Resumen del libro:
«Preferiría publicar el libro bajo seudónimo. No tengo reputación que perder y si el libro tiene algún éxito siempre podré seguir usándolo».
Estas palabras de Eric Blair antes de convertirse en George Orwell y publicar su primer libro, Sin blanca en París y Londres, aducen razones prácticas que hay que atender, pero todo seudónimo esconde no sólo el deseo, sino el convencimiento de ser otro.
Este rasgo íntimo del escritor se extiende a toda su obra: la escritura que desvela la realidad según ese otro inalienable. En Orwell esto es visible en sus novelas y determinante en sus ensayos. La selección que aquí se ofrece nos transmite esa mirada independiente, descreída, a veces tierna y siempre solidaria que en la desolación de la primera mitad del siglo XX sólo podía venir de un ser inventado.
Desde Recuerdos de un librero (las vivencias del autor en una librería de viejo) o Ay, qué alegrías aquellas (becario en un internado) hasta El león y el unicornio: el socialismo y el genio de Inglaterra, asistimos al despliegue de un mundo real visto a través de unos ojos inventados. Lo que veía George Orwell y no hubiera contado Eric Blair.
Recuerdos de un librero
Cuando trabajaba en una librería de lance -tan fácil de imaginar, cuando no trabaja uno en una de ellas, como una suerte de paraíso donde unos caballeros encantadores hojean eternamente volúmenes en folio encuadernados en piel-, lo que más me llamaba la atención era la escasez de clientes realmente librescos. La librería contaba con unos fondos de un interés excepcional, si bien dudo mucho que siquiera el diez por ciento de nuestros clientes supiera distinguir un buen libro de uno malo. Los esnobs aficionados a las primeras ediciones eran mucho más corrientes que los amantes de la literatura, aunque más corrientes aún eran los estudiantes de origen oriental que regateaban por libros de texto baratos de por sí, y algunas mujeres de mentalidad más bien difusa, que andaban en busca de un regalo de cumpleaños para sus sobrinos. Éstas eran, de largo, las más corrientes de todas.
Muchas de las personas que venían a vernos eran de esas que serían una molestia en cualquier parte, si bien gozan de una oportunidad esplendida para serlo en una librería. Por ejemplo, la anciana adorable que «busca un libro para un inválido» (petición de lo más corriente), y la otra anciana adorable que leyó un libro maravilloso en 1897 y se pregunta de repente si podrá uno localizarle un ejemplar. Por desgracia, eso sí, no recuerda ni el título, ni el nombre del autor, ni de qué trataba el libro, aunque sabe a ciencia cierta que llevaba una cubierta de color rojo. Al margen de estas dos, hay otros dos tipos muy conocidos de incordio que asedian toda librería de segunda mano. Una es la persona más bien decrépita, que huele a miga de pan revenida y que acude a diario, e incluso varias veces al día, y que trata de colocarle al librero ejemplares que no valen un comino. La otra es la persona que encarga enormes cantidades de libros que no tiene ni la más remota intención de pagar. En aquella librería no se vendía nada a crédito, aunque sí reservábamos libros, e incluso los encargábamos si era preciso, para personas que habían dicho que pasarían más adelante a recogerlos. Apenas la mitad de las personas que nos encargaban libros volvían alguna vez a la librería. Era algo que al principio me desconcertaba. ¿Por qué motivos lo hacían? Se presentaban allí y encargaban algún libro difícil de encontrar, caro; nos obligaban a prometer una y mil veces que se lo reservaríamos, y acto seguido se desvanecían para nunca más volver. Muchos de ellos, por descontado, eran paranoicos inconfundibles. Hablaban de un modo grandilocuente casi siempre sobre sí mismos, y contaban ingeniosas anécdotas para explicar cómo era posible que hubieran salido a la calle sin dinero en el bolsillo; estoy persuadido de que en muchos casos ellos mismos se creían a pie juntillas su versión. En una ciudad como Londres siempre hay abundantes lunáticos no del todo merecedores de que se les interne en un manicomio, que tienden a gravitar hacia las librerías, porque una librería es uno de los pocos lugares en los que se puede pasar un buen rato sin gastar un penique. Al final, uno termina por reconocer a estos individuos casi a primera vista. Y es que, a pesar de su grandilocuencia, tienen algo apolillado e insensato en su persona. Es muy frecuente que, cuando tratamos con un paranoico evidente, dejemos a un lado los libros que haya pedido y los coloquemos de nuevo en los anaqueles en el mismo instante en que se marcha. Ni uno solo de todos ellos, me di cuenta, intentó jamás llevarse libros sin pagarlos. Les bastaba con encargarlos; les daba, imagino, la ilusión de que estaban gastando dinero de verdad.
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