El maestro y Margarita
Resumen del libro: "El maestro y Margarita" de Mijaíl Bulgákov
Novela de culto, la obra trasciende la mera sátira, si bien genial, de la sociedad soviética de entonces para erigirse en metáfora de la complejidad de la naturaleza humana, así como del eterno combate entre el bien y el mal. El maestro y Margarita es , ante todo, una novela dentro de otra. Por una parte, la historia de la llegada del diablo a Moscú y la repercusión que esto tiene en la vida de Margarita y su amante el Maestro, y, por la otra, la admirable novela escrita por el Maestro sobre Poncio Pilato y Jesucristo. Pero eso no es todo: El maestro y Margarita es un gran carnaval, lleno de humor, risa , parodia y amor. Esta obra fue publicada en forma de libro en 1967, es decir veintisiete años después de que Bulgákov muriera. En su momento fue novedosa e inusual. Hoy puede estar satisfecho Mijaíl Bulgákov : al leer El maestro y Margarita , el lector actual no dudará de que se encuentra en presencia de un extraordinario escritor.
1. No hable nunca con desconocidos
A la hora de más calor de una puesta de sol primaveral en «Los Estanques del Patriarca» aparecieron dos ciudadanos. El primero, de unos cuarenta años, vestido con un traje gris de verano, era pequeño, moreno, bien alimentado y calvo. Tenía en la mano un sombrero aceptable en forma de bollo, y decoraban su cara, cuidadosamente afeitada, un par de gafas extraordinariamente grandes, de montura de concha negra. El otro, un joven ancho de hombros, algo pelirrojo y desgreñado, con una gorra de cuadros echada hacia atrás, vestía camisa de cowboy, un pantalón blanco arrugado como un higo y alpargatas negras.
El primero era nada menos que Mijaíl Alexándrovich Berlioz, redactor de una voluminosa revista literaria y presidente de la dirección de una de las más importantes asociaciones moscovitas de literatos, que llevaba el nombre compuesto de MASSOLIT; y el joven que le acompañaba era el poeta Iván Nikoláyevich Ponirev, que escribía con el seudónimo de Desamparado.
Al llegar a la sombra de unos tilos apenas verdes, los escritores se lanzaron hacia una caseta llamativamente pintada donde se leía: «Cervezas y refrescos».
Ah, sí, es preciso señalar la primera particularidad de esta siniestra tarde de mayo. No había un alma junto a la caseta, ni en todo el bulevar, paralelo a la Málaya Brónnaya. A esa hora, cuando parecía que no había fuerzas ni para respirar, cuando el sol, después de haber caldeado Moscú, se derrumbaba en un vaho seco detrás de la Sadóvaya, nadie pasaba bajo los tilos, nadie se sentaba en un banco: el bulevar estaba desierto.
—Agua mineral, por favor —pidió Berlioz.
—No tengo —dijo la mujer de la caseta como ofendida.
—¿Tiene cerveza? —inquirió Desamparado con voz ronca.
—La traen para la noche —contestó la mujer.
—¿Qué tiene? —preguntó Berlioz.
—Refresco de albaricoque. Pero no está frío —dijo ella.
—Bueno, sírvalo como esté.
El sucedáneo de albaricoque formó abundante espuma amarilla y el aire empezó a oler a peluquería.
Después de refrescarse, a los literatos les dio hipo. Pagaron y se sentaron en un banco mirando hacia el estanque, de espaldas a la Brónnaya.
En este momento ocurrió la segunda particularidad, que concernía exclusivamente a Berlioz. De pronto se le cortó el hipo; le dio un vuelco el corazón, que por un instante pareció hundírsele; sintió que volvía luego, pero como si le hubieran clavado en él una aguja, y a Berlioz le entró un pánico tal que hubiese echado a correr para desaparecer rápidamente de «Los Estanques».
Miró alrededor con desazón sin comprender qué era lo que le había asustado. Palideció y se enjugó la frente con el pañuelo. «Pero ¿qué es esto? —pensó—. Nunca me había pasado nada igual. Será el corazón que me falla… Estoy agotado…, ya es hora de mandar todo a paseo… y a Kislovodsk…»
Y entonces el aire abrasador se espesó ante sus ojos, y como del aire mismo surgió un ciudadano transparente y rarísimo. Se cubría la pequeña cabeza con una gorrita de jockey y llevaba una ridícula chaqueta a cuadros. También de aire… El ciudadano era largo, increíblemente delgado, estrecho de hombros y con una pinta, si me permiten, bastante burlesca.
La vida de Berlioz había transcurrido de tal manera que no estaba acostumbrado a ningún suceso extraordinario. Palideciendo aún más y con los ojos ya desorbitados, pensó horrorizado: «¡Esto es imposible!». Pero desgraciadamente no lo era: aquel extraño sujeto, a través del cual se podía ver, se mantenía flotante, balanceándose en el aire.
Le invadió una tremenda sensación de terror y cerró los ojos. Y cuando los abrió de nuevo, vio que todo había terminado. La neblina se había disipado, el tipo de los cuadros había desaparecido y, con él, la aguja que le oprimía del corazón.
—¡Buf! ¡Cuernos! —exclamó el redactor—. Sabes, Iván, por poco me desmayo de tanto calor. Hasta he tenido algo parecido a una alucinación… —Trató de sonreír, pero todavía le bailaba el miedo en los ojos y le temblaban las manos. Logró tranquilizarse. Se abanicó con un pañuelo y diciendo con una voz bastante animada: «Bueno, como decía…», siguió su discurso, interrumpido para tomar el refresco.
Este discurso, como se supo más tarde, era sobre Jesucristo. El jefe de redacción había encargado al poeta un largo poema antirreligioso para el próximo número de la revista. Iván Nikoláyevich había escrito el poema y en un plazo muy corto, pero sin fortuna, porque no se ajustaba lo más mínimo a los deseos de su jefe. Desamparado describió al personaje central de su poema —es decir, a Cristo— con tonos muy negros. Berlioz consideraba que tenía que hacer un poema nuevo. Y precisamente en ese momento, él, Berlioz, se lanzó a toda una disertación sobre Cristo con el fin de que el poeta se percatara de su principal defecto.
Sería difícil decir qué había fallado en el artista: si la fuerza plástica de su talento o el total desconocimiento del tema. Pero el resultado fue un Cristo vivo, testimonio de su propia existencia, aunque con todos sus rasgos negativos.
Berlioz quería demostrar al poeta que se trataba, no de la maldad o bondad de Cristo, sino de que Cristo como tal, no existió nunca y que todo lo que se decía de él era puro cuento, un mito vulgar.
Hay que reconocer que nuestro jefe de redacción era un hombre muy leído y en su discurso citaba, con mucha habilidad, a los historiadores antiguos, al famoso Filón de Alejandría y a Josefo Flavio —hombre docto y brillante— que no hacían mención alguna de la existencia de Jesús. Exhibiendo una magnífica erudición, Mijaíl Alexándrovich comunicó, entre otras cosas, al poeta, que ese punto del capítulo 44 del libro 15 de los famosos Anales de Tácito, donde se habla de la ejecución de Cristo, no es más que una añadidura posterior y falsa.
Todo lo que decía el jefe de redacción era novedad para el poeta, que le escuchaba atentamente, sin apartar de él sus vivos ojos verdes, con frecuentes accesos de hipo y maldiciendo por lo bajo el sucedáneo de albaricoque.
—No existe ninguna religión oriental —decía Berlioz— en la que no haya, como regla general, una virgen inmaculada que dé un Dios al mundo. Y los cristianos, sin inventar nada nuevo, crearon a Cristo, que en realidad nunca existió. Esto es lo que hay que dejar bien claro…
La voz potente de Berlioz volaba por el bulevar desierto y a medida que se metía en profundidades —lo que sólo un hombre muy instruido se puede permitir sin riesgo de romperse la crisma— el poeta se enteraba de más y más cosas interesantes y útiles sobre el Osiris egipcio, bondadoso dios e hijo del Cielo y de la Tierra, sobre el dios fenicio Fammus, sobre Mardoqueo, incluso sobre Vizli Puzli, el terrible dios, mucho menos conocido, que fue muy venerado por los aztecas de México. Precisamente cuando Mijaíl Alexándrovich le explicaba al poeta cómo los aztecas hacían con masa de pan la imagen de Vizli Puzli, apareció en el bulevar el primer hombre.
Tiempo después, cuando en realidad ya era tarde, muchas organizaciones presentaron sus informes con la descripción de ese hombre.
La comparación de dichos informes no puede dejar de causar asombro. En el primero se lee que el hombre era pequeño, que tenía dientes de oro y cojeaba del pie derecho. En el segundo, que era enorme, que tenía coronas de platino y cojeaba del pie izquierdo. El tercero, muy lacónico, dice que no tenía rasgos peculiares. Ni que decir tiene que ninguno de estos informes sirve para nada.
Primero: el hombre descrito no cojeaba de ningún pie, no era ni pequeño ni enorme; simplemente alto. En lo que se refiere a su dentadura, tenía a la izquierda coronas de platino y a la derecha, de oro. Vestía un elegante traje gris, unos zapatos extranjeros del mismo color, y una boina, también gris, le caía sobre la oreja con estudiado desaliño. Llevaba bajo el brazo un bastón negro con la empuñadura en forma de cabeza de caniche. Aparentaba cuarenta años y pico. La boca, algo torcida. Bien afeitado. Moreno. El ojo derecho, negro; el izquierdo, verde. Las cejas, oscuras, y una más alta que la otra. En una palabra: extranjero.
Al pasar junto al banco donde se sentaban el redactor y el poeta, el extranjero los miró de reojo y, deteniéndose repentinamente, se sentó en un banco a dos pasos de nuestros amigos.
«Alemán», pensó Berlioz. «Inglés», pensó Desamparado. «¿Y no le darán calor esos guantes?».
Entre tanto, el extranjero se había parado a contemplar los grandes edificios que, en forma de rectángulo, rodeaban el estanque. Evidentemente era la primera vez que estaba allí y el lugar le sorprendía. Detuvo la mirada en los pisos altos, en los cristales que deslumbraban con el reflejo quebradizo de un sol que se iba para siempre de Mijaíl Alexándrovich; y después en los primeros pisos, allí donde las ventanas empezaban a oscurecerse presintiendo la noche. Sonrió con indulgencia y entornó los ojos. Apoyó las manos en la empuñadura del bastón y la barbilla en las manos.
—Tu representación, Iván —decía Berlioz—, del nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, es justa y satírica, pero la clave está en que antes de Cristo habían nacido toda una serie de hijos de Dios; como el Adonis fenicio, el Attis de Frigia o el Mitra persa. En conclusión, ni nacieron ni existieron ninguno de ellos. Y Cristo, por supuesto, tampoco.
—Es necesario que tú, en vez de describir el Nacimiento o la llegada de los Magos, relates los rumores absurdos de este acontecimiento. Porque, según lo mentas tú, da toda la impresión de que Cristo pudo nacer así.
Y al llegar aquí, Desamparado hizo un intento de terminar con el hipo que le seguía atormentando y contuvo la respiración. El resultado fue un ataque más agudo y doloroso. También entonces Berlioz tuvo que interrumpir su discurso, porque el extranjero se había levantado y se dirigía hacia ellos. Los escritores le contemplaban extrañados.
—Espero que ustedes me perdonen —dijo el caballero con acento extranjero, pero sin llegar a desfigurar las palabras— por atreverme… sin haber sido previamente presentados… pero el tema de su docta conversación es tan sumamente interesante que…
Diciendo esto se quitó la boina con elegancia y a nuestros amigos no les quedó otro remedio que levantarse y hacer una leve inclinación. «No, más bien francés», pensó Berlioz.
«Polaco», pensó Desamparado.
Es preciso señalar que el extranjero causó una pésima impresión al poeta y que, sin embargo, a Berlioz le agradó; es decir, no es que le gustara sino, ¿cómo diríamos?, que más bien parecía interesarle.
—¿Me permiten que me siente? —preguntó el caballero cortésmente, y los escritores tuvieron que hacerle sitio. El extranjero se sentó entre ellos con prontitud y en seguida tomó parte en la conversación—. Si no me equivoco, usted acaba de decir que Cristo no ha existido —dijo volviendo hacia Berlioz su ojo izquierdo, el verde.
—No, no se equivoca —respondió Berlioz—, eso es exactamente lo que había dicho.
—¡Oh, qué interesante! —exclamó el extranjero.
«¿Qué diablos querrá éste?», pensó Desamparado frunciendo el entrecejo.
—Y usted, ¿estaba de acuerdo con su interlocutor? —se interesó el desconocido, volviéndose hacia Desamparado.
—¡Cien por cien! —asintió el poeta, al que le gustaban las expresiones afectadas y metafóricas.
—¡Sorprendente! —exclamó el entrometido interlocutor y, mirando furtivamente en derredor, redujo la voz, ya baja, a un murmullo y dijo—: Perdonarán mi insistencia, pero me parece entender que, además, no creen en Dios —y añadió con expresión alarmada—: ¡Les juro que no se lo diré a nadie!
—No, no creemos en Dios —contestó Berlioz con una ligera sonrisa, al ver la sorpresa del turista—. Pero es algo de lo que se puede hablar con entera libertad.
El extranjero se recostó en el banco y preguntó, con la voz entrecortada de curiosidad:
—¿Quiere usted decir que son ateos?
—Pues sí, somos ateos —respondió Berlioz sonriente. Desamparado pensó con irritación: «Este bicho extranjero se nos ha pegado como una lapa. ¡Pero qué tipo tan plomo!».
—¡Qué encanto! —gritó el extraño turista, girando la cabeza a un lado y a otro para mirar a los dos literatos.
—En nuestro país nadie se sorprende porque uno sea ateo —dijo Berlioz con delicadeza y diplomacia—. La mayoría de nuestra población ha dejado, conscientemente, de creer en todas las historias sobre Dios.
El extranjero, entonces, se levantó y estrechó la mano al sorprendido jefe de redacción mientras decía:
—Permítanme hacerles otra pregunta —dijo el invitado.
—Pero ¿por qué? —inquirió Desamparado con estupor.
—Porque, como viajero, considero esta información de extraordinaria importancia —explicó el extranjero, levantando un dedo con aire significativo.
Desde luego, esta confidencia tan importante tuvo que impresionar mucho al forastero, que miraba asustado a las casas de alrededor, como si temiera la aparición de un ateo en cada ventana.
«No, no es inglés», pensó Berlioz. Y Desamparado pensó: «¡Cómo habla el ruso! ¡Qué bárbaro! ¡Me gustaría saber dónde lo habrá aprendido!», y de nuevo enarcó las cejas.
—Permítanme hacerles otra pregunta —dijo el invitado extranjero, después de meditar con cierta inquietud—. ¿Y las pruebas de la existencia de Dios, que son cinco, como ustedes sabrán?
—¡Ah! —contestó Berlioz—, todas esas pruebas no significan nada hoy en día, la humanidad las archivó ya hace tiempo. No me negará que la razón no puede admitir ninguna prueba de la existencia de Dios.
—¡Bravo! —exclamó el extranjero—. ¡Bravo! Está usted repitiendo exactamente lo que nuestro viejo inquiridor Manuel opinaba de este asunto. Pero no olvide algo muy curioso: destruyó por completo las Cinco Pruebas y después, como burlándose de sí mismo, elaboró una sexta propia.
—La prueba de Kant —dijo el redactor sonriendo con benevolencia— tampoco es convincente; y no a humo de pajas dijo Schiller que los argumentos de Kant a este respecto sólo podrían satisfacer a los esclavos. Y Strauss se reía de su sexta prueba.
Mientras el extranjero seguía hablando, Berlioz se preguntaba: «Pero ¿quién puede ser? Y, ¿cómo es posible que hable el ruso tan bien?».
—A ese Kant habría que encerrarle tres años en Solovkí;—soltó de repente Iván Nikoláyevich.
—¡Iván, por favor! —le susurró Berlioz azorado.
Pero la idea de enviar a Kant a Solovkí no sólo no extrañó al forastero, sino que pareció entusiasmarle.
—¡Estupendo! —gritó. Y le brillaba el ojo izquierdo (el verde) mirando a Berlioz—. ¡Allí es donde debiera estar! Ya le decía yo mientras desayunábamos: «Usted dirá lo que quiera, profesor, pero se le ha ocurrido algo absurdo. Puede que sea muy elevado, pero resulta incomprensible. ¡Ya verá cómo se reirán de usted!».
A Berlioz parecían crecerle los ojos de asombro. «¿Desayunando… con Kant? Pero ¿qué dice este hombre?».
—Pero —continuó el extranjero, sin hacer caso del asombro de Berlioz y dirigiéndose al poeta— es imposible mandarle a Solovkí porque lleva más de cien años en un lugar mucho más lejano que Solovkí, y le aseguro que no hay modo de sacarle de allí.
—Pues yo lo siento —dijo el poeta agresivo.
—Y yo también —afirmó el desconocido. Y le brillaba el ojo—, pero a mí me preocupa lo siguiente: si Dios no existe, ¿quién mantiene entonces el orden en la tierra y dirige la vida humana?
—El hombre mismo —dijo Desamparado con irritación, apresurándose a contestar una pregunta tan poco clara.
—Perdone usted —dijo el desconocido suavemente—, para dirigir algo es preciso contar con un futuro más o menos previsible; y dígame: ¿cómo podría estar este gobierno en manos del hombre que no sólo es incapaz de elaborar un plan para un plazo tan irrisorio como mil años, sino que ni siquiera está seguro de su propio día de mañana? —Y volviéndose a Berlioz—: Figúrese, por ejemplo, que es usted el que va a disponer de sí mismo y de los demás, y que poco a poco le toma gusto; pero de pronto… resulta que usted… hum… tiene un sarcoma pulmonar —al decir esto el extranjero sonreía, como si la idea del sarcoma le complaciera extraordinariamente—, pues sí, un sarcoma —repitió la palabra sonora, entornando los ojos como un gato—. ¡Y se acabó su capacidad de gobierno! Todo lo que no sea su propia vida dejará de interesarle. La familia empieza a engañarle; y usted, dándose cuenta de que hay algo raro, se lanza a consultar con grandes médicos, luego con charlatanes y, a veces, incluso con videntes. Las tres medidas son absurdas, y usted lo sabe. El fin de todo esto es trágico: el que hace muy poco se sabía con el poder en las manos, se encuentra de pronto inmóvil en una caja de madera; y los que le rodean, conscientes de su inutilidad le queman en un horno. Y hay veces que lo que sucede es aún peor: un hombre se dispone a ir a Kislovodsk —el extranjero miró de reojo a Berlioz—; puede parecer una tontería, pero ni siquiera eso está en sus manos, porque repentinamente y sin saber por qué, resbala y le atropella un tranvía. No me dirá que ha sido él mismo quien lo ha dispuesto así. ¿No sería más lógico pensar que fue otro el que lo había previsto? —y se echó a reír con extraña expresión.
Berlioz había escuchado con gran atención el desagradable relato sobre el sarcoma y el tranvía; y unos pensamientos bastante poco tranquilizadores comenzaban a rondarle por la cabeza. «No es un extranjero… ¡Qué va a ser! —pensaba—, es un sujeto rarísimo… Pero ¿quién puede ser?».
—Me parece que tiene ganas de fumar —interrumpió de pronto el desconocido dirigiéndose al poeta—. ¿Qué prefiere?
—Pero ¿es que tiene de todo? —preguntó malhumorado el poeta, que se había quedado sin tabaco.
—¿Qué prefiere? —repitió el desconocido.
—Bueno, «Nuestra marca» —contestó rabioso Desamparado. El forastero sacó una pitillera del bolsillo y se la ofreció a Desamparado.
—«Nuestra marca»…
Lo que más sorprendió al jefe de redacción y al poeta, no fue que en la pitillera hubiese precisamente cigarrillos «Nuestra marca», sino la misma pitillera. Era enorme. De oro de ley. Al abrirla, brilló en la tapa, con luz azul y blanca, un triángulo de diamantes.
Al ver aquello los literatos pensaron cosas distintas; Berlioz: «No, es extranjero»; y Desamparado: «¡Diablos! ¡Qué tío!».
El poeta y el dueño de la pitillera encendieron un cigarrillo y Berlioz, que no fumaba, lo rechazó.
«Puedo hacerle varias objeciones —decidió Berlioz—. El hombre es mortal, eso nadie lo discute. Pero es que…».
No tuvo tiempo de articular palabra, porque el extranjero empezó a hablar.
—De acuerdo, el hombre es mortal, pero eso es sólo la mitad del problema. Lo grave es que es mortal de repente, ¡ésta es la gran jugada! Y no puede decir con seguridad qué hará esta tarde.
«¡Qué modo tan absurdo de enfocar la cuestión!», meditó Berlioz y le rebatió:
—Me parece que saca usted las cosas de quicio. Puedo contarle lo que haré esta tarde sin miedo a equivocarme. Bueno, claro, si al pasar por la Brónnaya, me cae un ladrillo en la cabeza…
—Pero un ladrillo, así, de repente —interrumpió el extranjero con autoridad— no le cae encima a nadie. Puedo asegurarle que precisamente usted no debe temer ese peligro. La suya será otra muerte.
—Quizá usted sepa cuál y no le importe decírmelo ¿verdad? —intervino Berlioz con una ironía muy natural, dejándose arrastrar por la conversación verdaderamente absurda.
—Desde luego, con mucho gusto —respondió el desconocido. Y miró a Berlioz de pies a cabeza, como si le fuera a cortar un traje. Después, empezó a decir entre dientes cosas muy extrañas: «Uno, dos… Mercurio en la segunda casa… la luna se fue… seis, una desgracia… la tarde, siete…», y en voz alta, complaciéndose en la conversación, anunció—: Le cortarán la cabeza.
Desamparado miró furioso, lleno de rabia, al impertinente forastero. Y Berlioz, esbozando una sonrisa oblicua preguntó:
—¿Y quién será? ¿Enemigos? ¿Invasores?
—No —contestó su interlocutor—, una mujer rusa, miembro del Komsomol.
—¡Mmm! —gruñó Berlioz, irritado por la broma del desconocido—, perdone usted, pero me parece poco probable.
—También yo lo siento, pero es así —contestó el extranjero—. Además me gustaría saber qué va a hacer esta tarde, si no es un secreto, naturalmente.
—No es ningún secreto. Primero pienso ir a casa y después, a las diez de la noche, hay una reunión en el MASSOLIT que voy a presidir.
—Eso es imposible —afirmó muy seguro el extranjero.
—¿Por qué?
—Porque… —y el extranjero miró al cielo con los ojos entornados. Unos pájaros negruzcos lo rasgaban en silencio, presintiendo el fresco de la noche— porque Anushka ha comprado aceite de girasol y además lo ha derramado. Esa reunión no tendrá lugar.
Entonces, como es lógico, se hizo un silencio bajo los tilos.
—Por favor —dijo Berlioz después de una pausa con la vista fija en el extranjero que desvariaba—. ¿Qué tiene que ver el aceite de girasol?… ¿Quién es Anushka?
—Sí, ¡qué pinta aquí el aceite de girasol! —intervino de pronto Desamparado, que por lo visto había decidido declarar la guerra al inesperado interlocutor—. ¿No tuvo usted nunca la oportunidad de visitar un sanatorio para enfermos mentales?
—¡Iván! —exclamó en voz baja Mijaíl Alexándrovich.
Pero el extranjero no se molestó lo más mínimo y se echó a reír muy divertido. ¿Cómo no? Y muchas veces —dijo entre risas, pero sin dejar de mirar muy serio al poeta.
—¡He visto tantas cosas! Lo que siento es no haberme molestado en preguntar al profesor qué es la esquizofrenia. Por favor, pregúnteselo usted mismo, Iván Nikoláyevich.
—¿Cómo sabe usted mi nombre?
—¡Pero, Iván Nikoláyevich!; ¿quién no le conoce a usted? —El extranjero sacó del bolsillo el último número de la Gaceta literaria e Iván Nikoláyevich se vio retratado en la primera página sobre sus propios versos. Pero este testimonio de gloria y popularidad, que tanta alegría le deparara el día anterior, parecía que ahora no le hacía ninguna gracia.
—Perdone, ¿eh? —dijo cambiando de expresión—. ¿Me permite un momento? Tengo que decirle una cosa al camarada.
—¡Por favor, con toda libertad! —exclamó el desconocido—. Me encuentro estupendamente bajo estos tilos; además, no tengo ninguna prisa.
—Oye, Misha —susurró el poeta, llevando a Berlioz aparte—, este tío ni es turista ni nada, es un espía. Es un emigrado que ha pasado la frontera. Pídele sus documentos, que se nos va…
—¿Tú crees? —dijo Berlioz preocupado y pensando para sus adentros: «Puede que tenga razón».
—Hazme caso —repitió el poeta—, se hace el tonto para indagar algo. Ya ves cómo habla el ruso —y el poeta hablaba mirando de reojo al desconocido por si escapaba—. Vamos a detenerle o se nos irá.
Y tiró del brazo de Berlioz conduciéndole hacia el banco.
El desconocido se había levantado y permanecía de pie. Tenía en la mano un librito encuadernado en gris oscuro, un sobre grueso de papel bueno y una tarjeta de visita.
—Lo siento, pero en el calor de la discusión, he olvidado presentarme. Aquí tienen, mi tarjeta de visita, mi pasaporte, y la invitación a Moscú para hacer unas investigaciones —dijo con seriedad el extranjero, mientras observaba a los dos literatos con aire perspicaz.
Se azoraron. «¡Diablos!, nos ha oído», pensó Berlioz indicándole con un ademán que los documentos no eran necesarios. Mientras el extranjero le encajaba los documentos al jefe de redacción, el poeta pudo leer en la tarjeta la palabra «Profesor», impresa con letras extranjeras, y la letra inicial del apellido: una «W».
—Mucho gusto —murmuraba Berlioz muy cortado. El forastero guardó los documentos en el bolsillo.
Así se restablecieron las relaciones y los tres tomaron asiento.
—¿Ha venido en calidad de consejero, profesor? —preguntó Berlioz.
—Así es.
—¿Es usted alemán? —inquirió Desamparado.
—¿Yo…? —preguntó el profesor, quedándose pensativo—. Pues sí, seguramente soy alemán —dijo.
—Habla usted un ruso de primera —dijo Desamparado.
—¡Ah!, soy políglota y conozco muchos idiomas —respondió el profesor.
—Y, ¿cuál es su especialidad? —se interesó Berlioz.
—Soy especialista en magia negra.
«¡Lo que faltaba!», estalló en la cabeza de Mijaíl Alexándrovich.
—Y… ¿le han invitado a nuestro país por esa profesión? —preguntó recobrando la respiración.
—Sí, precisamente por eso —afirmó el profesor y explicó—: Han descubierto unos manuscritos originales en la Biblioteca Estatal de Herbert de Aurilaquia, nigromante del siglo X. Y quieren que yo los descifre. Soy el único especialista del mundo.
—¡Ah! Entonces, ¿es usted historiador? —preguntó Berlioz aliviado, con respeto.
—Soy historiador —afirmó el sabio y añadió algo que no venía a cuento—: Esta tarde ocurrirá una historia muy interesante en «Los Estanques del Patriarca».
El asombro del jefe de redacción y del poeta llegó al colmo. El profesor hizo una seña con la mano para que se acercaran y susurró:
—Tengan en cuenta que Cristo existió.
—Mire usted, profesor —dijo Berlioz con una sonrisa forzada—, respetamos sus conocimientos, pero tenemos otro punto de vista sobre esta cuestión.
—No es cuestión de puntos de vista —respondió el extraño profesor—: simplemente existió, y eso es todo.
—Pero se necesita alguna prueba —comenzó a decir Berlioz.
—No se necesita prueba alguna —interrumpió el profesor. Y en voz baja, perdiendo repentinamente su acento extranjero, añadió—: Es muy sencillo: con un manto blanco forrado de rojo sangre; arrastrando los pies como hacen los jinetes, apareció a primera hora de la mañana del día catorce del mes primaveral Nisán…
…
Mijaíl Bulgákov. Novelista y dramaturgo nacido en Kiev. Estudió Medicina, pero renunció a esa profesión en favor de la creación literaria. Sus primeras obras son narraciones satíricas, Maleficios (1925), Corazón de perro (1925), Morfina (1927), y comedias, El departamento de Zoia (1926). Alcanzó el reconocimiento con su extensa novela La guardia blanca (1925), que se desarrolla en Kiev durante la Revolución y fue dramatizada como La huida (1926). Tuvo que enfrentarse a la crítica oficial por su retrato favorable de un grupo de oficiales blancos antibolcheviques durante la guerra civil y la falta de un héroe comunista. Aunque las obras de Bulgakov disfrutaban de gran popularidad, las autoridades le prohibieron publicar a partir de 1930 pues encontraban inaceptable su sátira de las costumbres soviéticas. Su mejor novela, El maestro y Margarita fue escrita entre 1929 y su muerte, acaecida en 1940. Trata de los problemas eternos del bien y el mal, utilizando narraciones en paralelo, una de ellas situada en el Moscú contemporáneo y la otra en la Judea de Poncio Pilatos, y oscila de la fantasía y la sátira humorística a la tragedia. La fama de Bulgakov no quedó establecida hasta años después de su muerte, cuando sus novelas, obras de teatro y su biografía Vida del señor Molière empezaron a publicarse a partir de 1962.