Resumen del libro:
El juego de los abalorios es una novela escrita por Herman Hesse en 1943, tres años antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, escrita a modo de crónica de un narrador anónimo de la mítica Castalia, hacia el año 2400. Gira en torno al extraño juego del que toma título, abarcador de todos los contenidos y valores de la cultura, y que permite el desarrollo del espíritu mediante portentosas composiciones; todo ello vinculado al advenimiento del Tercer Reino del espíritu, unificación de todos los tiempos del hombre. La vida del protagonista, el magister ludi Josef Knecht, maestro de una orden del futuro basada en la vida contemplativa, la meditación y en la sublimación del juego, es narrada desde su más tierna infancia; conocemos todos sus pasos por los diferentes escalafones de la orden, sus dudas, sus angustias, sus relaciones, sus escritos, toda su vida en contraposición con el mundo externo a la orden, donde vive uno de sus amigos de la infancia.
Introducción
ES nuestro propósito consignar en este libro el escaso material biográfico que pudimos hallar acerca de Josef Knecht, el magister ludi Josephus III, como se le llama en los archivos del «Juego de Abalorios». No nos ciega el hecho de que este intento está de algún modo en contradicción con las leyes y los usos vigentes en la vida espiritual, o por lo menos parece estarlo. Porque precisamente la eliminación de lo individual, la inserción más acabada posible de la persona en la jerarquía de las autoridades educativas y de las ciencias, es uno de los supremos principios de nuestra vida del espíritu. Y este principio ha sido realizado también por larga tradición tan ampliamente que hoy es difícil en extremo, y en muchos casos aun del todo imposible, encontrar pormenores biográficos y psicológicos de individuos que han servido en forma sobresaliente a esta jerarquía; en muchísimos casos no se pueden establecer siquiera los nombres propios. En realidad, es una de las características de la vida espiritual de nuestra «provincia», el que su organización jerárquica posea el ideal de lo anónimo y llegue muy cerca de la realización de este ideal.
Si, a pesar de ello, insistimos en nuestro intento por establecer algo acerca de la existencia del magister ludi Josephus III y de esbozar claramente la imagen de su personalidad, no lo hicimos por culto personal o por desobedecer a las costumbres, como creemos, sino por el contrario sólo en el sentido de prestar un servicio a la verdad y a la ciencia. El concepto es antiguo: cuanto más aguda e inexorablemente formulamos una tesis, tanto más irresistiblemente ella reclama la antítesis. Aceptamos y respetamos la idea que constituye la base de lo anónimo de nuestras autoridades y nuestra existencia espiritual. Pero justamente una mirada a la prehistoria de esta vida espiritual, es decir, a la evolución del juego de abalorios, nos muestra necesariamente que toda fase de desarrollo, toda construcción, todo cambio, toda incidencia esencial, ya se interprete en sentido progresista, ya en sentido conservador, señala irrecusablemente a la persona que introdujo el cambio y se convirtió en instrumento de la transformación y el perfeccionamiento, no como a su único verdadero autor, pero si como a su rostro más ostensible.
Porque seguramente lo que hoy entendemos por personalidad, es algo ya muy diverso de lo que comprendieron por ello los biógrafos e historiadores de épocas precedentes. Para ellos, y justamente para los escritores de aquellas épocas que tuvieron netas tendencias biográficas, parece —podría decirse— que lo esencial de una personalidad fue lo discrepante, lo anormal y único, y aún, a menudo, lo patológico, mientras que nosotros los modernos hablamos generalmente de personalidades importantes sólo cuando encontramos seres humanos que, más allá de toda originalidad y rareza, lograron la inserción más perfecta posible en el orden general, la prestación más acabada en lo ultrapersonal. Si observamos con más atención, también la antigüedad conoció ya este ideal: la figura del «sabio» o del «ser perfecto» para los antiguos chinos, por ejemplo, o el ideal de la moral socrática, apenas pueden distinguirse de nuestro ideal moderno, y muchas grandes organizaciones espirituales, como la Iglesia romana en sus épocas más poderosas, tuvieron principios parecidos, y muchas de sus máximas figuras, como Santo Tomás de Aquino, nos parecen —como las primeras estatuas griegas— más arquetipos clásicos que individuos. De todos modos, en los días de la reforma espiritual que comenzó en el siglo XX y de la que somos herederos, aquel viejo y genuino ideal había ido perdiéndose evidentemente en medida casi total. Nos sorprendemos cuando las biografías de esas épocas cuentan con bastante amplitud cuántos hermanos y hermanas tuvo el protagonista o cuántas cicatrices y costurones dejaron en él el desenlace de la infancia, la pubertad, la lucha por el reconocimiento, el anhelo de amor. A los modernos no nos interesa la patología ni la anamnesia familiar, la vida vegetativa, la digestión y el sueño de un héroe; ni siquiera sus antecedentes espirituales, su formación a través de estudios y lecturas preferidas, etc., tienen importancia especial para nosotros. Sólo merece nuestro particular interés aquel único personaje que por naturaleza y educación estuvo colocado en condiciones para dejar diluir su persona casi perfectamente en su función jerárquica, sin que se perdiera la fuerte, viva y admirable espontaneidad que constituye el valor y la fragancia del individuo. Y sí entre persona y jerarquía surgen conflictos, los consideramos precisamente como piedra de toque de la grandeza de una personalidad. Del mismo modo que no aprobamos al rebelde a quien los deseos y las pasiones impulsan a romper con la norma, reverenciamos la memoria de las víctimas, los realmente trágicos.
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