El marqués de Carabás

Resumen del libro: "El marqués de Carabás" de

Rafael Sabatini, reconocido maestro del género de aventuras históricas, nos sumerge en las turbulentas aguas de la Revolución Francesa con su cautivante obra “El Marqués de Carabás”. En este relato, Quentin de Morlaix, un ferviente partidario de los aristócratas despojados de sus derechos durante la revuelta, se ve obligado a enfrentar una serie de desafíos que lo llevan a cuestionar su posición en medio del caos revolucionario.

La trama se desenvuelve con maestría, tejiendo intriga, confusión y peligro en una narrativa que mantiene al lector en vilo. Sabatini, con su pluma magistral, transporta al lector a una espiral sangrienta donde Morlaix se ve inmerso en una lucha aparentemente imposible por detener los excesos de la Revolución. La tensión y el misterio se entrelazan hábilmente, manteniendo la atención del lector en cada página.

El autor, nacido en Italia pero de ascendencia británica, demuestra su profundo conocimiento histórico al situarnos con maestría en el contexto de la Revolución Francesa. Sabatini, reconocido por su capacidad para recrear épocas pasadas con autenticidad, nos ofrece una visión vívida y envolvente de un período tumultuoso de la historia.

“El Marqués de Carabás” se erige como una obra que va más allá de la simple narrativa de aventuras, explorando las complejidades ideológicas y personales de un protagonista atrapado en la vorágine de un cambio histórico radical. Sabatini, con su prosa ágil y evocadora, nos entrega una obra que no solo entretiene, sino que también invita a la reflexión sobre los desafíos morales y las decisiones cruciales en medio de la Revolución Francesa. En resumen, una obra imprescindible para los amantes de la historia, la intriga y la maestría narrativa.

Libro Impreso

Capítulo I

Maestro de armas

Todos estaréis de acuerdo en que se encuentra cierto humorismo en el hecho de que monsieur de Morlaix se considerase libre del pecado que hizo caer a los ángeles, que tomase el parva domus magna quies como lema, considerando la tranquilidad el mayor de los bienes, y que mirase como ilusorias y huecas las vanidades mundanales por las que sudan y vierten su sangre los hombres.

Pero esto fue antes de que la amistad con mademoiselle de Chesnières viniera a turbar su reposo. Fue también en una época en que, viviendo en un estado de relativa opulencia, se podía oficialmente permitir tales puntos de vista. Monsieur de Morlaix disfrutaba, en efecto, de unos ingresos aún mayores que los del famoso Angelo Tremamondo, cuyo discípulo favorito era y parte de cuya gloria compartía. Disfrutaba, también, de la benévola ayuda de madame la Fortuna, que le había ahorrado los años de fatigosa lucha por los que los hombres tienen que pasar generalmente para trepar a la altura. Ella le había elevado a la cumbre desde los mismos comienzos; sólo así se explicaba el que hubiese llegado, per saltum, a ser el más famoso y elegante maestro de armas de Londres.

Este Quentin de Morlaix, cuya inteligencia y dominio de nervios aumentaban las naturales aptitudes de su enjuto y vigoroso cuerpo para el ejercicio de las armas, se veía animado por Angelo —demasiado próspero y bien establecido para temer una competencia— a adoptar la esgrima como profesión y como decorosa manera de incrementar la pequeña renta de su madre. Pero había otros maestros de armas en Londres que no veían con la misma complacencia la llegada a sus filas de un nuevo rival, y uno de ellos, el bien conocido Rédas, llevó su resentimiento hasta el punto de publicar una carta en The Morning Chronicle, en la que ponía en el más cruel de los ridículos al joven recién llegado.

El asunto resultaba tanto más imperdonable cuanto que Rédas se encontraba en florecientes circunstancias, ya que su academia era la más concurrida de la ciudad, después de la de Henry Angelo. Y lo peor fue que sus críticas eran de peso y que, aplastado por ellas, Morlaix estuvo a punto de aceptar la separación de las filas de maestros de esgrima dictada por aquella abominable carta. Afortunadamente, el generoso Angelo estuvo a mano para inspirarle confianza y dictarle la línea de conducta a seguir.

—Le contestaréis, Quentin, sin malgastar el tiempo en palabras. Aceptaréis la descripción que hace de vos como de un chabacano aficionado, y le informaréis, que siendo esto así, le será más fácil venceros en el desafío con cien guineas de apuesta a que tenéis el honor de invitarle.

Quentin sonrió melancólicamente.

—Sería muy agradable contestarle eso si yo dispusiera de cien guineas y me atreviese a arriesgarlas.

—No me habéis entendido. Ésa es la suma con que yo os apoyaría contra hombres de más valía que Rédas.

—Es una halagadora confianza. Pero ¿y si pierdo vuestro dinero?

—No sucederá tal cosa. Conozca vuestra fuerza y la de Rédas y el resultado no ofrece duda.

La cara de desafío fue, pues, enviada y su aparición en The Morning Chronicle produjo gran sensación. Era imposible para Rédas rehusar someterse a aquella prueba. Se encontraba cogido en la trampa de su propia malicia. Pero se daba tan poca cuenta de ello, que su aceptación apareció redactada en términos de insultante ironía, y con afirmaciones tales como la flebotomía que ejecutaría sobre su osado retador si su profesión no le prohibiese un encuentro con floretes de punta desnuda.

—Replicaréis a ese jactancioso —volvió a decir Angelo—, que, puesto que desea que haya flebotomía, le complaceréis utilizando la pointe d’arrêt. Y añadiréis la condición de que el match consistirá en un solo asalto hasta el límite de seis tocadas.

Después de su jactanciosa respuesta, Rédas no podía rechazar ninguna condición sin quedar en ridículo, y el desafío quedó, por tanto, concertado.

El viejo Angelo, en representación dé Quentin, hizo los necesarios preparativos, y el encuentro tuvo lugar en la propia academia de Rédas, en presencia de sus alumnos, amigos y otras personas atraídas por la correspondencia publicada, sumando en total unas doscientas. Y como al avaricioso Rédas se le ocurrió cargar media guinea por cabeza, por derechos de admisión, su apuesta quedó completamente cubierta, cualquiera que fuese el resultado.

La elegante concurrencia se presentó con la manifiesta intención de volcar el ridículo sobre el presuntuoso joven que osaba medirse con tan temible maestro, y a hacer más amarga con sus risas la humillación que pronosticaban para él. Y, en efecto, risas y pullas saludaron su aparición, en contraposición con los aplausos que acogieron la entrada del formidable Rédas. Este insultante partidismo, añadido al recuerdo de las burlas contenidas en las cartas de su rival, llenaron de ira a Quentin de Morlaix. Pero esta ira era de un carácter frío y calculador, que le determinó aún más a la escrupulosa observancia del plan trazado por Angelo, el cual consistiría en no dar respiro a su enemigo en aquel único asalto, hasta conseguir tocarle por seis veces.

El viejo Angelo, todavía joven de figura a sus sesenta años, y un modelo de gracia y elegancia con su casaca de terciopelo albaricoque sobre el calzón de satén negro, actuaba como segundo de su discípulo, y condujo a Quentin al medio del espacio reservado al combate, donde ya esperaban Rédas y su ayudante. En la audiencia, compuesta principalmente por gente distinguida, figuraban también algunas damas y varios de los primeros emigrados franceses, pues lo que estamos relatando sucedía en el año 1791, antes del gran éxodo de Francia. Aquello, espectadores estaban colocados a los lados y en los extremos del largo salón, iluminado por cuatro ventanas practicadas en lo alto de la pared Norte. Era una mañana de principios de primavera, y la luz tan excelente como pudiera desearse.

Mientras los dos esgrimidores se colocaban frente a frente, desnudos hasta la cintura, de acuerdo con las condiciones que Quentin había fijado, las charlas de la concurrencia se acallaron repentinamente.

Las ventajas de conformación personal parecían estar de parte de Morlaix. Enjuto y alto, su desnudo torso, de deslumbradora blancura sobre el calzón de satén negro, parecía extraordinariamente musculoso. Sin embargo, Rédas, a pesar de casi duplicar la edad de su contrario, daba la sensación de fortaleza y vigor con sus miembros compactos y velludos, que formaban brusco contraste con los de Morlaix, como los de un mastín con los de un galgo. Rédas había sustituido su peluca por un pañuelo de seda negro que envolvía su calva cabeza. Morlaix lucía sus propios cabellos, de un color castaño oscuro, peinados en apretada coleta.

Los segundos cumplieron el requisito de examinar las «puntas de detención» con que habían sido protegidos los dos floretes, Estas puntas se componían de un diminuto tridente, cuyas aceradas púas tenían media pulgada de largo y podían causar una herida superficial.

Satisfechos de su examen, colocaron a sus hombres en posición. Se cruzaron las hojas y Angelo las mantuvo un instante unidas en el punto de contacto. Luego dio la orden y se echó a un lado.

Allez, messieurs!

Las hojas, repentinamente libertadas, resbalaron y retiñeron ligeramente una contra otra. El encuentro había comenzado.

Rédas, decidido a terminar rápidamente para dejar bien sentada la despreciable inferioridad del osado advenedizo, le atacó con un ímpetu y un vigor que parecían irresistibles. Pero el joven esgrimidor lo resistió a pesar de todo, y eso produjo la primera sorpresa a los espectadores. Pronto empezó a hacerse patente la razón de aquella resistencia. Morlaix, tan frío y sereno como decidido, no se aventuró a contraatacar, ni siquiera a dar una respuesta que pudiera dejarle al descubierto un momento, sino que se contentó con permanecer a la defensiva, concentrando su juego en la desviación de las estocadas y embestidas que llovían sobre él en rápida y furiosa sucesión. Además, cerrando la guardia, con el codo bien doblado, utilizando solamente el antebrazo y el forte de su hoja, podía hacer frente, con el mínimo gasto de energías, a un ataque que prodigaba imprudentemente las de su enemigo.

Los consejos de Angelo le habían decidido a adoptar aquella táctica, destinada a vengar tan rotundamente como fuera posible los insultos de que había sido objeto. Su propósito no era solamente derrotar a Rédas, sino hacer que la derrota fuese tan completa que le dejase aplastado bajo el mazazo del ridículo que tan imprudentemente había utilizado. Por lo tanto, sin exponerse lo más mínimo, Morlaix hacía uso de todas sus naturales ventajas, entre las que se contaban como principales su juventud y su mayor poder de resistencia. Él las conservaría cuidadosamente, mientras Rédas iría agotándose en la obstinación de su impetuoso ataque. Morlaix contaba también con que aquella táctica y la impotencia de su contrario para contrarrestarla actuarían rápidamente sobre el temperamento de Rédas, impulsándole a aumentar la furia de sus embestidas y apresurando así el agotamiento y la fatiga que habrían de ser el principio de su derrota.

El Marqués de Carabás: Rafael Sabatini

Rafael Sabatini. Fue un escritor inglés de origen italiano que se destacó por sus novelas de romance y de aventuras ambientadas en diferentes épocas históricas. Entre sus obras más famosas se encuentran El halcón del mar, Scaramouche y El capitán Blood, que han sido adaptadas al cine en varias ocasiones.

Sabatini nació el 29 de abril de 1875 en Jesi, Italia. Sus padres eran cantantes de ópera: su madre, Anne Trafford, era inglesa y su padre, Vincenzo Sabatini, era italiano. Debido a la profesión de sus padres, Sabatini vivió y estudió en varios países, como Inglaterra, Portugal y Suiza. Aprendió a hablar seis idiomas, pero eligió escribir en inglés, la lengua de su madre.

A los diecisiete años se estableció en el Reino Unido y comenzó a dedicarse a la escritura. Publicó su primera novela en 1902, pero no fue hasta 1921 que alcanzó el éxito con Scaramouche, una historia de aventuras y venganza durante la Revolución Francesa. Al año siguiente publicó El capitán Blood, una novela de piratas protagonizada por un médico irlandés que se convierte en corsario. Estas dos novelas le valieron la fama y el reconocimiento internacional.

Sabatini escribió más de treinta novelas, así como relatos cortos y biografías. Sus obras se caracterizan por una cuidadosa documentación histórica y un estilo elegante y fluido. Sus personajes suelen ser héroes románticos que se enfrentan a situaciones peligrosas y desafiantes.

En 1918 adquirió la nacionalidad británica y durante la Segunda Guerra Mundial trabajó como traductor para el Servicio de Inteligencia Británico. Se casó dos veces y tuvo un hijo que murió en un accidente automovilístico. Su salud se deterioró con los años y falleció el 13 de febrero de 1950 en Suiza. Su tumba lleva grabada la frase inicial de Scaramouche: «Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco».