El monje
Resumen del libro: "El monje" de Matthew G. Lewis
Ambrosio es un monje al que todo el mundo en Madrid venera. El se siente muy a gusto con un compañero llamado Rosario, pero éste tiene un secreto que, una vez confiese, hará que la vida de Ambrosio tome un giro de 180º. Y no sin razón, porque a partir de ese momento Ambrosio conocerá aquello que su vida dedicada a la religión no le permitió conocer: el gozo sexual y la brujería. Paralelamente el joven conde Raimundo le cuenta a su amigo Lorenzo de Medina que es el enamorado de su hermana, Inés de Medina, entregada a la religión para convertirse en monja. Al mismo tiempo la joven Antonia, de belleza sin igual, es la mujer que adoran dos hombres, uno que no tiene derecho por el oficio que profesa, y Lorenzo de Medina. Todas estas historias principales (y otras secundarias pero no menos importantes y alucinantes) confluyen en una en la que los protagonistas se relacionan íntimamente. Vivirán aventuras, sacrificios, tormentos, experiencias paranormales y conocerán la gran mentira de la religión más rígida.
Capítulo primero
—Lord Angelo is precise;
Stands at a guard with envy;
Scarce confesses That his blood flows, or that his appetite
Is more to bread than stone.
SHAKESPEARE, Medida por medida
Apenas llevaba sonando la campana del convento cinco minutos, y ya se encontraba la iglesia de los capuchinos abarrotada de oyentes. No creáis que la multitud acudía movida por la devoción o el deseo de instruirse. A muy pocos les impulsaban tales motivos; en una ciudad como Madrid, donde reina la superstición con tan despótica pujanza, buscar la devoción sincera habría sido empresa vana. El público congregado en la iglesia capuchina acudía por causas diversas, todas ellas ajenas al motivo ostensible. Las mujeres venían a exhibirse, y los hombres a ver a las mujeres; a algunos les atraía la curiosidad de escuchar a un orador afamado; a otros el no tener otro medio de matar el tiempo hasta que empezase el teatro; a otros, el habérseles asegurado que era imposible encontrar sitio en la iglesia; y la mitad de Madrid acudía allí esperando encontrarse con la otra mitad. Las únicas personas verdaderamente deseosas de oír al predicador eran unas cuantas viejas beatas y media docena de oradores rivales, dispuestos a encontrar defectos y a ridiculizar el discurso. En cuanto al resto del auditorio, de haberse suprimido totalmente el sermón, nadie se habría sentido defraudado, y muy probablemente ni habrían notado la omisión.
Fuera como fuese, lo cierto es que la iglesia capuchina jamás se había visto con una asistencia tan numerosa. Estaban llenos todos los rincones y ocupados todos los asientos. Incluso las imágenes que adornaban las largas naves habían sido utilizadas. Los chicos se habían encaramado en las alas de los querubines; San Francisco y San Marcos cargaban un espectador sobre los hombros; y Santa Águeda se vio en la necesidad de llevar dos. El resultado fue que, a pesar de toda su diligencia y premura, nuestras dos recién llegadas miraron inútilmente, al entrar en la iglesia, buscando algún sitio vacío.
Con todo, la más vieja siguió avanzando. En vano se elevaban de todas partes exclamaciones contra ella; en vano se le decía: «Os aseguro, señora, que aquí no hay sitio». «¡Por favor, señora, no me empujéis de manera tan desconsiderada!». «¡Señora, no podéis pasar por aquí! ¡Válgame Dios! ¡Qué pesada es la gente!»; la vieja, testaruda, seguía adelante. A fuerza de persistencia y de brazos robustos, se abrió paso a través de la multitud y logró hacerse sitio en el mismo centro de la iglesia, a no mucha distancia del púlpito. Su acompañante la había seguido con timidez y en silencio, al amparo de los esfuerzos de su guía.
—¡Virgen Santa! —exclamó la vieja en tono de contrariedad, mientras lanzaba una mirada interrogativa a su alrededor—. ¡Virgen Santa! ¡Qué calor! ¡Qué gentío! Me pregunto a qué se deberá todo esto. Creo que debemos regresar: no hay ni una silla, y no parece que haya ninguna persona amable dispuesta a cedernos la suya.
Esta descarada indirecta atrajo la atención de dos caballeros que ocupaban sendos taburetes a la derecha y apoyaban la espalda contra la séptima columna a partir del púlpito. Los dos eran jóvenes e iban ricamente vestidos. Al oír esta apelación a su cortesía hecha por una voz femenina, interrumpieron su conversación para mirar a la que había hablado. Esta se había apartado el velo para otear mejor en torno suyo. Tenía el pelo rojizo y era bizca. Los caballeros se volvieron otra vez y reanudaron la charla.
—¡Por favor! —exclamó la compañera de la vieja—; ¡por favor, Leonela, regresemos a casa inmediatamente; hace demasiado calor, y me horroriza tanta gente!
Estas palabras fueron pronunciadas en un tono de inmensa dulzura. Los caballeros interrumpieron de nuevo su charla, pero esta vez no se contentaron con mirar: se enderezaron ostensiblemente en sus asientos y se volvieron hacia la que había hablado.
La voz provenía de una dama cuya figura delicada y elegante inspiró a los jóvenes la más viva curiosidad por ver qué rostro tenía. No pudieron satisfacerla. Un tupido velo ocultaba su semblante. Pero la pugna con la muchedumbre se lo había ladeado lo bastante como para dejar al descubierto un cuello que por su simetría y belleza podía rivalizar con el de la Venus de Médicis. Era de la más deslumbrante blancura, realzada por el encanto adicional de las ondas de largo y rubio cabello que descendía sinuoso hasta la cintura. De estatura más bien por debajo de la media, su figura era grácil y etérea como la de una ninfa. Tenía el pecho cuidadosamente velado. Su vestido era blanco, sujeto por un ceñidor azul, y permitía asomar un piececillo de las más delicadas proporciones. Un rosario de gruesas cuentas colgaba de su brazo, y ocultaba su rostro bajo un velo de tupido y negro cendal. Tal era la dama, a quien el más joven de los caballeros ofreció al punto su asiento, mientras el otro creyó necesario brindar la misma atención a la acompañante.
La vieja dama, con grandes muestras de gratitud, pero sin ningún embarazo, aceptó el ofrecimiento y se sentó; la joven siguió su ejemplo, aunque sin otro cumplido que una sencilla y graciosa reverencia. Don Lorenzo (que así se llamaba el caballero cuyo asiento había aceptado ella) se colocó a su lado; pero antes susurró unas palabras a su amigo al oído, quien inmediatamente captó la intención y se dispuso a distraer la atención de la vieja de su hermosa custodia.
—Sin duda hace poco que habéis llegado a Madrid —dijo Lorenzo a su bella vecina—; es imposible que tales prendas hayan pasado inadvertidas tanto tiempo; y de no ser ésta vuestra primera aparición en público, la envidia de las mujeres y la adoración de los hombres os habrían hecho ya suficientemente notable.
Guardó silencio esperando una respuesta. Como sus palabras no la requerían, la dama no despegó los labios. Tras unos momentos, reanudó su discurso:
—¿Me equivoco al suponer que no sois de Madrid?
La dama vaciló; finalmente, en una voz tan queda que apenas era audible, consiguió decir:
—No, señor.
—¿Pensáis quedaros bastante tiempo?
—Sí, señor.
—Me consideraría afortunado si pudiese contribuir a hacer agradable vuestra estancia. Soy muy conocido en Madrid, y mi familia posee cierta influencia en la corte. Si puedo seros de algún servicio, no podríais honrarme ni complacerme más que permitiéndome serviros.
«Sin duda —se dijo para sus adentros—, no podrá ya contestarme con un monosílabo; ahora tendrá que decir algo».
Lorenzo se equivocó, pues la dama contestó tan sólo con un asentimiento de cabeza.
Hasta ahora, había descubierto que su vecina no era muy comunicativa; pero no sabía si su mutismo se debía a orgullo, discreción, timidez o estupidez.
Tras una pausa de unos minutos, dijo:
—Sin duda se debe a que sois forastera, y no estáis familiarizada con nuestras costumbres, el que sigáis llevando ese velo. Permitidme que os lo retire.
Al mismo tiempo, avanzó la mano hacia el velo: la dama alzó la suya para impedírselo.
—Nunca me quito el velo en público, señor.
—¿Qué mal hay en ello, dime? —terció su acompañante con cierta aspereza—; ¿no ves que las otras damas se han quitado todas el velo, sin duda para honrar el santo lugar en el que estamos? ¡Yo me he quitado ya el mío; y si expongo mi rostro a la observación general, no tienes motivo tú para sentirte tan prodigiosamente alarmada! ¡Virgen María! ¡Cuánto embarazo y tribulación por una carita! ¡Vamos, vamos, criatura! Descúbrela; te aseguro que nadie te la robará.
—Querida tía, ésa no es la costumbre en Murcia.
—¡En Murcia, no! ¡Santa Bárbara bendita! ¿Pero eso qué significa? No haces más que recordarme esa detestable provincia. Lo único que nos importa es si es costumbre en Madrid, así que es mi deseo que te quites el velo inmediatamente. Obedéceme al punto, Antonia, pues sabes que no soporto que me contradigan.
La sobrina se quedó callada, pero no opuso resistencia a los esfuerzos de don Lorenzo, quien alentado por la sanción de la tía se apresuró a retirarle el velo. ¡Qué cabeza de serafín se ofreció a su admiración! Más que hermosa era arrobadora; su encanto residía no tanto en la perfección de sus rasgos como en la dulzura y sensibilidad de su gesto. Consideradas las diversas facciones por separado, distaban mucho de ser hermosas; pero contempladas en su conjunto, eran adorables. Su piel, aunque blanca, no estaba enteramente limpia de pecas, sus ojos no eran muy grandes, ni sus pestañas especialmente largas. Pero sus labios eran de la más sonrosada frescura, su cabello rubio y ondulante, sujeto con una simple cinta, descendía hasta más abajo de su talle con gran profusión de rizos; su cuello era lleno y hermoso en extremo; sus manos y brazos estaban formados con la más perfecta simetría; sus tiernos ojos tenían la dulzura de los cielos, y el cristal con que se movían centelleaba con todo el esplendor de los diamantes. Parecía tener escasamente quince años; una sonrisa traviesa, jugando en su boca, delataba una vivacidad que el exceso de timidez reprimía de momento. Miró a su alrededor con ojos vergonzosos, y al encontrarse accidentalmente con los de Lorenzo, los bajó en seguida ruborizada y empezó a desgranar sus cuentas, si bien su actitud mostraba evidentemente que no sabía lo que se hacía.
Lorenzo la contempló con una mezcla de sorpresa y admiración; pero la tía consideró oportuno excusar la mauvaise honte de Antonia.
—Es una niña —dijo— que ignora totalmente el mundo. Se ha criado en un viejo castillo de Murcia, sin otra compañía que la de su madre, la cual, ¡Dios la perdone!, no tiene otro juicio que el necesario para llevarse la sopa a la boca. Sin embargo, es mi propia hermana, de padre y madre.
—¿Tan poco juicio tiene? —dijo don Cristóbal con fingido asombro—; ¡qué extraordinario!
—Muy cierto, señor, ¿verdad que es extraño? Sin embargo, así es; ¡y mirad la suerte de algunas personas! A un joven noble, de condición muy principal, se le antojó que Elvira no carecía de cierta belleza: bueno, pretensiones, ha tenido bastantes; ¡pero belleza…! ¡Ojalá me hubiese tomado yo la mitad de sus trabajos en acicalarme…! Pero esto no tiene nada que ver. Como iba diciendo, señor, un joven noble se prendó y se casó con ella sin que lo supiese su padre. Mantuvieron su unión en secreto casi tres años, hasta que llegó a oídos del marqués, a quien, como ya podéis suponer, no agradó mucho la noticia. Partió a toda prisa para Córdoba, decidido a coger a Elvira y mandarla a algún lejano lugar, de forma que no se supiese de ella nunca más. ¡San Pablo bendito! ¡Cómo se enfureció al encontrarse con que había escapado con su esposo, y que habían embarcado los dos para las Indias! Nos maldijo a todos como si estuviera poseído por el demonio; arrojó a mi padre, el zapatero más honrado y trabajador de toda Córdoba, al calabozo; y al marcharse, tuvo la crueldad de quitarnos el niño de mi hermana, de apenas dos años entonces, al que se había visto ella obligada a dejar con la precipitación de la huida. La desventurada criaturita debió de recibir de él un trato despiadado, pues unos meses después recibimos la noticia de su muerte.
—¡Válgame Dios, qué viejo más terrible, señora!
—¡Oh, espantoso! ¡Y además totalmente carente de gusto! ¿Creeréis, señor, que cuando intenté apaciguarle me llamó bruja, y deseó que, para castigar al conde, se volviese mi hermana tan fea como yo? ¡Fea! ¿Os dais cuenta?
—¡Ridículo! —exclamó don Cristóbal—. Evidentemente, el conde se habría considerado afortunado de haber podido cambiar una hermana por la otra.
—¡Oh, Jesús! Señor, sois demasiado galante. Sin embargo, me alegro de que el conde pensara de otro modo. ¡Con lo mal que lo ha debido de pasar la pobre Elvira! ¡Después de pelear y sudar en las Indias durante trece largos años, muere su esposo y regresa a España sin una casa que le dé cobijo, ni dinero para procurárselo! Antonia era entonces muy pequeñita, y la única hijita que le quedaba. Se encontró con que su suegro se había vuelto a casar, que seguía irreconciliable con el conde, y que su segunda esposa le había dado un hijo, del cual se dice que es un joven muy gallardo. El viejo marqués se negó a ver a mi hermana y a su hijita, pero le envió su palabra de que, a condición de no oír hablar de ella nunca más, le asignaría una modesta pensión y podría vivir en un viejo castillo que poseía en Murcia, y allí ha permanecido hasta hace un mes.
—¿Y qué la trae ahora a Madrid? —inquirió don Lorenzo, a quien la admiración por la joven Antonia le inspiraba un vivo interés por la historia de la vieja charlatana.
—¡Ay, señor!; al morir su suegro recientemente, el administrador de sus propiedades murcianas se ha negado a seguir pasándole la pensión. Ahora ha venido a Madrid con el propósito de suplicarle a su hijo que se la renueve. ¡Pero creo que podía haberse ahorrado la molestia! Los jóvenes nobles tienen siempre demasiadas cosas que hacer con su dinero, y no están dispuestos muy a menudo a sacrificarlo a las viejas. Yo aconsejé a mi hermana que enviase a Antonia con su petición; pero no ha querido hacerme caso. ¡La muy terca! ¡Bueno! Ya sentirá no haber seguido mi consejo: la niña tiene una carita preciosa, y podía haber conseguido mucho más.
—¡Ah, señora! —interrumpió don Cristóbal simulando un aire apasionado—; si lo que conviene es una cara bonita, ¿por qué no ha recurrido a vos vuestra hermana?
—¡Oh! ¡Jesús! ¡Mi señor, os juro que me abrumáis con vuestra galantería! ¡Pero os aseguro que sé muy bien el peligro de tales misiones para ponerme a merced de un joven noble! No, no; hasta ahora he conservado mi reputación sin tacha ni reproche, y siempre he sabido mantener a distancia a los hombres.
—De eso, señora, no tengo la menor duda. Pero permitidme una pregunta: ¿es que tenéis aversión al matrimonio?
—Esa es una pregunta muy atinada. No puedo por menos de confesar que si se presentase un amable caballero…
Aquí intentó lanzar a don Cristóbal una mirada tierna y significativa; pero dado que bizqueaba de la manera más abominable, la mirada cayó sobre su compañero: Lorenzo creyó que el cumplido iba dirigido a él, y respondió con una profunda reverencia.
—¿Puedo preguntar —dijo— el nombre de ese marqués?
—Es el marqués de las Cisternas.
—Le conozco bastante. No está en este momento en Madrid, pero se le espera de un día para otro. Es uno de los hombres más buenos; y si la encantadora Antonia me da permiso para ser su abogado ante él, no dudo que podré presentarle un informe favorable de su causa.
Antonia alzó sus ojos azules, y agradeció el ofrecimiento con una sonrisa inefable de dulzura. La satisfacción de Leonela fue mucho más sonora y audible: en efecto, mientras su sobrina se mostraba callada en compañía, ella se consideraba en la obligación de hablar por las dos; cosa que hacía sin dificultad, ya que raramente se quedaba sin palabras.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Toda nuestra familia quedará en la mayor deuda con vos! Acepto vuestro ofrecimiento con toda mi gratitud, y os doy mil gracias por la generosidad de vuestra proposición. Antonia, ¿por qué no dices nada, criatura? ¡Mientras este caballero dice toda clase de cosas amables, tú sigues callada como una estatua, sin una palabra de agradecimiento, buena, mala o indiferente!
—Mi querida tía, comprendo muy bien que…
—¡Vaya, sobrina! ¿Cuántas veces te he dicho que no debes interrumpir a una persona cuando está hablando? ¿Son éstos los modales de Murcia? ¡Válgame Dios! Jamás podré hacer de esta niña una persona bien educada. Pero os lo ruego, señor —prosiguió, dirigiéndose a don Cristóbal—, decidme, ¿por qué se ha congregado hoy tanta gente en esta catedral?
—¿Es posible que ignoréis que Ambrosio, abad de este monasterio, pronuncia un sermón en esta iglesia todos los jueves? Todo Madrid pregona sus alabanzas. Hasta ahora sólo ha predicado tres veces; pero todos los que le han oído se sienten tan embargados por su elocuencia, que es tan difícil coger sitio en la iglesia como en la primera representación de una comedia. Desde luego, su fama debería haber llegado a oídos vuestros…
—¡Ay! Señor, hasta ayer, no tuve la suerte de ver Madrid; y en Córdoba estamos tan poco informados de lo que ocurre en el resto del mundo, que el nombre de Ambrosio jamás se ha mencionado allí.
—Pues en Madrid lo encontraréis en boca de todos. Parece tener fascinados a todos sus habitantes, y aunque yo mismo no he asistido a sus sermones, me asombra el entusiasmo que ha despertado. La adoración que le tributan los jóvenes y los viejos, los hombres y las mujeres, es sin igual. Los grandes le colman de regalos; sus esposas se niegan a tener otro confesor, y en toda la ciudad se le conoce con el nombre de «Hombre santo».
—Sin duda, señor, será de noble origen…
…
Matthew G. Lewis. Escritor, dramaturgo y político británico, nace en Londres en 1775. Estudió en Oxford y recorrió Francia, Alemania y Holanda persiguiendo la obra de Goethe. Influenciado por la misma, en 1794 escribió su primera obra, El Monje, una obra de corte gótico en la que denunciaba los excesos de la inquisición española. No fue publicada hasta 1796 y tuvo que dulcificar la segunda parte de la novela debido a su ingreso en el parlamento inglés.
A partir de esta obra escribió una serie de cuentos y obras teatrales. Tras la muerte de su padre en 1812, se hizo cargo de sus propiedades de Jamaica. En 1818 contrajo la fiebre amarilla al regresar a Europa y murió en uno de sus viajes a através del Océano Atlántico. Póstumamente se publicó Diario de un plantador de las Antillas, escrita durante su estancia en América. El Monje fue reivindicada por André Breton y Antonin Artaud como la mejor novela gótica de todos los tiempos y una de las mejores del Romanticismo.