El libro de los hombres lobo
Resumen del libro: "El libro de los hombres lobo" de Sabine Baring-Gould
En las páginas de este libro, mi plan es investigar los rastros de los hombres lobo que se encuentran en los escritores de la antigüedad clásica, aquellos que se encuentran en las sagas del norte y, por último, los numerosos detalles proporcionados por los autores medievales. En relación con esto, daré un esbozo de la cultura moderna relacionada con la licantropía.Entonces se verá que bajo el velo de la mitología se encuentra una realidad lógica, que en una vaga superstición se esconde una verdad disuelta.Demostraré que es un anhelo innato de sangre implantado en ciertas naturalezas, restringido en circunstancias normales, pero que surge ocasionalmente acompañado de alucinaciones y que en la mayoría de los casos conduce al canibalismo. Daré entonces ejemplos de personas así afligidas que los demás y ellas mismas se creían transformadas en bestias y que, en los paroxismos de su locura, cometieron numerosos asesinatos y devoraron a sus víctimas.Después daré ejemplos de personas que sufren de la misma pasión por la sangre que asesinaron por la mera satisfacción de su crueldad natural pero que no estaban sujetos a alucinaciones ni eran adictos al canibalismo.También daré ejemplos de personas llenas de las mismas propensiones que asesinaron y comieron a sus víctimas pero que estaban perfectamente libres de alucinaciones.
CAPÍTULO I
Introducción
Nunca olvidaré el paseo que me di una noche en Vienne, tras completar el examen de un vestigio druídico desconocido, la Pierre labie, en La Rondelle, junto a Champigni. Hasta mi llegada a Champigni, al mediodía, no había tenido noticia de la existencia del crómlech, y emprendí la visita a esta curiosidad sin calcular el tiempo que me llevaría llegar hasta ella y regresar. Baste con decir que descubrí el venerable montón de piedras grises al atardecer, y que dediqué las últimas luces de la tarde a trazar un plano y algún boceto. Entonces pensé en el regreso a casa. Las casi diez millas de camino, al final de un largo día, me habían agotado, y me había lastimado al trepar por algunas piedras de las ruinas galas.
A poca distancia había una pequeña aldea, y allí me dirigí con la esperanza de alquilar un cabriolé que me llevara a la casa de postas, pero me llevé una decepción. Pocos lugareños hablaban francés, y el párroco, cuando me dirigí a él, me dijo que creía que el mejor transporte del lugar era un carro ordinario de gruesas ruedas de madera; tampoco se podía conseguir una caballería. El buen hombre se ofreció a alojarme aquella noche, pero me vi obligado a declinar su ofrecimiento, pues mi familia tenía la intención de partir temprano a la mañana siguiente.
Hablé entonces con el alcalde.
—Monsieur no podrá regresar esta noche cruzando la llanura, a causa del… el… —y bajó la voz—, el loup-garou.
—¡Dice que tiene que volver! —replicó el párroco en patois—. Pero ¿quién querrá ir con él?
—¡Ah, ah, Monsieur le Curé! No hay problema en que le acompañe uno de nosotros, ¡pero regresar solo!
—Entonces tendréis que acompañarle dos —dijo el cura—, y protegeros mutuamente a la vuelta.
—Me ha dicho Picou que sólo vio al hombre lobo aquel día al anochecer —dijo un campesino—; estaba echado junto al seto de su campo de alforfón, el sol se había puesto y pensaba en volver a casa cuando oyó un crujido al otro lado del seto. Miró por encima, y allí estaba el lobo, grande como un becerro, recortado sobre el horizonte, con la lengua fuera y los ojos relumbrando como fuegos del pantano. ¡Mon Dieu! No seré yo quien vaya por el marais esta noche. Porque ¿qué pueden hacer dos hombres si los ataca ese diablo lobo?
—Es tentar a la Providencia —dijo uno de los viejos del pueblo—; que nadie espere la ayuda de Dios si se lanza atolondradamente por el camino del peligro. ¿No es así, Monsieur le Curé? Se lo he oído decir muchas veces desde el púlpito el primer domingo de Cuaresma, al predicar el Evangelio.
—Es verdad —observaron algunos, asintiendo con la cabeza.
—¡Con la lengua colgando y los ojos relumbrando como fuegos del pantano! —dijo el confidente de Picou.
—¡Mon Dieu! Si me tropezara con el monstruo, saldría corriendo —exclamó otro.
—Te creo, Cortrez; doy fe de que lo harías —replicó el alcalde.
—Grande como un becerro —soltó el amigo de Picou.
—Si el loup-garou fuese sólo un lobo normal, entonces, bueno —el alcalde se aclaró la voz— la verdad, no pensaríamos en él; pero, Monsieur le Curé, es un demonio; peor que un demonio, un hombre demonio…, peor que un hombre demonio, un hombre lobo demonio.
—Pero ¿qué va a hacer el joven monsieur? —preguntó el párroco, mirándolos uno a uno.
—Da igual —dije yo, que había estado escuchando pacientemente su patois, que entendía—. Da igual; volveré a pie, y si me encuentro con el loup-garou le cortaré las orejas y el rabo y se los enviaré a Monsieur le Maire con mis saludos.
Los reunidos exhalaron un suspiro de alivio, al considerarse liberados del problema.
—Il est anglais —dijo el alcalde asintiendo con la cabeza, dando a entender que un inglés podía enfrentarse impunemente al diablo.
El marais era una lúgubre llanura de aspecto bastante desolado durante el día, pero ahora, en el crepúsculo, había aumentado diez veces su desolación. El cielo estaba completamente despejado, y tenía un suave tinte azul plomizo, iluminado por una luna reciente, una curva de claridad cerca de su lecho en occidente. En el horizonte aparecía un pantano, ennegrecido por charcas de agua estancada, en las que las ranas sostenían un croar incesante a lo largo de toda la noche estival. La tierra estaba cubierta de brezos y helechos, pero junto al agua crecían densas masas de lirios y aneas, entre las que suspiraba cansada una ligera brisa. Aquí y allá había montículos arenosos, coronados de abetos, que parecían negras salpicaduras contra el cielo gris. No había signos de vivienda por ninguna parte; el único vestigio humano era el blanco y recto camino que se extendía durante millas a lo largo del pantano.
No es improbable que hubiera lobos en esta zona, y confieso que me arme de un fuerte bastón en el primer grupo de árboles por el que pasaba el camino.
Ésta fue mi introducción al tema de los hombres lobo, y el hecho de encontrar aún tan arraigada la superstición me dio la idea de investigar la historia y los hábitos de estas míticas criaturas. Debo reconocer que no he conseguido ningún ejemplar, pero sí he encontrado su rastro por todas partes. Y así como los paleontólogos han reconstruido el labyrinthodon a partir de las huellas de sus pisadas en las margas y de un fragmento de hueso, así, esta monografía puede resultar completa y precisa, aunque no haya tenido encadenado delante de mí a un hombre lobo del que poder hacer un boceto o una descripción del natural.
Las huellas dejadas son bastante numerosas, desde luego, y aunque quizás el hombre lobo sea una especie extinta, como el dodo o el dinormis, ha dejado su sello en la Antigüedad clásica, ha hundido sus zarpas en las nieves del norte, ha corrido descalzo sobre las medievales y ha aullado entre sepulcros orientales. Perteneció a una mala raza, y nos alegramos de vernos libres de él y de sus parientes, el vampiro y el gul. Pero ¡quién sabe! Quizás nos hayamos apresurado demasiado en concluir que se ha extinguido. Puede que todavía ande merodeando por los bosques de Abisinia, recorriendo las estepas asiáticas y se le encuentre aullando lúgubremente en alguna celda acolchada de un Hanwell o un Bedlam.
En las páginas que siguen me propongo investigar las noticias sobre hombres lobo que se encuentran entre los antiguos escritores de la Antigüedad clásica, las contenidas en las sagas nórdicas, y por último, los numerosos detalles que proporcionan los autores medievales. Junto a esto, haré un esbozo del folclore moderno relativo a la licantropía.
Así se verá que bajo el velo de la mitología yace una sólida realidad, que una superstición líquida contiene diluida una verdad positiva.
Mostraré que se trata de un deseo insaciable de sangre implantado en ciertas naturalezas, reprimida en circunstancias normales, pero que aflora ocasionalmente, acompañado de alucinaciones, y que conduce en muchos casos al canibalismo. Daré ejemplos de personas aquejadas de ese mal, y que otros creen, y ellas mismas también creen, que se transforman en animales, y que en el paroxismo de su locura cometen numerosos asesinatos y devoran a sus víctimas.
A continuación pondré ejemplos de personas que sentían las mismas ansias de sangre, que mataban meramente para satisfacer su crueldad natural, pero que no sufrían alucinaciones ni eran adictas al canibalismo.
También daré ejemplos de personas con las mismas propensiones, que mataban y se comían a sus víctimas, pero que carecían por completo de alucinaciones.
…
Sabine Baring-Gould. Nacido el 28 de enero de 1834 en Exeter, Inglaterra, fue un hombre de múltiples talentos, cuya vida y obra se entrelazan con las brumas de la Inglaterra victoriana. Educado por tutores privados mientras su familia viajaba por Europa, desarrolló desde joven una curiosidad insaciable y una erudición que lo convertirían en una de las figuras más singulares de su tiempo. Tras estudiar en la Universidad de Cambridge, donde obtuvo títulos en Artes, decidió abrazar el llamado de la Iglesia y fue ordenado sacerdote anglicano en 1864.
Baring-Gould fue un espíritu renacentista en pleno siglo XIX, destacando no solo como sacerdote, sino también como hagiógrafo, anticuario, novelista, académico y coleccionista de canciones populares. Su producción literaria es vastísima, superando las mil doscientas obras que abarcan desde tratados religiosos hasta cuentos folclóricos y novelas. Obras como "Vidas de los santos" o "Mitos curiosos de la Edad Media" demuestran su profundo interés por el pasado y su habilidad para conectar a sus lectores con mundos perdidos en el tiempo.
Como escritor de himnos, Baring-Gould alcanzó un reconocimiento aún más amplio. Su composición "Onward, Christian Soldiers" sigue siendo uno de los himnos más conocidos y cantados en el mundo angloparlante, mientras que su traducción del villancico vasco "El mensaje de Gabriel" evidencia su fascinación por las lenguas y las tradiciones populares.
Su vida personal también está marcada por la intensidad. Se casó con Grace Taylor en 1868, con quien tuvo quince hijos. Tras la muerte de Grace en 1916, le rindió homenaje grabando en su lápida el emotivo lema en latín "Dimidium Animae Meae" ("La mitad de mi alma"), un reflejo del profundo amor que los unía. En 1881, Baring-Gould regresó a su hogar ancestral en Lew Trenchard, Devon, donde pasó sus últimos años reconstruyendo la casa solariega de su familia, que aún hoy permanece como testimonio de su legado.
Sabine Baring-Gould murió el 2 de enero de 1924, dejando tras de sí un legado literario y cultural tan amplio y diverso como su propio carácter. Su casa en Lew Trenchard sigue en pie, convertida ahora en un hotel, un lugar donde su espíritu parece seguir habitando, entre libros polvorientos y antiguas canciones que aún resuenan en las paredes. Su vida es un testamento de cómo la curiosidad intelectual y la devoción espiritual pueden fusionarse en una sola existencia, vibrante y polifacética.