Resumen del libro:
“El Infierno” de Carmen Mola, un seudónimo que esconde a los talentosos autores Antonio Mercero, Agustín Martínez y Jorge Díaz, nos adentra en las turbulentas calles de un Madrid ensangrentado por un levantamiento militar contra la reina Isabel II. La obra se desarrolla en medio del caos y la violencia que campan por toda la ciudad, donde dos personajes, Leonor y Mauro, se ven atrapados en un homicidio que marcará sus vidas de manera irremediable.
Leonor, una bailarina, y Mauro, un estudiante de Medicina, se ven forzados a enfrentar un destino incierto para evitar la prisión o la muerte. Leonor huye a La Habana, buscando un refugio que promete ser un paraíso, pero la realidad que encuentra es muy diferente a sus expectativas. En la Cuba de la época, las plantaciones de azúcar y los ingenios esconden la tragedia de un esclavismo brutal que sigue siendo una parte viva de la sociedad.
Entre los esclavos, Mauro reaparece en la vida de Leonor, pero tal vez sea demasiado tarde para recuperar su amor perdido. A medida que ambos luchan desesperadamente por escapar de este infierno, descubren que el ingenio donde se encuentran oculta una trama de asesinatos que siguen un siniestro rito ancestral, una trama brutalmente feroz que amenaza con consumirlos.
“El Infierno” es una novela que se adentra en las profundidades de la historia y el suspense, sumergiendo al lector en una trama de misterio y secretos. Los autores, conocidos por su exitosa saga protagonizada por la inspectora Elena Blanco, demuestran una vez más su maestría en el género de la novela negra y su habilidad para transportar al lector a épocas oscuras y desconocidas.
En esta obra, los autores logran crear una atmósfera rica en detalles históricos y una trama intrigante que mantiene al lector en vilo a medida que se desvelan oscuros secretos y se exploran los rincones más sombríos de la sociedad de la época. “El Infierno” es una novela que cautiva y atrapa desde la primera página, una lectura imprescindible para los amantes del suspense histórico y de la narrativa de alta calidad.
El infierno
PRIMER CÍRCULO
—¿Quieres ser tan poderoso como la reina? Nunca vas a tener palacios ni joyas o ejércitos, pero sí puedes ser como ella. Incluso más. Quítale la vida a alguien, a un gato, a uno de esos ropavejeros que no saben ni su nombre, quítasela despacio, que sepa que te la estás llevando, y en su mirada verás que, en ese momento, para esa persona, eres más que la reina, eres más que Dios.
Estábamos sentados en las escaleras de la iglesia de San Sebastián, dos niños de unos diez o doce años —nunca he sabido con exactitud en qué año nací— que esperaban la salida de misa para pedir unas monedas. Fantaseábamos con abandonar los harapos de huérfanos y no solo tener un plato de comida caliente al día, sino un carruaje tirado por caballos árabes, un castillo, un país, cuando él, con la mirada traviesa, me confesó cómo podría ser aún más grande que la reina. Mi memoria ha regresado muchas veces a aquel Madrid que boqueaba exhausto tras el cólera, mísero y sucio, arrastrándose a los pies de unos pocos que refulgían como emperadores bañados en oro. A aquellas palabras. Habrían de pasar muchos años hasta entender que no tenían nada de inofensivo.
Mi vida, errática y equivocada, me sacó de aquel Madrid, me dejó olvidado en un convento de Calatrava donde, a pesar de los monjes —fieras que usaban a aquel niño y después adolescente como a un mulo de carga—, aprendí las letras y a tener el valor necesario para huir. Todavía era ajeno a que ese sería el signo de mis días: la huida, siempre inútil, porque el cobarde nunca logra escapar del todo, y yo no soy otra cosa que un cobarde al que persiguen el miedo y la culpa, como ese ojo sin párpado del relato de Philarète Chasles, pegado a mi espalda, observándome.
No pretendo erigirme en protagonista de nada, ni siquiera del viaje al infierno que es mi vida; no merece la pena detallar las vicisitudes que me trajeron a esta isla de las Antillas, como tampoco importa mi nombre.
Hay tantos nombres que, algunos, los quiero olvidar, y los que recuerdo prefiero omitirlos. Me falta el valor ciego de los héroes, ese que no mide las consecuencias. Solo consignaré uno aquí: Santa Catalina de Baracoa. Un nombre que también es una historia. La de un navío, un barco fantasma que fue hallado en 1852, en la ensenada de Cochinos, en Cuba.
Según contaban, dos pescadores criollos y analfabetos de la Ciénaga de Zapata fueron quienes lo encontraron: Anatael y su hijo Bardo. Decidí buscarlos, averiguar si podía haber alguna relación entre ese barco fantasma y el lugar que había destruido mi vida.
Conocí a Bardo en una choza insalubre donde el joven pescador se había instalado lejos del mar, todavía atemorizado, como si viviera en la mañana posterior a la pesadilla. Me dijo que ese mismo miedo fue lo que se llevó la vida de su padre, que si pudiera abandonaría Cuba, que cualquier rincón del mundo sería mejor que esta isla donde habita el demonio. Pensé contestarle que cuando el demonio pisa tu sombra no hay donde huir, pero de nada habría servido avivar las brasas de su terror.
Bardo se encontró con su padre en la playa Larga, en el alba de un día de junio de 1852. Anatael ya había preparado las redes. Como muchas otras mañanas, el chico llegaba tarde. La noche anterior se había dejado llevar por el baile y el aguardiente en una tienda de adobe donde los jamones y chorizos colgados del techo hacían el aire tan espeso como la leche. Esa mañana en la que el sol se resistía a despuntar —y nunca lo hizo, me dijo Bardo, como si el astro hubiera preferido no ver lo que sucedía a sus pies— no quiso discutir con su padre y encajó en silencio los reproches.
Todavía no habían superado el primer cayo cuando vieron aparecer una barca. Cabeceaba encallada entre los corales que bordean el este de la bahía, ocultos y peligrosos para cualquier navegante extraño, y eso fue lo primero que pensaron cuando llegaron hasta ella: abandonada, rota en el costado de babor, supusieron algún naufragio, que sus ocupantes habrían saltado al mar, la tierra no estaba lejos y se podía alcanzar a nado. Pero ¿de dónde venía esa barca? En la aleta leyeron una inscripción, «Santa Catalina», y Anatael aventuró —con acierto— que esa barca bien podría ser el bote de salvamento de alguno de los clípers que, a veces, guarecidos por la noche, atracaban en esas playas a las que nadie prestaba atención para entregar una mercancía prohibida.
«Debimos dar la vuelta entonces», se lamentaba Bardo cuando estuve con él. Una vez en la aldea, habrían buscado a un guardia civil, alguna autoridad a la que transmitir el hallazgo y, así, salir de esta historia como unos actores secundarios. Pero no lo hicieron, se adentraron en el mar de las Antillas porque su padre estaba decidido a no regresar hasta que llenaran las redes de pargos o de tilapias rojas. La silueta del Santa Catalina se dibujó como una grieta en el muro gris que era el cielo aquella mañana.
Remaron hasta el pecio, un clíper de tres palos, con velas cuadradas y al menos cuarenta y cinco metros de eslora; un verdadero galgo. Aunque ya estaban de moda los barcos propulsados a vapor, los clípers mantenían su vieja dignidad a la hora de cruzar el Atlántico. La elegancia del Santa Catalina se desvaneció cuando estuvieron más cerca: el palo mesana quebrado, las velas rasgadas incapaces de cobijar al viento, y un silencio absoluto mientras trepaban por la escalerilla, un silencio opresivo y preñado del olor a carne putrefacta.
Bardo se tapó la nariz y la boca nada más pisar la cubierta. ¿De dónde venía el hedor? Ni siquiera el mar era capaz de taparlo, se imponía a todas las cosas, ácido y penetrante, se clavaba dentro de él. A Anatael, sin embargo, parecía no afectarle. Gritaba de un lado a otro mientras recorría una cubierta desierta y herida por una supuesta tormenta, sin rastro de tripulación.
Las velas caídas entre los palos mayores estaban teñidas de rojo y, al levantarlas, Bardo descubrió la fuente de la pestilencia. Cuerpos blancos se amontonaban con los de algunos negros semidesnudos; diez, quizá más, me dijo Bardo, no llegó a contarlos, todos tiznados de sangre reseca, las heridas abiertas de cuchillos, de disparos, verdeaban como la fruta que revela la podredumbre interior a través de una aureola de su piel. Se apartó entre náuseas y buscó con la mirada la paz en el mar. Anatael lo abrazó. «Un motín», le dijo su padre, el Santa Catalina tal vez transportaba esclavos, no sería el primero que depositaba esa mercancía en la bahía de Cochinos, aunque ambos sabían que diez o doce negros no podían ser toda la carga de un clíper como ese.
¿Por qué los cadáveres estaban amontonados en el mismo lugar y no esparcidos por la cubierta como habría sido lógico si allí se hubiera vivido una batalla? Buscaron algún superviviente. Llegaron al castillo de proa, al camarote del capitán. Miraron dentro sin esperanza, como habían mirado en todas partes. El naufragio parecía haber afectado también a los objetos: un catalejo, un mapa, la mesa, estaban preparados para sumergirse en las aguas y dejarse amortajar por los corales, para que los peces fueran sus nuevos dueños. «No mires», le dijo su padre, pero Bardo, como siempre que oímos una orden así, hizo lo contrario.
En una silla, atado a los reposabrazos, estaba el capitán, así lo atestiguaba su indumentaria. En un primer vistazo, Bardo pensó que estaba vivo, sus ojos abiertos, su rictus, no eran los de un cadáver, sino más bien los del enfermo que pone toda su energía para contener el dolor. Un hilo de sangre le caía por la frente. «Vete, sal de aquí», le ordenó Anatael, y le habría gustado hacerlo, pero su cuerpo no obedecía. Al capitán le habían arrancado la tapa del cráneo —después se daría cuenta de que estaba a sus pies, rasurada—, y en el cerebro —pues eso debía ser la masa sanguinolenta que podía ver— le habían clavado dos palos finos, como ramas de arbusto, anudados de tal forma que semejaban un crucifijo, pero daba la impresión de que quien fuera su torturador se había entretenido removiendo esa burda cruz, batiendo el cerebro hasta convertirlo en una amalgama viscosa.
Anatael sacó a su hijo a empujones del camarote. ¿Qué demonio es capaz de hacer algo así?, se desesperaba Bardo. No recordaba qué más dijo, pero sus gritos resonaron por todo el barco. Guiándolo de la mano como a un ciego, su padre lo condujo hasta la bodega, donde había identificado unos golpes. Cogió antes un cuchillo que encontró entre los cadáveres; no sabía qué podía haber debajo de la portezuela que, ahora, volvía a ser golpeada con insistencia.
Cuando la abrieron, cientos de ojos y bocas, de rostros negros que apenas respiraban, escuálidos, como muertos venidos de otro mundo, se clavaron en ellos.
«Y, sin embargo, nada de toda aquella pesadilla fue lo que enfermó a mi padre», me reveló Bardo en su choza. «Fue el perro. Un perro negro que no sabíamos de dónde había surgido y que de repente estaba en la cubierta. Ladraba y babeaba como si tuviera la rabia, las patas delanteras bien clavadas en el suelo. Nos miraba y parecía decirnos: vosotros no deberíais estar aquí. Este es mi reino. Os condenaré para siempre por subir a mi barco».
Las historias que se contaron del Santa Catalina se detienen en la horrible muerte del capitán, en el cargamento de esclavos moribundos, y ninguna habla de ese perro. Del animal que Bardo y su padre vieron en la cubierta y que se transformó en obsesión. Anatael creía escucharlo cada noche, temía despertar y encontrarlo junto a su cama. Tanto era su miedo que se convirtió en una enfermedad y, año tras año, lo fue debilitando, porque el miedo también puede matar.
Mi amigo de la infancia, si es que se le puede llamar así, sí sabía de la existencia de ese perro, yo mismo pude verlo más tarde, por eso eligió el nombre de Santa Catalina de Baracoa para su ingenio: para encerrar en esas palabras la historia del barco y hacerla suya. Para homenajear al perro.
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