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El jardín secreto

Resumen del libro:

Mary es una niña inglesa nacida en la India. Sus padres no se preocupan de ella, y como nadie la quiere, es solitaria, antipática y amargada. Sorpresivamente queda huérfana y es enviada a Inglaterra, a la casa de campo de un tío. Pero éste -un hombre viudo, hosco y triste- casi nunca está allí. La mansión, situada en medio del páramo, es inmensa, con un enorme jardín. En él hay un sector amurallado, cuya puerta, oculta bajo la hiedra, está cerrada con llave. Hace diez años que el tío, luego de la muerte de su mujer, prohibió abrirla. Ese jardín secreto y las voces y los llantos que la niña escucha en las noches, la llenan de curiosidad y la impulsan a descubrir tanto misterio. Otra maravillosa novela de la autora de El pequeño Lord Fauntleroy, cuya interesante trama se entrelaza con el cambio de las estaciones y la llegada de la primavera.

I

No ha quedado nadie

Cuando Mary Lennox se fue a vivir con su tío a Misselthwaite Manor, todos decían que era una niña de aspecto muy desagradable; y era cierto. En su cara delgada se reflejaba una expresión amarga. Su cuerpo era flaco y pequeño; su pelo, de color amarillo, era fino y escaso; su rostro era también pálido, quizás porque había nacido en la India, en donde, por una razón u otra, enfermaba continuamente.

Su padre había sido empleado del gobierno inglés y sus obligaciones eran innumerables. Su madre, una mujer de gran belleza, sólo se preocupaba de asistir a las más alegres fiestas. Ella no quería tener una niña; por eso, cuando Mary nació, la entregó al cuidado de una aya a quien dio a entender que, para servir bien a la Mem Sahib debía mantenerla alejada de su presencia.

Así, esta niña irritable, débil y feúcha estuvo siempre lejos de su madre. Ella sólo recordaba haber visto a su alrededor las caras morenas de su aya y de los demás sirvientes hindúes. Estos, para que no llorara o molestara a la Mem Sahib, la obedecían y le daban gusto en todo. De esta manera, al cumplir los seis años, Mary se había convertido en un ser tiránico y egoísta. La joven institutriz inglesa contratada para enseñarle a leer y escribir le tomó tal antipatía que a los tres meses dejó su trabajo. Otro tanto ocurrió con las institutrices que la sucedieron, y si a Mary no le hubiera interesado verdaderamente saber lo que contenían los libros, ni siquiera habría aprendido a leer.

Tenía casi nueve años cuando una mañana de intenso calor la niña despertó muy malhumorada. Se enfadó aun más al ver a su lado a una sirvienta que no era su aya.

—¿Por qué has venido? —preguntó—. Yo no quiero que te quedes. Envíame a mi aya.

La mujer, que se veía asustada, sólo atinó a tartamudear que su aya no podía acudir. Mary se enfureció de tal manera que la sirvienta, cada vez más atemorizada, sólo atinaba a repetir que el aya no podía cuidar a la Missie Sahib.

Esa mañana parecía haber algo misterioso en el aire y nada era como de costumbre. Varios empleados habían desaparecido y aquellos a quienes Mary divisó se escabullían o corrían con caras cenicientas y asustadas. Pero nadie dijo nada a la niña acerca de lo que sucedía y tampoco su aya fue a verla. A medida que avanzaba la mañana, Mary se sentía cada vez más sola; se dirigió al jardín y comenzó a jugar bajo un árbol cerca de la casa.

Mientras fingía hacer pequeños ramos de hibiscos rojos, su enojo se fue intensificando, al mismo tiempo que murmuraba por lo bajo todas aquellas palabras y nombres desagradables que diría a su aya en cuanto volviera.

De pronto, escuchó a su madre. Ella había salido al corredor y hablaba con voz extraña a un joven que más parecía un muchacho. Mary sabía que era un oficial recién llegado de Inglaterra. La niña los observó fijamente, en particular a su madre, a quien siempre admiraba cuando tenía la oportunidad, puesto que la Mem Sahib —Mary a menudo la llamaba así— era una mujer alta, delgada y muy hermosa, de grandes y sonrientes ojos. Sus finas ropas parecían flotar y a Mary le hacía el efecto que siempre estaban cubiertas de encajes. Pero esa mañana sus ojos no sonreían; al contrario, se veían grandes y asustados mientras, con expresión implorante, se alzaban hacia el joven oficial a quien habló con voz trémula:

—¿De verdad, es tan seria la situación? —la oyó decir Mary.

—Muy grave —contestó el joven—. Terrible, señora Lennox. Hace dos semanas que usted debería haberse dirigido a las montañas.

La Mem Sahib se retorció las manos.

—¡Ya sé que lo debiera haber hecho! —exclamó—. Sólo me quedé para asistir a esa estúpida fiesta. ¡Qué tonta fui!

En ese momento se escuchó un fuerte y prolongado lamento que provenía de las habitaciones de los sirvientes. Mary empezó a temblar de la cabeza a los pies.

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede? —preguntó la señora Lennox.

—Alguien ha muerto —respondió el joven—. Usted no me dijo que había estallado entre sus sirvientes.

—¡No lo sabía! —gritó la Mem Sahib—. ¡Venga conmigo! ¡Venga! —dijo, y corrió hacia el interior de la casa.

A partir de ese momento los hechos se sucedieron en forma terrible y, por fin, Mary comprendió el misterio de la mañana. Se había declarado una violenta epidemia de cólera y las personas morían por cientos. El aya se había indispuesto durante la noche y su muerte fue la causa del lamento de los sirvientes. Antes de finalizar el día, fallecieron otros empleados, y los que aún quedaban vivos huyeron presas del terror. El pánico se extendió por la ciudad porque en casi todos los hogares había víctimas de la enfermedad.

En medio de la confusión y el desconcierto del día siguiente, Mary se escondió en su habitación. Como nadie se acordó de ella, quedó en la más completa ignorancia de los graves sucesos que ocurrían en la casa. Durante muchas horas estuvo sola y a intervalos durmió y lloró. Únicamente sabía que había muchos enfermos y hasta ella llegaban misteriosos y extraños sonidos. En un momento se deslizó hasta el desierto comedor en donde quedaban restos de comida. El desorden de las sillas y platos indicaba que, por alguna razón, alguien los había empujado al levantarse de improviso. La niña comió algunas frutas y galletas y, como tenía sed, bebió un vaso de vino dulce que estaba allí, a medio consumir. Luego, sintiéndose adormecida, volvió a encerrarse en su dormitorio. Los gritos que oía a lo lejos y el ruido de pasos precipitados la asustaban, pero el vino le provocó tanto sueño que pronto ya no pudo mantener los ojos abiertos. Se recostó y por largas horas durmió profundamente sin saber lo que pasaba a su alrededor.

Cuando despertó, se quedó tendida mirando hacia la pared. El silencio era absoluto. No se escuchaban voces ni pasos. Mary pensó que quizás los enfermos se habrían mejorado y todos los problemas estaban ya solucionados. Se preguntó entonces quién cuidaría de ella ahora que su aya había muerto. Probablemente le buscarían otra. No lloró, pues no era una niña afectiva y jamás se preocupaba de los demás. Pero estaba asustada y también resentida porque nadie se acordaba de su existencia. Sin embargo, pensaba, si habían mejorado seguramente alguien la recordaría y volvería a buscarla.

Pero no llegó nadie y mientras seguía tendida en su cama, la casa parecía cada vez más silenciosa. Repentinamente escuchó algo que se arrastraba bajo la estera. Se dio vuelta y vio deslizarse una pequeña serpiente que la observaba con ojos que parecían joyas. Mary no se asustó pues sabía que ese pequeño animal no le haría daño. Al contrario, más bien parecía querer salir cuanto antes de la habitación. Y, en efecto, poco después se deslizó bajo la puerta y desapareció de su vista.

“¡Qué extraño y silencioso está todo! —se dijo—. Es como si en la casa no hubiera nadie más que la serpiente y yo”

Casi al mismo tiempo escuchó unos pasos que se acercaban. Eran pasos de hombres que entraban en la casa hablando en voz baja. Nadie salió a recibirlos y parecía que ellos mismos abrían puertas y las volvían a cerrar.

—¡Qué desolación! —oyó decir Mary—. ¡Y esa preciosa mujer! Supongo que la niña también, pues oí decir que había una niña, a pesar de que nadie la conoce.

Cuando unos minutos más tarde abrieron la puerta de la habitación de Mary, ella se encontraba de pie. Los dos hombres vieron a una pequeña y fea niña con el entrecejo fruncido porque estaba empezando a tener hambre y a sentirse abandonada. Uno de los primeros en descubrirla fue un oficial a quien Mary había visto en compañía de su padre. Parecía cansado y preocupado, mas, al verla, se sorprendió de tal manera que dio un salto hacia atrás.

—¡Barney! —gritó—. ¡Que Dios nos ampare! ¡En un lugar como éste hay una niña! ¿Quién eres?

—Soy Mary Lennox —dijo la niña, enderezándose. Ella pensó que el hombre era muy mal educado al llamar la casa de su padre “¡un lugar como éste!”—. Me quedé dormida cuando se enfermaron de cólera y recién he despertado. ¿Por qué no vinieron a buscarme?

—¡Es la niña que nadie conocía! —exclamó el hombre volviéndose a sus compañeros—. ¡Se olvidaron de ella!

—¿Por qué se olvidaron de mí? —preguntó Mary golpeando el suelo con el pie—. ¿Por qué no viene alguien?

El joven llamado Barney la miró con pena y Mary pensó que había parpadeado como para librarse de una lágrima.

—¡Pobre pequeñita! —exclamó—. No ha quedado nadie que pueda venir.

De esta extraña y repentina manera, Mary descubrió que ya no tenía padre ni madre. Habían muerto durante la noche y los habían sacado rápidamente de la casa. Los sirvientes que sobrevivieron abandonaron el lugar sin acordarse para nada de la existencia de la Missie Sahib. Esta era la razón por la cual la casa parecía tan quieta. Era verdad que allí no se encontraban más que Mary y la serpiente.

El jardín secreto – Frances Hodgson Burnett

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