Resumen del libro:
Una historia de amor, mar y guerra
«Su estilo elegante se combina con un gran manejo de la lengua española. Pérez-Reverte es un maestro.»
La Stampa
«Nada traiciona, tanto tiempo después, la mujer que desde hace dos años vive sola junto al mar con un perro y unos libros. Qué otra cosa, decide, sería el impulso, o el deseo, de permanecer abrazada a ese hombre para siempre. Ignora qué habrá en su cabeza dentro de un par de horas, cuando la claridad del día la despeje del todo e ilumine con más crudeza su conciencia. Lo cierto es que en este momento, sin duda alguna, desearía morir si él muriera.»
En los años 1942 y 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, buzos de combate italianos hundieron o dañaron catorce barcos aliados en Gibraltar y la bahía de Algeciras. En esta novela, inspirada en hechos reales, sólo algunos personajes y situaciones son imaginarios. Elena Arbués, una librera de veintisiete años, encuentra una madrugada mientras pasea por la playa a uno de esos buzos, desvanecido entre la arena y el agua. Al socorrerlo, la joven ignora que esa determinación cambiará su vida y que el amor será sólo parte de una peligrosa aventura.
Entre 1942 y 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, buzos de combate italianos hundieron o dañaron catorce barcos aliados en Gibraltar y la bahía de Algeciras. Esta novela está inspirada en esos hechos reales. Sólo los personajes y algunas situaciones son imaginarios.
El perro lo descubrió primero. Corrió hacia la orilla y se quedó olfateando y moviendo el rabo mientras gruñía con suavidad junto al bulto negro, inmóvil entre la arena y el agua color de nácar que reflejaba la primera claridad del día. El sol no sobrepasaba aún la sombra oscura del Peñón, proyectándola en la superficie de la bahía silenciosa y quieta como un espejo, salpicada por los barcos fondeados que apuntaban sus proas hacia el sur. El cielo era azul pálido, sin una nube, sólo marcado por la columna de humo que ascendía cerca de la embocadura del puerto; allí donde un barco, alcanzado durante la noche por un submarino o un ataque aéreo, había estado ardiendo toda la madrugada.
—¡Argos!… ¡Ven aquí, Argos!
Era un hombre. Lo comprobó mientras se acercaba, con el perro correteando ahora entre ella y el bulto inmóvil, como si la invitase gozoso a compartir el hallazgo. Un hombre vestido de caucho negro mojado y reluciente. Estaba tumbado de bruces en la orilla, el rostro y el torso en la arena y las piernas todavía en el agua, cual si se hubiera arrastrado hasta allí o lo hubiera depositado la marea. En la cintura llevaba sujeto con correas un cuchillo, en la muñeca izquierda, dos extraños y grandes relojes, y en la derecha un tercero. Las agujas de uno de ellos marcaban las 7 y 43.
Se arrodilló a su lado en la arena húmeda, y le tocó la cabeza: tenía el pelo negro y lo llevaba muy corto. Del pecho pendían una máscara de goma y un extraño aparato con dos cilindros metálicos. Sangraba por la nariz y los oídos y seguramente estaba muerto. Ella recordó las explosiones nocturnas, los focos de la defensa antiaérea que habían iluminado el cielo y el barco incendiado, y por un instante pensó que podía tratarse de un marinero. Pero en seguida comprendió que ese hombre no venía de una de las naves ancladas en la bahía, sino del mar mismo. O del cielo. Era un aviador, o un submarinista. Tal vez uno de los alemanes o italianos que atacaban Gibraltar desde hacía dos años. Y la línea de demarcación entre España y la colonia británica se hallaba a sólo tres kilómetros de allí, siguiendo la playa hacia levante.
Iba a levantarse para avisar a la Guardia Civil —había un puesto cercano tierra adentro, en la zona militar de Campamento— cuando creyó oírlo respirar. De modo que se inclinó de nuevo hacia él, acercándole dos dedos a la boca y el cuello, y entonces sintió un leve aliento y el latido muy débil del pulso en la arteria. Miró alrededor, confusa, en demanda de ayuda. La playa estaba desierta: a un lado la curva de arena que llevaba hasta la población de La Línea y la frontera, y al otro las casitas lejanas y sueltas de los pescadores de Puente Mayorga, que a esas horas faenaban en la bahía. No había nadie a la vista. El edificio más próximo era su propia casa, situada a un centenar de pasos de la orilla: una pequeña vivienda de una planta rodeada de palmeras y buganvillas.
Decidió llevar al hombre allí para socorrerlo antes de avisar a las autoridades. Y esa determinación cambió su vida.
…