El idiota

Libro El idiota, de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky

Resumen del libro: "El idiota" de

El idiota es una novela de Fyodor Dostoyevsky que narra la vida del príncipe Myshkin, un joven noble que regresa a Rusia después de haber estado en un sanatorio suizo por su epilepsia. Myshkin es un hombre bondadoso, inocente y compasivo, que representa un ideal de pureza moral en una sociedad corrupta y egoísta. En su viaje conoce a Rogozhin, un comerciante obsesionado con la bella Nastasya Filippovna, una mujer que ha sufrido el abuso de su tutor Totsky y que se debate entre el amor y el odio hacia él. Myshkin se siente atraído por Nastasya Filippovna, pero también por Aglaya, la hija menor del general Epanchin, un rico y respetado aristócrata. Entre estos cuatro personajes se desarrolla un complejo triángulo amoroso, que tendrá consecuencias trágicas para todos ellos.

La novela explora temas como el bien y el mal, la locura y la razón, el amor y el odio, la religión y la política, la culpa y el perdón. Dostoyevski crea un retrato profundo y crítico de la sociedad rusa del siglo XIX, donde los valores tradicionales se ven amenazados por el materialismo, el nihilismo y el liberalismo. El idiota es una obra maestra de la literatura universal, que cuestiona la posibilidad de la bondad humana en un mundo hostil y decadente. Al escribir El idiota, Dostoyevski se propuso explorar cómo le iría a un personaje parecido a Cristo, el príncipe Myshkin, en una sociedad moderna corrupta. El escritor inserta un alma desinteresada e intrínsecamente pura en un caos social caracterizado por la omnipresente desigualdad social y financiera. La novela examina las consecuencias de colocar a un individuo tan único en el centro de los conflictos, deseos, pasiones y egoísmo de la sociedad mundana, tanto para el hombre mismo como para aquellos con quienes se involucra.

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Primera parte

I

A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla.

En uno de los coches de tercera clase iban sentados, desde la madrugada, dos viajeros que ocupaban los asientos opuestos correspondientes a la misma ventanilla. Ambos eran jóvenes, ambos vestían sin elegancia, ambos poseían escaso equipaje, ambos tenían rostros poco comunes y ambos, en fin, deseaban hablarse mutuamente. Si cualquiera de ellos hubiese sabido lo que la vida del otro ofrecía de particularmente curioso en aquel momento, habríase sorprendido, sin duda, de la extraña casualidad que les situaba a los dos frente a frente en aquel departamento de tercera clase del tren de Varsovia. Uno de los viajeros era un hombre bajo, de veintisiete años poco más o menos, con cabellos rizados y casi negros, y ojos pequeños, grises y ardientes. Tenía la nariz chata, los pómulos huesudos y pronunciados, los labios finos y continuamente contraídos en una sonrisa burlona, insolente y hasta maligna. Pero la frente, amplia y bien modelada, corregía la expresión innoble de la parte inferior de su rostro. Lo que más sorprendía en aquel semblante era su palidez, casi mortal. Aunque el joven era de constitución vigorosa, aquella palidez daba al conjunto de su fisonomía una expresión de agotamiento, y a la vez de pasión, una pasión incluso doliente, que no armonizaba con la insolencia de su sonrisa ni con la dureza y el desdén de sus ojos. Envolvíase en un cómodo sobretodo de piel de cordero que le había defendido muy bien del frío de la noche, en tanto que su vecino de departamento, evidentemente mal preparado para arrostrar el frío y la humedad nocturna del noviembre ruso, tiritaba dentro de un grueso capote sin mangas y con un gran capuchón, tal como lo usan los turistas que visitan en invierno Suiza o el norte de Italia, sin soñar, desde luego, en hacer el viaje de Endtkuhnen a San Petersburgo. Lo que hubiese sido práctico y conveniente en Italia resultaba desde luego insuficiente en Rusia. El poseedor de este capote representaba también veintiséis o veintisiete años, era de estatura algo superior a la media, peinaba rubios y abundantes cabellos, tenía las mejillas muy demacradas y una fina barba en punta, casi blanca en fuerza de rubia. Sus ojos azules, grandes y extáticos, mostraban esa mirada dulce, pero en cierto modo pesada y mortecina, que revela a determinados observadores un individuo sujeto a ataques de epilepsia. Sus facciones eran finas, delicadas, atrayentes y palidísimas, aunque ahora estaban amoratadas por el frío. Un viejo pañuelo de seda, anudado, contenía probablemente todo su equipaje. Usaba, al modo extranjero, polainas y zapatos de suelas gruesas. El hombre del sobretodo de piel de cordero y de la cabellera negra examinó este conjunto, quizá por no tener mejor cosa en qué ocuparse, y, dibujando en sus labios esa indelicada sonrisa con la que las personas de mala educación expresan el contento que les producen los infortunios de sus semejantes, se decidió al fin a hablar al desconocido.

—¿Tiene usted frío? —preguntó, acompañando su frase con un encogimiento de hombros.

—Mucho —contestó en seguida su vecino—. Y eso que no estamos más que en tiempo de deshielo. ¿Qué sería si helase? No creí que hiciese tanto frío en nuestra tierra. No estoy acostumbrado a este clima.

—Viene usted del extranjero, ¿verdad?

—Sí, de Suiza.

—¡Fííí! —silbó el hombre de la cabellera negra, riendo.

Se entabló la conversación. El joven rubio respondía con naturalidad asombrosa a todas las preguntas de su interlocutor, sin parecer reparar en la inoportunidad e impertinencia de algunas. Así, hízole saber que durante mucho tiempo, más de cuatro años, había residido fuera de Rusia. Habíanle enviado al extranjero por hallarse enfermo de una singular dolencia nerviosa caracterizada por temblores y convulsiones: algo semejante a la epilepsia o al baile de San Vito. El hombre de cabellos negros sonrió varias veces mientras le escuchaba y rió sobre todo cuando, preguntándole: —¿Y qué? ¿Le han curado?—, su compañero de viaje repuso:

El idiota: novela de Dostoyevski

Fiódor Dostoyevski. Moscú, 1821 - San Petersburgo, 1881 Novelista ruso. Educado por su padre, un médico de carácter despótico y brutal, encontró protección y cariño en su madre, que murió prematuramente. Al quedar viudo, el padre se entregó al alcohol, y envió finalmente a su hijo a la Escuela de Ingenieros de San Petersburgo, lo que no impidió que el joven Dostoievski se apasionara por la literatura y empezara a desarrollar sus cualidades de escritor.

A los dieciocho años, la noticia de la muerte de su padre, torturado y asesinado por un grupo de campesinos, estuvo cerca de hacerle perder la razón. Ese acontecimiento lo marcó como una revelación, ya que sintió ese crimen como suyo, por haber llegado a desearlo inconscientemente. Al terminar sus estudios, tenía veinte años; decidió entonces permanecer en San Petersburgo, donde ganó algún dinero realizando traducciones.

La publicación, en 1846, de su novela epistolar Pobres gentes, que estaba avalada por el poeta Nekrásov y por el crítico literario Belinski, le valió una fama ruidosa y efímera, ya que sus siguientes obras, escritas entre ese mismo año y 1849, no tuvieron ninguna repercusión, de modo que su autor cayó en un olvido total.

En 1849 fue condenado a muerte por su colaboración con determinados grupos liberales y revolucionarios. Indultado momentos antes de la hora fijada para su ejecución, estuvo cuatro años en un presidio de Siberia, experiencia que relataría más adelante en Recuerdos de la casa de los muertos. Ya en libertad, fue incorporado a un regimiento de tiradores siberianos y contrajo matrimonio con una viuda con pocos recursos, Maria Dmítrievna Isáieva.

Tras largo tiempo en Tver, recibió autorización para regresar a San Petersburgo, donde no encontró a ninguno de sus antiguos amigos, ni eco alguno de su fama. La publicación de Recuerdos de la casa de los muertos (1861) le devolvió la celebridad. Para la redacción de su siguiente obra, Memorias del subsuelo (1864), también se inspiró en su experiencia siberiana. Soportó la muerte de su mujer y de su hermano como una fatalidad ineludible. En 1866 publicó El jugador, y la primera obra de la serie de grandes novelas que lo consagraron definitivamente como uno de los mayores genios de su época, Crimen y castigo.

La presión de sus acreedores lo llevó a abandonar Rusia y a viajar indefinidamente por Europa junto a su nueva y joven esposa, Ana Grigorievna. Durante uno de esos viajes su esposa dio a luz una niña que moriría pocos días después, lo cual sumió al escritor en un profundo dolor. A partir de ese momento sucumbió a la tentación del juego y sufrió frecuentes ataques epilépticos.

Tras nacer su segundo hijo, estableció un elevado ritmo de trabajo que le permitió publicar obras como El idiota (1868) o Los endemoniados (1870), que le proporcionaron una gran fama y la posibilidad de volver a su país, en el que fue recibido con entusiasmo. En ese contexto emprendió la redacción de Diario de un escritor, obra en la que se erige como guía espiritual de Rusia y reivindica un nacionalismo ruso articulado en torno a la fe ortodoxa y opuesto al decadentismo de Europa occidental, por cuya cultura no dejó, sin embargo, de sentir una profunda admiración.

En 1880 apareció la que el propio escritor consideró su obra maestra, Los hermanos Karamazov, que condensa los temas más característicos de su literatura: agudos análisis psicológicos, la relación del hombre con Dios, la angustia moral del hombre moderno y las aporías de la libertad humana. Máximo representante, según el tópico, de la «novela de ideas», en sus obras aparecen evidentes rasgos de modernidad, sobre todo en el tratamiento del detalle y de lo cotidiano, en el tono vívido y real de los diálogos y en el sentido irónico que apunta en ocasiones junto a la tragedia moral de sus personajes.

Cine y Literatura
Película: El idiota

El idiota

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