walpurga" (1917), siguen esta fórmula, rescatando material tradicional europeo para reinterpretarlo desde una perspectiva simbolista.

El hilo conductor de sus historias se entrelaza con temas recurrentes: el sueño como puerta a otra dimensión de lo real, el doble y la amada idealizada. Influenciado por la alquimia, la cábala, el budismo y la masonería, Meyrink despliega su maestría literaria en cuentos como "Murciélagos" (1916) y "La muerte morada", explorando la frontera entre lo tangible y lo etéreo.

Gustav Meyrink, el alquimista de la palabra, cerró el capítulo de su existencia el 4 de diciembre de 1932, dejando tras de sí un legado literario en el que lo mágico y lo mundano convergen en una danza eterna entre la luz y las sombras. Su pluma, como el espejo gótico que refleja lo inexplorado, sigue invitándonos a explorar los recovecos de la imaginación y los misterios que yacen más allá de la realidad aparente.