Resumen del libro:
Ann Radcliffe (1764-1823) es posiblemente la autora con más carisma entre todos los escritores que, hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, cultivaron con pasión un tipo de relato terrorífico que con el tiempo se denominaría literatura gótica o género gótico. Dos son las obras de Ann Radcliffe que reúnen en su trama los elementos más característicos de un buen relato gótico -castillos tenebrosos, conventos y criptas siniestras, clérigos perversos y heroínas románticas perseguidas-: «Los misterios de Udolfo» (Gótica núm. 5), y la presente, «El Italiano». A las ilustres perseguidas de las pesadillas de Radcliffe hay que añadir ahora a la desgraciada Ellena di Rosalba, víctima del monje despiadado Schedoni. Ellena es arrancada de un medio seguro y amable para ser arrojada sin contemplaciones a un mundo hórrido y hostil, lleno de amenazas y de peligros, un universo dominado por lo desconocido, cuyo reflejo en la mente de la heroína adopta la sinuosa forma de la angustia. Secuestrada y conducida a un apartado convento, encerrada posteriormente en un castillo bajo el dominio del malvado, Ellena se ve inmersa repentinamente en el ámbito gótico, un espacio cerrado, tenebroso, impreciso y laberíntico. «El Italiano» no sólo provoca emociones intensas que provienen de lo oscuro e ignoto, sino que también hace que el entendimiento se ponga en movimiento para buscar las claves del misterio, dando lugar de este modo a placeres de naturaleza eminentemente intelectual.
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo, despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al encuentro de los que llegaban.
El interior del templo carecía de los ornamentos y el esplendor general que distinguen a las iglesias italianas, y muy en particular a las de Nápoles; pero mostraba una sencillez y grandiosidad de trazado bastante más interesantes para las personas de gusto, y una solemnidad de luz y sombra mucho más apta para elevar la devoción.
Una vez que el grupo hubo examinado las diferentes capillas y cuanto parecía digno de ver, y volvía hacia la entrada por una oscura nave lateral, descubrió al individuo del atrio que se dirigía a un confesonario de la izquierda; en el momento en que se metía en uno de sus lados uno de los visitantes se lo señaló al fraile, y le preguntó quién era. El fraile lo observó, pero no contestó; y al serle repetida la pregunta, inclinó la cabeza en una especie de gesto de obediencia, y replicó con el mayor aplomo: «Es un asesino».
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