Resumen del libro:
El escritor Mark Easterbrook se ve, poco a poco, envuelto involuntariamente en una compleja historia de muertes aparentemente naturales con algo en común: siempre había alguien que ganaba mucho con cada una de estas muertes y los nombres de los fallecidos constaban en la lista escrita por el reverendo Gorman la noche en que fue asesinado. Mark y su amiga, escritora de novelas policíacas, Ariadne Oliver, participan de una fiesta de beneficencia organizada por una pariente de Mark en una pequeña ciudad de interior. Después de la fiesta él tiene la oportunidad de conocer al Caballo Amarillo, de quien tanto había oído hablar. El Caballo Amarillo es una mansión que en el pasado había sido un hospedaje donde actualmente viven las brujas del poblado, tres mujeres extrañas que organizan sesiones de espiritismo y hechicería. En esta misma oportunidad, Mark conoce al Sr. Venables, hombre poderoso, inválido e identificado por el farmacéutico Osborne -importante testigo- como el hombre que seguía al reverendo Gorman la noche que fue asesinado. Mark se da cuenta de una serie de coincidencias que lo hacen pensar que la muerte de las personas en la lista es consecuencia del hechizo de las brujas del Caballo Amarillo y se dispone a ayudar a sus amigos de la policía a desentrañar el misterio.
Capítulo I
1
La máquina del tren expreso, a mis espaldas, silbaba como una serpiente enfurecida. El ruido tenía en sí sugerencias no diré diabólicas, no quiero llegar a tanto, pero sí siniestras. Tal vez ocurra lo mismo, pensé, con todos los ruidos de nuestra época. El intimidante e irritado zumbido de los aviones de propulsión a chorro, cruzando a vertiginosa velocidad el firmamento, el lento y amenazador murmullo del tren acercándose a la estación a lo largo de un túnel, el pesado camión de transporte que conmueve hasta los cimientos de nuestra casa… Hasta los menores ruidos domésticos de hoy, por muy beneficiosos que sean, parecen transportar una especie de aviso. Las máquinas, los frigoríficos, los exprimidores, las lavadoras… «Ten cuidado», dan la impresión de querer decirnos. «Soy un genio puesto a tu servicio, pero si pierdes el control de mí…»
Un mundo peligroso, eso es, un mundo peligroso.
Agité la espumeante taza que tenía frente a mí. Olía agradablemente.
—¿Deseaba usted algo más? ¿Unos plátanos? ¿Un bocadillo de jamón, quizá?
Se me antojó esto una rara mezcla. Relacioné mentalmente los plátanos con mi niñez… Ocasionalmente, flambés con azúcar y ron. El jamón lo asociaba con los huevos. Sin embargo… Donde fueres haz lo que vieres. Hallándome en Chelsea, lo más indicado era que comiera como la gente de allí. Asentí, por lo tanto, a ambas sugerencias.
Aunque vivía en Chelsea (es decir, disponía aquí desde hacía tres meses de un piso amueblado), yo era en todos los demás aspectos, un extraño. Estaba escribiendo entonces un libro relacionado con ciertos motivos de la arquitectura mogol. Con tal fin hubiera podido vivir lo mismo en Hampstead, Bloomsbury o Streatham, sin el menor inconveniente. Yo me olvidaba del mundo circundante excepto en lo referente a los medios materiales que precisaba para realizar mi cometido. A mis vecinos les era absolutamente indiferente. Vivía, en una palabra, dentro del mundo que yo me había creado.
Esta noche, no obstante, había sido víctima de algo que todos los escritores conocen perfectamente: una repentina desgana.
La arquitectura mogol, los emperadores mogoles, las normas que regían la existencia de ese pueblo y todos los fascinantes problemas que tales cosas planteaban no representaron nada para mí de pronto. ¿Importan a alguien en realidad? ¿Por qué escribir sobre ellas?
Pasé varias páginas, releyéndolas. Todo lo que llevaba escrito me pareció uniformemente malo… Juzgué mi estilo poco lúcido y el tema singularmente desprovisto de interés. «La Historia no es más que “música celestial”». ¿Quién había dicho eso ¿Henry Ford? Tenía que reconocer que era verdad.
Aparté con un gesto de asco mi manuscrito y después de levantarme consulté mi reloj. Eran casi las once de la noche. Intenté recordar si había cenado… Estimé que no, guiándome de mis sensaciones. La comida de mediodía sí la había hecho. En el «Ateneaum». Habían transcurrido muchas horas desde aquel momento.
Miré dentro, del frigorífico. Quedaba en éste un trozo de lengua reseca. Permanecí unos segundos examinándolo. No me apetecía lo más mínimo. Por causa de esto estuve vagando un poco por King’s Road, acabando por entrar en un bar que tenía en la puerta un rótulo rojo de gas neón: «Luigi». Contemplaba ahora mi bocadillo de jamón mientras pensaba en las siniestras sugerencias de los ruidos de nuestro tiempo y en sus efectos atmosféricos.
Me pareció que todos ellos poseían algo en común con mis más remotos recuerdos de carácter pantomímico. ¡David Jones saliendo de su cajón entre nubes de humo! Puertas trampas, ventanas que exudaban todos los infernales poderes del mal, desafiando al Hada Buena o a cualquier personaje de nombre semejante, quien, a su vez, enarbolaba una varita mágica y recitaba esperanzadas pláticas sobre el triunfo definitivo del bien con suave voz, profetizando así la inevitable «canción del momento», lo cual nada tenía que ver con el argumento de aquella especial pantomima.
Se me ocurrió de pronto pensar que el mal era, quizá, más impresionante que el bien. Y esto siempre y necesariamente. ¡Tenía forzosamente que convertirse en espectáculo! ¡Tenía que sobresaltar, adoptar una actitud de reto! Era la inestabilidad atacando a lo estable. Al final acabaría ganando todo lo que se hallara informado por esta última cualidad. Lo estable se impone por encima de la trivial Hada Buena… Por muy débiles que parecieran sus armas, prevalecería. La pantomima terminaría en la forma de siempre: una escalera por la que descenderían por orden de categoría los distintos personajes. El Hada Buena, practicando la cristiana virtud de la humildad, no figuraría en primer lugar, ni tampoco en el último, sino que se colocaría en medio de los demás, al lado de su adversario, que en tal instante habría dejado de ser el Demonio gruñón de momentos antes, con sus vaharadas de fuego y azufre, para dejarse ver como un hombre vestido con traje de malla roja.
La máquina del tren expreso silbó de nuevo en mi oído. Hice una seña para que me trajeran otra taza de café y miré a mi alrededor. Una de mis hermanas me ha acusado siempre de ser poco o nada observador. Dice que nunca advierto lo que sucede a mi lado. «Vives aislado en tu mundo personal», suele manifestar al reprocharme. Ahora, con una sensación de virtud consciente tomé nota de lo que ocurría en torno a mí. Apenas pasaba un día sin que los periódicos trajeran alguna noticia relacionada con los bares de Chelsea y sus clientes. Ahora se me presentaba la oportunidad de estudiar directamente la vida contemporánea.
La sala no se encontraba muy iluminada, por lo que no podía ver muy bien. Casi todos los clientes eran gente joven. Supuse, vagamente, que representaban a la generación de la postguerra. Las chicas me parecieron lo que me parecen en la actualidad: un tanto desaseadas. Daban también la impresión de llevar demasiada ropa encima. La muchacha que se hallaba más cerca de mí, tendría unos veinte años. Dentro del establecimiento hacía calor, pero ella vestía un jersey amarillo de lana, igual que sus negras medias, y una falda oscura. Un sudor abundante cubría su faz. Olía a lana empapada de aquél y a cabellos sin lavar. A mis amigos, de acuerdo con sus cánones de belleza, se les habría antojado muy atractiva. ¡No pensaba yo de la misma manera! Mi única reacción ante su presencia era un ansia irreprimible de arrojarla a una bañera llena de agua caliente para, a continuación entregarle una pastilla de jabón y obligarle a hacer uso de éste. Lo cual, me imagino, ponía bien de relieve lo mal encajado que estaba yo en mi tiempo. Recordé con placer a las mujeres indias, con sus negros cabellos cuidadosamente recogidos sobre la nuca, sus saris de puros y brillantes colores, cayendo a lo largo de su cuerpo en graciosos pliegues, su rítmico balanceo al andar…
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