Resumen del libro:
El lobo estepario es una de las lectura más impactantes y que más suelen recordar quienes la emprenden. Por un lado, la historia que narra es un alucinante viaje a los temores, angustias y miedos a los que se ve abocado el hombre contemporáneo. Pero por otro, la pericia narrativa de Hesse llega en esta novela a su punto culminante, pues mediante la combinación de voces narrativas y de puntos de vista nos ofrece diversas dimensiones de un personaje que intenta vivir al margen de las convenciones sociales. Es sin duda la obra a que más estrechamente ha quedado asociado el nombre de Hesse. Quizá entre lo más singular de esta novela esté que se trata de una obra muy leída por los adolescentes, que descubre un modo duro de enfrentarse a la sociedad, a las relaciones sentimentales y a la muerte. Está considerada como la obra cumbre de un gran autor.
Introducción
Contiene este libro las anotaciones que nos quedan de aquel hombre, al que, con una expresión que él mismo usaba muchas veces, llamábamos el lobo estepario. No hay por qué examinar si su manuscrito requiere un prólogo introductor; a mí me es en todo caso una necesidad agregar a las hojas del lobo estepario algunas, en las que he de procurar estampar mi recuerdo de tal individuo. No es gran cosa lo que sé de él, y especialmente me han quedado desconocidos su pasado y su origen. Pero de su personalidad conservo una impresión fuerte, y como tengo que confesar, a pesar de todo, un recuerdo simpático.
El lobo estepario era un hombre de unos cincuenta años, que hace algunos fue a casa de mi tía buscando una habitación amueblada. Alquiló el cuarto del doblado y la pequeña alcoba contigua, volvió a los pocos días con dos baúles y un cajón grande de libros, y habitó en nuestra casa nueve o diez meses. Vivía muy tranquilamente y para sí, y a no ser por la situación vecina de nuestros dormitorios, que trajo consigo algún encuentro casual en la escalera o en el pasillo, no hubiésemos acaso llegado a conocernos, pues sociable no era este hombre, al contrario, era muy insociable, en una medida no observada por mí en nadie hasta entonces; era realmente, como él se llamaba a veces, un lobo estepario, un ser extraño, salvaje y sombrío, muy sombrío, de otro mundo que mi mundo. Yo no supe, en verdad, hasta que leí éstas sus anotaciones, en qué profundo aislamiento iba él llevando su vida a causa «de su predisposición y de su sino, y cuán conscientemente reconocía él mismo este aislamiento como su propia predestinación. Sin embargo, ya en cierto modo lo había conocido yo antes por algún ligero encuentro y algunas conversaciones, y el retrato que se deducía de sus anotaciones, era en el fondo coincidente con aquel otro, sin duda algo más pálido y defectuoso, que yo me había forjado por nuestro conocimiento personal.
Por casualidad estaba yo presente en el momento en que el lobo estepario entró por vez primera en nuestra casa y alquiló la habitación a mi tía. Llegó a mediodía, los platos estaban aún sobre la mesa y yo disponía de media hora antes de tener que volver a mi oficina. No he olvidado la impresión extraña y muy contradictoria que me produjo en el primer encuentro: entró por la puerta cristalera, después de haber llamado a la campanilla, y la tía le preguntó en el corredor, medio a oscuras, lo que deseaba. Pero él, el lobo estepario, había levantado olfateante su cabeza afilada y rapada, y, oliendo con su nariz nerviosa en derredor, exclamó, antes de contestar ni de decir su nombre: “¡Oh!, aquí huele bien.” Y al decir esto, sonreía, y mi tía sonreía también, pero a mí se me antojaron más bien cómicas estas palabras de saludo y tuve algo contra él.
—Bien —dijo—; vengo por la habitación que alquila usted
Sólo cuando los tres subimos la escalera hasta el doblado, pude observar más exactamente al hombre. No era muy alto, pero tenía los andares y la posición de cabeza de los hombres corpulentos, llevaba un abrigo de invierno, moderno y cómodo, y, por lo demás, vestía decentemente, pero con descuido, estaba afeitado y llevaba muy corto el cabello, que acá y allá empezaba a adquirir tonalidades grises. Sus andares no me gustaron nada en un principio; tenía algo de penoso e indeciso, que no armonizaba con su perfil agudo y fuerte, ni con el tono y temperamento de su conversación. Sólo más adelante observé y supe que estaba enfermo y que le molestaba andar. Con una sonrisa especial, que entonces también me resultó desagradable, pasó revista a la escalera, a las paredes y ventanas, y a las altas alacenas en el hueco de la escalera; todo ello parecía gustarle y, sin embargo, al mismo tiempo le parecía en cierto modo ridículo. En general, todo el individuo daba la impresión como si llegara a nosotros de un mundo extraño, por ejemplo de países ultramarinos, y encontrara aquí todo muy bonito, sí, pero un tanto cómico. Era, como no puedo menos de decir, cortés, hasta agradable, estuvo en seguida conforme y sin objeción alguna con la casa, la habitación y el precio por el alquiler y el desayuno, y, sin embargo, en torno de toda su persona había como una atmósfera extraña y, al parecer, no buena y hostil. Alquiló la habitación, alquiló también la alcoba contigua, se enteró de todo lo concerniente a calefacción, agua, servicio y orden doméstico, escuchó todo atenta y amablemente, estuvo conforme con todo, ofreció en el acto una señal por el precio del alquiler, y, sin embargo, parecía que todo ello no le satisfacía por completo, se hallaba a sí mismo ridículo en todo aquel trato y como si no lo tomara en serio, como si le fuera extraño y nuevo alquilar un cuarto y hablar en cristiano con las personas, cuando él estaba ocupado en el fondo en cosas por completo diferentes. Algo así fue mi impresión, y ella hubiera sido desde luego muy mala, a no estar entrecruzada y corregida por toda clase de pequeños rasgos. Ante todo era la cara del individuo lo que primero me agradó. Me gustaba, a pesar de aquella impresión de extrañeza. Era una cara quizá algo particular y hasta triste, pero despierta, muy inteligente y espiritual y con las huellas de profundas cavilaciones. Y a esto se agregaba, para disponerme más a la reconciliación, que su clase de cortesía y amabilidad, aun cuando parecía que le costaba un poco de trabajo, estaba exenta de orgullo, al contrario, había en ello algo casi emotivo, algo como suplicante, cuya explicación encontré mas tarde, pero que desde el primer momento me previno un tanto en su favor.
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