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El misterio de las siete esferas

Libro El misterio de las siete esferas, de Agatha Christie

Resumen del libro:

“El Misterio de las Siete Esferas”, una obra maestra del género de misterio escrita por la renombrada autora Agatha Christie, nos sumerge en una trama intrigante y llena de suspense. Christie, conocida como la “Reina del Crimen”, demuestra una vez más su aguda habilidad para tejer historias complejas y envolventes.

En la mansión Chimneys, el escenario perfecto para un enigma, un inesperado asesinato ocurre tras una partida de naipes. Este evento desencadena una serie de eventos que llevan a un grupo de jóvenes a embarcarse en una travesía intrigante y llena de giros sorprendentes. La historia toma un giro inesperado cuando el grupo decide realizar una broma inocente al comprar ocho relojes despertadores. Sin embargo, tras el crimen, solo siete esferas aparecen ordenadas, revelando un enigma aún más profundo.

La narrativa se despliega como una sucesión de intrigas, donde cada esfera de reloj marca una hora distinta y representa a un miembro de una misteriosa organización secreta. Esta organización se autodenomina las “Siete Esferas”, y cada uno de sus integrantes está vinculado al número de la esfera que los representa. A medida que los protagonistas se sumergen en la investigación, se desentrañan secretos, conexiones ocultas y motivaciones intrigantes que mantienen al lector pegado a las páginas.

Christie, con su estilo inconfundible, combina el ingenio detectivesco con una prosa ágil y cautivadora. Sus personajes están hábilmente delineados, cada uno con su propia personalidad y misterios por descubrir. La autora logra mantener la tensión a lo largo de la trama, sorprendiendo al lector con revelaciones impactantes en cada capítulo.

“El Misterio de las Siete Esferas” no solo destaca por su trama intrigante, sino también por la habilidad de Agatha Christie para explorar las complejidades de la mente humana y los motivos detrás de los crímenes aparentemente inexplicables. Esta obra es un tesoro para los amantes del misterio y un testimonio del genio literario de una autora que sigue siendo inigualable en su capacidad para mantener a sus lectores en vilo hasta la última página.

Capítulo primero

EN EL QUE SE COMPRAN DESPERTADORES

Aquel agradable joven llamado Jimmy Thesiger bajó de dos en dos los peldaños de la gran escalera de Chimneys. Tan precipitado era su descenso que fue a chocar con Tredwell, el majestuoso mayordomo, cuando éste cruzaba el vestíbulo llevando café recién hecho. Sólo debido a su maravillosa presencia de ánimo y a su agilidad de acróbata, no ocurrió una catástrofe.

—Perdone —se excusó Jimmy—. Oiga, Tredwell, ¿soy el último en bajar?

—No, señor. Mr. Wade está aún en sus habitaciones.

—¡Magnífico! —respondió Jimmy entrando en el comedor.

No había nadie en él excepto su anfitriona, cuya mirada de reproche le causó la misma sensación de incomodidad que experimentaba al ver los ojos de un abadejo en el mostrador de la pescadería. ¿Por qué tenía aquella señora que mirarle de esa forma? Cuando se pasan unos días en una casa de campo, no es costumbre presentarse a desayunar puntualmente a las nueve y media. Es verdad que habían dado ya las once y cuarto, hora que acaso constituyera el límite máximo; pero, después de todo…

—Temo haber bajado algo tarde, lady Coote, ¿no le parece?

—¡Oh, no importa! —repuso la dama con voz melancólica.

En realidad, la gente que llegaba tarde al desayuno le causaba una seria preocupación. Durante los diez primeros años de su vida de casada, su marido, sir Oswald Coote (quien aún no era noble), armaba un terrible escándalo si su primera comida del día le era servida medio minuto después de las ocho de la mañana. Lady Coote aprendió a considerar la falta de puntualidad como uno de los más horrendos pecados. El hábito es difícil de cambiar. Era, además, una mujer diligente y no podía dejar de preguntarse adonde llegarían aquellos jóvenes en la vida a menos que se levantaran temprano. Como sir Oswald a menudo había dicho a periodistas y amigos: «Atribuyo enteramente mi éxito a mi costumbre de madrugar, a mi vida frugal y metódica».

Lady Coote era una mujer alta y bien parecida con un estilo un tanto trágico. Poseía unos ojos de mirada triste y una voz profunda. El artista que buscara un modelo para Raquel llorando a sus hijos hubiera estado encantado con ella. Tampoco hubiese hecho mal papel en los melodramas, interpretando a la sufrida esposa que escapa en medio de la ventisca de las garras del villano.

Parecía como si, en su vida, hubiera una gran pena secreta; sin embargo, a decir verdad, lady Coote no se había visto turbada jamás, excepto por la meteórica ascensión de sir Oswald a la prosperidad. En su juventud fue una alegre y extravagante criatura, muy enamorada de Oswald Coote, el ambicioso joven de la tienda de bicicletas contigua a la ferretería de su padre. Vivieron muy felices: al principio en dos habitaciones, en una casa pequeña después, en una mayor a continuación y, más tarde, en sucesivas casas de creciente magnitud, pero siempre a razonable distancia «del trabajo», hasta que sir Oswald alcanzó tal preeminencia que él y «el trabajo» no eran ya interdependientes, complaciéndose entonces en alquilar la mayor y más suntuosa residencia que pudo encontrar en toda Inglaterra. Chimneys, propiedad del marqués de Caterham, era un lugar histórico y, al alquilarlo por dos años, sir Oswald creyó haber alcanzado la cima de su ambición.

Lady Coote no compartía la misma satisfacción. Era una mujer sola. Durante la primera parte de su vida de casada su principal entretenimiento consistió en franquearse con «la muchacha», e incluso, cuando «la muchacha» se multiplicó por tres, la conversación con sus domésticas constituyó aún la principal distracción de lady Coote. Ahora, con múltiples doncellas, un mayordomo majestuoso como un arzobispo, varios criados de formidables proporciones, un enjambre de pinches de cocina y lavaplatos, un terrible cocinero con temperamento, una ama de llaves gorda como un globo inflado y bajo cuyos pies parecía crujir el suelo, lady Coote se encontraba como en una isla inhóspita, desierta.

Suspiró, resignada, y salió por la puerta cristalera con gran alivio para Jimmy Thesiger, que inmediatamente se sirvió más riñones y más beicon.

Lady Coote permaneció unos instantes en actitud trágica en la terraza, haciendo acopio de valor para hablarle a MacDonald, el jardinero jefe, que contemplaba el dominio sobre el cual reinaba con ojo autocrático. MacDonald era el príncipe entre los jardineros jefes. Conocía su función: gobernar. Y lo hacía: como un déspota.

Lady Coote se le acercó, presa de nerviosismo.

—Buenos días, MacDonald.

—Buenos días, milady.

Hablaba como correspondía a los jardineros jefes, con un tono lúgubre pero muy digno, como un emperador en un entierro.

—Me preguntaba si esta noche podríamos tener uvas de postre.

—Todavía no están a punto para ser cogidas —dijo MacDonald, bondadosa pero firme.

—¡Oh! —exclamó lady Coote.

Entonces, reunió todo su valor.

—Ayer estuve en el invernadero, probé una y me pareció muy buena.

MacDonald le dirigió una mirada de reproche que le hizo sonrojarse como si se hubiese tomado una imperdonable libertad. Evidentemente, la fallecida marquesa de Caterham no se había atrevido jamás a entrar en uno de sus propios invernaderos a coger uvas.

—Si milady lo hubiese ordenado, se le habría servido un racimo —dijo MacDonald con voz severa.

—¡Oh, gracias! —repuso lady Coote—. En otra ocasión, así lo haré.

—Pero no están todavía a punto para ser cogidas.

—No, supongo que no —murmuró lady Coote—. Lo dejaremos para mejor ocasión.

MacDonald mantuvo un silencio impresionante. Lady Coote volvió a hacer acopio de valor.

—Iba a hablarle del césped de más allá de los rosales. Pensé que podríamos usarlo como campo de bolos. A sir Oswald le gusta mucho ese juego.

«¿Y por qué no?», pensó lady Coote. Conocía bien la historia de Inglaterra. ¿No estaba sir Francis Drake jugando a los bolos cuando la Armada Española fue avistada? Era, indudablemente, un juego de caballeros al que MacDonald no podría oponer ninguna objeción razonable. Pero no contaba con la característica predominante de todo buen jardinero jefe, que consiste en oponerse a todas y cada una de las insinuaciones que se le hagan.

—Sin duda podría ser usado para ese fin —observó MacDonald, sin comprometerse.

Pronunció esas palabras en tono descorazonador, pero su verdadero objeto era hacer que lady Coote caminara hacia su propia destrucción.

—Si se recortara y limpiara… en fin… —dijo la señora esperanzadamente.

—Sí —repuso MacDonald despacio—. Podría hacerse; pero, para eso, Williams habría de dejar su trabajo en el arriate inferior.

—¡Oh! —exclamó lady Coote vacilante.

Las palabras «arriate inferior» carecían de significado para ella, pero era indudable que constituían una insuperable objeción desde el punto de vista de MacDonald.

—Y sería una lástima tener que hacerlo. —Prosiguió el jardinero jefe.

—Sí, desde luego —dijo lady Coote—. Claro que sí. —Se preguntó por qué asentía tan fervorosamente.

MacDonald le dirigió una mirada muy dura.

—Desde luego —observó—, si milady lo ordena…

Dejó la frase sin terminar, pero su tono amenazador era demasiado para ella y capituló enseguida.

—¡Oh, no! —repuso—. Comprendo lo que quiere decir, MacDonald. No, es preferible que Williams siga en el arriate inferior.

—Eso mismo pensaba yo, milady.

—Sí —dijo lady Coote—. Sí, ciertamente.

—Supuse que estaría de acuerdo conmigo, milady. —Siguió diciendo el jardinero jefe.

—Oh, ciertamente —repitió ella.

MacDonald se llevó la mano al ala del sombrero en señal de despedida y se alejó.

Lady Coote suspiró, apesadumbrada, y miró cómo se alejaba. Jimmy Thesiger, repleto de riñones y beicon, salió a la terraza y suspiró de una manera muy diferente.

“El Misterio de las Siete Esferas” de Agatha Christie

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