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El jugador

El jugador, una novela de Fyodor Dostoyevsky

El jugador, una novela de Fyodor Dostoyevsky

Resumen del libro:

«El jugador» es una pieza básica en el edificio de la obra de Dostoyevski, conteniendo absolutamente todas las características de sus novelas más famosas, esto es, morbosidad, dramatismo, tensión casi intolerable, agresividad y revelación punzante y sutil de estados anímicos vividos y superados por el genial escritor. Dos pasiones principales campean en este libro: la del juego, que envenenó a Dostoyevski, hasta pocos años antes de morir, y la de un amor hecho de humillaciones, equívocos, odios y abnegación quijotesca.

POR fin he vuelto, después de quince días de ausencia. Hace ya tres días que los nuestros llegaron a Roulettenburg. Creí que me esperarían con la mayor impaciencia, pero me equivoqué. El general tenía un aire sumamente desenvuelto. Me habló con arrogancia y me dijo que fuera a hablar con su hermana. Era evidente que habían conseguido que les prestaran dinero. Incluso me pareció que al general le molestaba mi presencia. María Filippovna estaba muy agitada. Apenas me dijo unas palabras, pero tomó el dinero, lo contó y escuchó mi relato hasta el fin. Esperaban que viniera a comer Mezentzov, el francés y un inglés. Como siempre, así que tienen dinero, invitan a la gente a comer: a lo moscovita. Paulina Alexandrovna, cuando me vio, me preguntó por qué había estado tanto tiempo ausente, y se fue sin esperar mi respuesta. No hay duda de que lo hizo adrede. Sin embargo, es preciso que tengamos una explicación. Necesito aligerar mi corazón. Me han dado una pequeña habitación en el cuarto piso del hotel. Aquí saben todos que yo formo parte del «séquito del general». Es evidente que han conseguido hacerse notar. Aquí tienen al general por un riquísimo señor ruso. Antes de comer, entre otros encargos, me dio dos billetes de mil francos para que se los cambiase. Los cambié en la oficina del hotel. Ahora nos mirarán, por lo menos durante ocho días, como a millonarios. Fui a buscar a Micha y a Nadia para llevármelas a pasear, pero cuando estaban en la escalera, el general me mandó llamar: le pareció conveniente enterarse del lugar adonde me llevaba a las niñas. Verdaderamente, este hombre no puede mirarme a la cara. A veces lo intenta, pero siempre le respondo con una mirada tan insistente, es decir, insolente, que parece que va a sacarle de quicio.

En un discurso enfático, lleno de paréntesis, en el que acabó por armarse un verdadero lío, me dio a entender que debía pasear con las niñas por el parque, a cierta distancia del casino. Al final acabó por enfadarse y me dijo con tono brusco:

—Si no, es usted capaz de llevarlas a la ruleta. Perdóneme —añadió—, pero sé que no tiene usted todavía muy sentada la cabeza y podría dejarse atraer por el juego. En todo caso, aunque yo no sea su mentor, ni tenga en absoluto la intención de asumir este papel, tengo al menos el derecho de desear que no me comprometa, valga la expresión…

—Usted sabe perfectamente que no tengo dinero —le respondí con calma—. Para poder perderlo en el juego, es preciso antes poseerlo.

—Se lo daré inmediatamente —respondió el general, que enrojeció ligeramente.

Rebuscó un instante en su mesa, consultó una agenda y vio que me debía cerca de ciento veinte rublos.

—¿Cómo arreglaremos esto? —preguntó—. Hay que convertirlos en táleros. Tome usted cien táleros, en números redondos. Ya le daré el resto.

Tomé el dinero sin decir nada.

—No se ofenda usted por mis palabras, se lo ruego. Es usted tan susceptible… Si le hago esta observación es, digámoslo así, para ponerle en guardia. Tengo cierto derecho…

Cuando volví con las niñas, un poco antes del almuerzo, me crucé con una cabalgata. Los nuestros iban a visitar no sé qué ruinas. Dos magníficas calesas y caballos espléndidos. Mademoiselle Manche estaba en uno de los coches con María Filippovna y Paulina; el francés, el inglés y nuestro general las escoltaban a caballo. Los transeúntes se detenían para mirarlos; habían causado efecto, pero esto acabará mal para el general. He calculado que con los cuatro mil francos que he traído, añadidos a los que por lo visto han conseguido que les presten, tendrán ahora de siete mil a ocho mil francos. Es demasiado poco para mademoiselle Blanche.

Mademoiselle Blanche se ha hospedado con su madre en el mismo hotel que nosotros. Nuestro francés también se aloja en el mismo sitio. Los criados le llaman Monsieur le Comte; la madre de mademoiselle Blanche se hace llamar Madame la Comtesse. Al fin y al cabo quizá sean realmente conde y condesa.

Ya estaba seguro de que Monsieur le Comte no me reconocería cuando nos encontráramos para comer. Naturalmente, al general ni siquiera se le habría ocurrido presentarnos, o al menos presentarme a mí. Monsieur le Comte ha vivido en Rusia y sabe qué personajillo es un uchitel, como ellos dicen. Por lo demás, me conoce muy bien. Pero lo cierto es que no me esperaban a comer. Sin duda, el general olvidó dar las órdenes oportunas; de otro modo, me habría enviado a comer a la mesa redonda. He venido por mi propia iniciativa y me he atraído una mirada de desagrado del general. La buena María Filippovna me señalo en seguida un sitio, pero mi encuentro con míster Astley me sacó de ese mal trance, y, por la fuerza de las circunstancias, me vi formando parte del grupo.

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