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El largo adiós

Resumen del libro:

El veterano de guerra Terry Lennox tiene un problema: su esposa multimillonaria ha sido asesinada —es hija del magnate de la prensa Harlan Potter— y él necesita largarse de Los Ángeles cuanto antes.

Le pide a Philip Marlowe, con quien ha trabado amistad recientemente, que lo ayude a llegar al aeropuerto de Tijuana. Y así el detective, fiel a sus ideales, terminará por convertirse en cómplice del crimen principal en El largo adiós (1953), la sexta novela de la serie.

Cuando Lennox se suicida en México dejando una confesión de culpabilidad, el caso queda cerrado sin escándalos ni sensacionalismo… aunque hay algo que a Marlowe no le encaja. Está convencido de la inocencia de Lennox, pero ¿podrá demostrarlo? ¿Y cuántas víctimas habrá antes de conseguirlo?

Capítulo 1

La primera vez que vi a Terry Lennox él estaba borracho en un Rolls-Royce modelo Silver Wraith delante de la terraza de The Dancers. El empleado del aparcamiento había sacado el coche y mantenía abierta la puerta, porque el pie izquierdo de Terry Lennox seguía colgando fuera como si se hubiera olvidado de que era suyo. Tenía un rostro juvenil, pero el pelo de un blanco marfileño. Sus ojos denotaban que llevaba demasiado alcohol en el cuerpo, pero por lo demás conservaba la misma apariencia que cualquier otro jovenzuelo en traje de etiqueta que se ha gastado demasiado dinero en un sitio que no existe más que para eso.

A su lado había una chica. Su pelo desprendía encantadores destellos color rojo oscuro, en sus labios había una sonrisa distante y sobre los hombros llevaba un visón azul que casi hacía que el Rolls-Royce pareciera un coche cualquiera. Casi. Nada lo logra.

El aparcacoches era el típico tipo más o menos duro, con una chaqueta blanca con el nombre del restaurante bordado en rojo en el bolsillo. Empezaba a hartarse.

—Oiga, señor —dijo con un toque de hostilidad en la voz—, ¿le importaría meter el pie dentro del coche para que pueda cerrar la puerta? ¿O quiere que la abra del todo para que usted se caiga?

La chica le lanzó una mirada que debería haberlo atravesado y haberle salido al menos diez centímetros por la espalda. Pero el tipo ni se inmutó. A The Dancers acude gente que hace que uno pierda la esperanza en la capacidad que tiene el dinero para mejorar a una persona.

Un deportivo descapotable, de fabricación extranjera y carrocería baja, se deslizó en el aparcamiento. Del coche salió un hombre que encendió un cigarrillo extralargo con el encendedor del salpicadero. Vestía un polo a cuadros de manga corta, unos pantalones amarillos y unas botas de montar. Echó a andar dejando una estela de humo y ni siquiera se molestó en mirar hacia el Rolls-Royce. Probablemente lo consideraba anticuado. Al pie de la escalera que llevaba a la terraza, se detuvo para ajustarse el monóculo.

—Tengo una gran idea, cariño —dijo la chica, de repente encantadora—: ¿por qué no dejamos este coche en tu casa y cogemos el descapotable? Hace una noche preciosa para dar un paseo por la costa hasta Montecito. Tengo unos amigos que dan un baile allí, junto a la piscina.

—No sabes cuánto lo siento, pero ya no tengo el descapotable —se disculpó cortésmente el joven del cabello blanco—, me vi obligado a venderlo.

Por su voz y su forma de articular las palabras, nadie habría supuesto que había tomado algo más fuerte que zumo de naranja.

—¿Que lo has vendido, cariño? ¿Qué quieres decir?

La chica se desplazó en el asiento apartándose de él, y su voz se alejó a una distancia mucho mayor.

—Quiero decir que tuve que hacerlo —respondió el hombre—. Para comer.

—Vaya, ya veo.

Si en ese instante hubiera caído una cucharada de helado sobre la piel de la chica, no se habría derretido.

El joven de cabello blanco acababa de entrar en el radio de acción del aparcacoches: en el segmento de población de ingresos precarios.

—Oye, tío —le dijo—, tengo que sacar un coche. Te veré en otro momento. Quizá.

Dejó que la puerta se abriera del todo. Al instante el borracho se deslizó del asiento y quedó sentado sobre el asfalto. Fue entonces cuando decidí hacer una buena acción y considero que meterse con un borracho es siempre un error. Aunque te conozca y le caigas bien, se puede mosquear y romperte los dientes. Lo agarré por debajo de los brazos y lo ayudé a ponerse en pie.

—Se lo agradezco mucho —me dijo en un tono educado.

La chica se deslizó tras el volante.

—Cuando se emborracha, se pone tan malditamente inglés… —comentó con voz de acero inoxidable—. Gracias por echarle una mano.

—Lo meteré en el asiento de atrás —sugerí.

—Lo siento muchísimo. Llego tarde a un compromiso. —Puso la primera y el Rolls comenzó a moverse—. No es más que un perro abandonado —añadió con una sonrisa fría—. ¿Por qué no le busca un hogar? Está muy bien enseñado. Bueno, más o menos.

Y el Rolls siguió avanzando por el camino de salida hacia Sunset Boulevard, giró a la derecha y desapareció. Cuando el aparcacoches regresó, yo seguía mirando hacia el lugar por donde se había ido. Y aún sostenía erguido al hombre, que se había quedado profundamente dormido.

—Bueno, es una manera de resolver el problema —le dije al de la chaqueta blanca.

—Desde luego —respondió con cinismo—. ¿Por qué iba a desperdiciarlo todo con un borracho? Esas curvas, ese cuerpazo.

—¿Lo conoce?

—Oí que la chica lo llamaba Terry. Por lo demás, no lo conozco de nada. Aunque solo llevo aquí dos semanas.

—¿Me trae mi coche? —le pedí, y le di el resguardo.

Para cuando llegó mi Oldsmobile, me sentía como si estuviera cargando un saco de plomo. El de la chaqueta blanca me ayudó a acomodarlo en el asiento del copiloto. El joven abrió un ojo, nos dio las gracias y volvió a dormirse.

—Es el borracho más cortés que he visto en mi vida —le comenté al aparcacoches.

—Los fabrican en todas las tallas y modelos, y con todo tipo de modales —dijo—. Y todos son unos pobres diablos. A este parece que le hicieron la cirugía plástica.

—Ya.

Le puse un dólar en la mano y me dio las gracias. Tenía razón en lo de la cirugía plástica. El lado derecho del rostro de mi nuevo amigo estaba rígido y blancuzco, lleno de cicatrices finas y tenues. Alrededor de las cicatrices, la piel tenía un aspecto lustroso. Un trabajo de cirugía plástica, y drástico.

—¿Qué va a hacer con él?

—Llevármelo a casa y darle café hasta que esté en condiciones de decirme dónde vive.

El de la chaqueta blanca me guiñó un ojo.

—Vale, amigo. Si yo estuviera en su lugar, lo tiraría en la cuneta y me largaría. Estos borrachos asquerosos no traen más que problemas. Yo tengo mi filosofía sobre estos asuntos. Tal como están las cosas hoy en día, con tanta competencia, uno tiene que reservar las fuerzas para defenderse en el cuerpo a cuerpo.

—Ya veo que ha llegado usted muy lejos con esa filosofía —le repliqué.

Me miró con desconcierto y, acto seguido, comenzó a mosquearse, pero yo ya estaba dentro del coche y en marcha.

Claro que tenía razón en parte. Terry Lennox me causó muchísimos problemas. Pero, al fin y al cabo, ese es mi trabajo.


Aquel año yo vivía en una casa de Yucca Avenue, en el distrito de Laurel Canyon. Era una pequeña casa en la ladera de una colina, en una calle sin salida flanqueada por eucaliptos, con un largo tramo de escalones de secuoya que llevaba a la puerta de entrada. Estaba amueblada y pertenecía a una mujer que se había marchado a Idaho a vivir una temporada con su hija viuda. El alquiler era bajo, en parte porque la dueña quería tener la posibilidad de volver sin avisar con mucha antelación, y en parte debido a los escalones. Estaba envejeciendo demasiado como para enfrentarse a ellos cada vez que regresaba a casa.

Quién sabe cómo logré llevar al borracho hasta arriba. Él estaba dispuesto a colaborar, pero sus piernas parecían de goma y se quedaba dormido a mitad de cada disculpa. Abrí la puerta, lo arrastré dentro y lo acomodé en el sofá grande. Le eché una manta por encima y lo dejé dormir. Roncó como una morsa durante una hora. Más tarde, se despertó de repente y quiso ir al baño. Cuando regresó, me miró inquisitivo, entrecerrando los ojos, y me preguntó dónde rayos estaba. Se lo dije. Él me respondió que se llamaba Terry Lennox, que vivía en un apartamento en Westwood y que nadie lo esperaba. Su voz era clara y pronunciaba correctamente.

Dejó caer que le vendría bien una taza de café. Cuando se la traje, sorbió el líquido con cuidado, sosteniendo el plato debajo de la taza.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó mientras miraba a su alrededor.

—Salió borracho de The Dancers en un Rolls. Su amiga lo dejó plantado.

—Vaya. Sin duda, no le faltaron motivos.

—¿Es inglés?

—He vivido en Inglaterra, pero no nací allí. Si me permite que llame a un taxi, me marcharé ahora mismo.

—Aquí tiene uno esperando.

Bajó los peldaños por su propio pie. En el trayecto hasta Westwood no dijo gran cosa, salvo que había sido una gentileza de mi parte y que lamentaba causar tantas molestias. Probablemente le había dicho eso a tanta gente, con tanta frecuencia, que se había convertido en algo automático.

Su apartamento era pequeño e impersonal, y estaba mal ventilado. Parecía haberse mudado allí la tarde anterior. Sobre una mesita baja, frente a un duro sofá verde oscuro, había una botella de whisky escocés medio llena, hielo derretido en un cuenco, tres botellas vacías de agua con gas, dos vasos y un cenicero de vidrio lleno de colillas, algunas con manchas de pintalabios. En aquel sitio no había una sola fotografía, ni objetos personales de ningún tipo. Podía tratarse de una habitación de hotel alquilada para una reunión o una despedida, para conversar y tomar unas copas, o para darse un revolcón. No parecía un hogar.

Me ofreció una copa, le dije que no, gracias, y no me senté. Cuando me iba, volvió a darme las gracias, pero no como si yo hubiera escalado una montaña para salvarlo, aunque tampoco como si se tratara de una cosa sin importancia. Parecía algo inseguro y tímido, aunque cortés hasta la muerte. Se quedó de pie junto a la puerta abierta hasta que llegó el ascensor y entré en él. Podía carecer de cualquier cosa, menos de modales.

No había vuelto a mencionar a la chica. Tampoco mencionó el hecho de que no tenía trabajo ni perspectivas, ni que había gastado sus últimos dólares pagando la cuenta en The Dancers para pasar un rato con una muñequita de la alta sociedad que ni siquiera permaneció a su lado el tiempo suficiente para cerciorarse de que los agentes de un coche patrulla no lo metieran en el calabozo, o de que un taxista no lo atropellara para dejarlo abandonado en un solar.

Mientras bajaba en el ascensor, sentí el impulso de regresar y quitarle la botella de whisky. Pero aquello no era asunto mío y, de todos modos, nunca sirve de nada. El que quiere beber siempre encuentra la manera de conseguir alcohol.

Durante el camino de vuelta a casa estuve reflexionando sobre lo ocurrido. Se supone que soy un tipo duro, pero aquel tío tenía algo que me gustaba. No sabía qué era, tal vez el pelo blanco, la cara llena de cicatrices, la voz clara y la cortesía. Tal vez eso bastara. Lo más probable era que no volviera a verlo. Como había dicho la chica, no era más que un perro abandonado.

El largo adiós – Raymond Chandler

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