Resumen del libro:
Alguien que lleva muerto cuarenta años no puede ser secuestrado y, desde luego, no puede sangrar.
Vitoria, 2022. El exinspector Unai López de Ayala ―alias Kraken― recibe una llamada anónima que cambiará lo que cree saber de su pasado familiar: tiene una semana para encontrar el legendario Libro Negro de las Horas, una joya bibliográfica exclusiva, si no, su madre, quien descansa en el cementerio desde hace décadas, morirá.
¿Cómo es esto posible?
Una carrera contra reloj entre Vitoria y el Madrid de los bibliófilos para trazar el perfil criminal más importante de su vida, uno capaz de modificar el pasado, para siempre.
Es tu sangre
la que corre por mis venas;
dime cómo se supone
que voy a olvidar.
RUPI KAUR,
Otras maneras de usar la boca
1
SECUESTRAR UNA MUERTA
Mayo de 2022
Alguien que lleva muerto cuarenta años no puede ser secuestrado y, desde luego, no puede sangrar.
Y mucho menos sangrar profusamente en una elitista editorial de facsímiles en la que también ha sido asesinada Sarah Morgan, una prestigiosa profesional de la bibliofilia, cuando un valioso incunable estalló —sí, explotó— porque una mente enferma y desatada aplicó una capa de glicerina sobre su cubierta tras modificarla hasta convertirla en letal.
Me llamo Unai, me llaman Kraken. La sangre que apareció junto al cadáver era de mi madre, fallecida en 1982 según la lápida del cementerio de Villaverde a la que llevo toda la vida rezando mientras coloco lavanda junto a unas letras que ahora se revelan falsas.
Pero aquí empieza mi historia.
Unos minutos antes de recibir la llamada que me cambió la vida paseaba por el museo de naipes entre imprentas y planchas antiguas, rodeado de piedra de sillería y de coloridas barajas de los cinco continentes.
—¿Inspector Kraken? —preguntó una voz metálica distorsionada por un modulador de voz.
—Ya no —le recordé.
Me había retirado del servicio activo y ahora ejercía de formador de perfiladores criminales en la Academia de Arkaute. Mi vida era más calmada desde entonces… e insoportablemente predecible.
—Escuche atentamente: tengo a su madre y no se la devolveré viva hasta que usted no nos entregue el Libro Negro de las Horas de Constanza de Navarra.
—Mi madre está muerta y enterrada —acerté a decir—. Mire, es una broma de muy mal gusto, no sé cómo ha conseguido mi número, pero…
—Si estaría mejor informado, sabría que su madre es la mejor falsificadora de libros de coleccionista de la historia, y para desgracia de los bibliófilos de todo el mundo continúa en activo —me interrumpió la voz, bastante impaciente.
Tenía una aplicación para grabar conversaciones y la activé de inmediato. Mi cerebro de perfilador, ese que nunca se fue, se puso en marcha al escuchar tantos detalles y tan elaborados. No era un bromista, detecté urgencia y algo parecido a la rabia contenida. Había más, mucho más, debajo de aquella voz extremadamente educada.
—Tiene que ser un error —insistí. Tenía que conseguir que continuara hablando—. ¿A quién creen exactamente que han secuestrado?
Me dijo un nombre, no lo había escuchado en mi vida. El nudo en el estómago dejó de apretar. Solo era un error, el mundo volvía a estar en su sitio: la tierra a mis pies, el cielo sobre mi cabeza. El Loco de una baraja del XVII ya no se burlaba de mí desde la vitrina de cristal.
—No es mi madre, pero en todo caso, si es cierto que tienen retenida a una persona en contra de su voluntad, voy a…
—Sí que es su madre —volvió a interrumpirme—. Vamos a enviarle hoy mismo a su domicilio una muestra del ADN de nuestra cautiva. Lo recibirá en unas horas. Cotéjelo, le damos unos días para que lo compruebe y después póngase en marcha con la recuperación del Libro de las Horas. Es un anciano de seiscientos años que merece más respeto que usted y que yo mismo. Tiene siete días. En caso contrario, ella explotará.
Después me dio detalles claros y concretos de las condiciones en las que se llevaría a cabo la siguiente llamada.
… Pero yo me había quedado en lo del ADN, a lo del libro anciano no llegué a encontrarle sentido, y menos lo de hacer explotar a nadie.
Tenía pocos recuerdos de mi madre, murió de una complicación tras el parto de Germán. Yo tenía apenas seis años. Después ocurrió lo de mi padre… Los abuelos se hicieron cargo y nos criaron. Pocas preguntas y menos respuestas cuando comprendimos lo mucho que les dolían. Uno de los pocos detalles que nos llegaron era que tenían una pequeña librería en el Casco Viejo que bajó la persiana tras su muerte.
—Pues póngamelo fácil —dije cambiando de estrategia—. Ya que usted sabe mi nombre, ¿cómo debo dirigirme a usted?
—Calibán, puede llamarme Calibán.
—¿Perdone?
—¿Pero qué clase de educación le dieron a usted? Calibán, el personaje de Shakespeare en La tempestad.
—La tempestad, por supuesto —contesté, por decir algo—. Calibán entonces. Deme datos de ese Libro Negro de las Horas, no tengo ni idea de lo que me está hablando ni de cómo conseguirlo.
Pero entonces se escuchó un golpe y algo que identifiqué como un grito.
—¿Oiga, sigue ahí? —pregunté alarmado.
Y entonces la voz cambió, era otra, también distorsionada, pero lo que escuché me fulminó el cerebro:
—¡Unai, hijo! ¡No…! —Después otro golpe, después silencio. Después colgaron.
Y yo me quedé allí, apoyado en la pared de sillería del museo, con aquel «Unai, hijo» que me dejó temblando. Temblando como nunca antes.
Porque un hijo reconoce el grito de su madre, y yo llevaba cuarenta años pensando que las letras de metal que certificaban la muerte en las lápidas de los cementerios eran verdades absolutas.
A Calibán le bastó una semana para desbaratar todas las certezas sobre las que había cimentado mi vida.
…