Resumen del libro:
Aldous Huxley (1894-1963) no es sólo el singularísimo autor de Viejo muere el cisne, creador de una nueva fórmula novelesca; es también, en cuanto narrador, y aparte de sus ensayos, biografías y libros de viaje, un admirable cuentista. Ducho en todas las dimensiones de la ficción, se mueve con pareja maestría tanto en los espacios abiertos de la gran novela como en los más exiguos de la nouvelle. Acierta del mismo modo al presentar una acción fraccionada, vista en cortes transversales, yendo y viniendo a través del tiempo, como en «El joven Arquímedes», y otros tres apasionantes relatos, de ritmo seguido y progresión continua.
Fue la vista lo que nos decidió a alquilarla. Es cierto que la casa tenía sus inconvenientes. Estaba bastante lejos de la ciudad y no tenía teléfono. El alquiler era excesivamente caro y los desagües deficientes. En las noches de viento, cuando los vidrios mal colocados hacían en las maderas de las ventanas un ruido terrible como el de los ómnibus de hotel, la luz eléctrica, por algún misterioso motivo, se apagaba invariablemente y uno se quedaba en ruidosa oscuridad. Había un espléndido cuarto de baño; pero la bomba eléctrica, destinada a llevar el agua de los tanques a la terraza, no funcionaba. Puntualmente, en el otoño, el pozo de agua potable se secaba. Y nuestra casera mentía y era una tramposa.
Pero éstas son las pequeñas desventajas de todas las casas alquiladas, en todo el mundo. Para Italia no eran tan graves. He visto muchas casas que las tenían con cien más, sin poseer las compensadoras ventajas de la nuestra: la orientación al sur del jardín y la terraza para el invierno y la primavera, las amplias y frescas habitaciones al abrigo del calor estival, el aire de lo alto de la colina, la ausencia de mosquitos, y, por último, la vista.
¡Y qué vista! O más bien, ¡qué sucesión de vistas! Cambiaban cada día; y sin moverse de la casa se tenía la impresión de un perpetuo cambio de decoración: todos los encantos del viaje sin ninguno de sus inconvenientes. Había días de otoño en que todos los valles estaban llenos de neblina y las crestas de los Apeninos emergían, oscuras, de un liso lago blanco. Había días en que esa niebla invadía nuestras alturas y en que estábamos envueltos en un blando vapor en donde los olivos color de bruma, que bajaban, ante nuestras ventanas, hacia el valle, desaparecían, fundidos, se diría, en su propia esencia; y las dos únicas cosas firmes y definidas del pequeño mundo vago en que estábamos confinados eran los dos altos cipreses negros que se elevaban sobre una pequeña terraza en saliente a unos cien pies cuesta abajo. Se levantaban negros, agudos y sólidos, gemelas columnas de Hércules en el confín del mundo conocido; y más allá sólo había nubes pálidas y alrededor nebulosos olivares.
Eso era los días de invierno; pero había días de primavera y otoño, días invariablemente sin nubes o —más deliciosos todavía— variados por las enormes masas de vapor flotante que, nevadas sobre las lejanas cimas tocadas de nieve, desenvolvían gradualmente contra el brillante cielo azul pálido, enormes gestos heroicos. Y en lo alto del cielo, las colgaduras hinchadas de aire, los cisnes, los mármoles aéreos, desbaratados e inacabados por dioses hartos de creación casi antes de formarlos, vagaban adormecidos, a impulsos del aire, cambiando de forma con el movimiento. Y el sol aparecía y desaparecía detrás de ellos; y tan pronto la ciudad, allá en el valle, se esfumaba y casi desaparecía en la sombra, y semejante a una inmensa joya cincelada entre las colinas resplandecía con brillo propio. Y mirando a través del más cercano valle tributario que descendía bajo nuestra cuesta serpenteando hacia el Amo, y por sobre el lomo oscuro del monte en cuyo extremo promontorio se elevaban las torres de la iglesia de San Miniato, se veía el enorme domo aéreo, suspendido en su armazón de albañilería, el cuadrado campanil, la aguda flecha de Santa Croce, y la torre endoselada de la Signoria, levantándose encima del intrincado laberinto de casas, diversas y brillantes, como pequeños tesoros esculpidos en piedras preciosas… Sólo un instante, pues pronto su brillo se esfumaba otra vez, y el destello viajero no llegaba, entre las lejanas colinas azul índigo, más que a dorar una única cima.
Había días en que el aire estaba mojado de lluvia pasada o próxima, y en que todas las distancias parecían acortarse milagrosamente claras. Los olivos se destacaban uno a uno en las distantes laderas; las aldeas lejanas eran deliciosas y patéticas como pequeños y exquisitos juguetes. Había días de verano, días de tormenta amenazante, en que, luminosas y soleadas sobre un fondo de masas hinchadas negras y púrpuras, las colinas y las casas blancas brillaban como con un fulgor efímero, con un muriente fulgor, al borde de una horrible catástrofe.
¡Cómo cambiaban las colinas! Cada día y cada hora del día casi, eran distintas. Había momentos en que mirando por sobre la planicie de Florencia no se veía más que una silueta azul oscuro contra el cielo. El cuadro no tenía hondura; era sólo un cortinaje suspendido, sobre el que estaban pintados sin relieve los símbolos de las montañas. Y luego, casi de golpe con el pasar de una nube, o cuando el sol había declinado a un cierto nivel del firmamento, la escena plana se transformaba; y donde antes había sólo una cortina pintada, ahora había filas y filas de montes, en tonos y tonos desde el pardo, o gris, o verde oro hasta el lejano azul. Formas que hasta ese momento estaban fundidas indistintamente en una sola masa, ahora se descomponían en sus elementos. Fiesole, que había sido sólo un soporte del Monte Morello, ahora se revelaba como la cabeza saliente de otro sistema de montes, separado del baluarte más próximo, de sus vecinos mayores, por un profundo valle sombrío.
Al mediodía, en los ardores del verano, el paisaje se hacía oscuro, polvoriento, vago y casi descolorido bajo el sol de mediodía; los montes desaparecían entre las franjas temblorosas de cielo. Pero, al avanzar la tarde, surgía de nuevo el paisaje, perdía su anonimía, salía de la nada volviendo a la forma y a la vida. Y esa vida, a medida que el sol declinaba, declinaba lentamente en la larga tarde, se hacía más suntuosa, más intensa momento por momento. La luz horizontal, con su acompañamiento de sombras alargadas y oscuras, desnudaba, por decirlo así, la anatomía del terreno; los montes —cada escarpadura occidental brillante, y cada pendiente opuesta al sol hundida en sombra— se volvían macizos, proyectándose en sólido relieve. Aparecían, en el suelo liso en apariencia, hoyuelos y pequeños pliegues. Al este de nuestra cresta, borrando la planicie del Erna, un gran pico lanzaba su sombra, que se agrandaba sin cesar; entre el brillo vecino del valle una ciudad entera yacía eclipsada. Y al expirar el sol en el horizonte, mientras las colinas más distantes se enrojecían con su luz ardiente hasta que sus flancos iluminados tenían el color de rosas tostadas, los valles se colmaban con la bruma azul de la tarde. Y esa bruma subía y subía; el fuego se apagaba en los vidrios de las laderas habitadas; sólo las cimas ardían todavía, pero todas también se apagaban por fin. Las montañas al palidecer se entremezclaban y se fundían en una pintura plana de montañas contra el cielo pálido de la tarde. Un poco más y era de noche; y si la luna estaba llena, un fantasma de la escena muerta revivía en los ámbitos.
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