Resumen del libro:
El hombre sin atributos de Robert Musil es una de las obras monumentales de la literatura moderna. Escrito entre 1930 y 1942, este libro inconcluso ofrece una profunda reflexión sobre la naturaleza humana y el ocaso de la sociedad de principios del siglo XX. La historia se desarrolla en la ficticia Kakania, una representación satírica del Imperio austrohúngaro, donde se percibe una sociedad aristocrática en plena decadencia, abocada a la inminente desintegración con el inicio de la Primera Guerra Mundial. La habilidad de Musil para capturar este ambiente crepuscular y absurdo convierte a la novela en una tragicomedia con pinceladas de realismo satírico.
Ulrich, el protagonista, encarna el “hombre sin atributos”, un matemático idealista y observador irónico de la realidad. Sin una personalidad definida ni una dirección clara en la vida, Ulrich se convierte en un espectador de los absurdos que lo rodean. Frente a él, se presentan personajes como Arnheim, un millonario prusiano que simboliza el “hombre con atributos”, con opiniones vastas y un aire de pomposidad que contrasta con la indiferencia de Ulrich. Los diálogos de Arnheim oscilan entre temas tan dispares como la inseminación artificial y las tallas medievales, creando una imagen tragicómica de los valores y preocupaciones de su tiempo.
Musil introduce personajes femeninos de gran relevancia, como Leona, Bonadea y Diotima, cada una de las cuales representa diferentes facetas de la sociedad y de la relación de Ulrich con el mundo. Diotima, una mujer bella y ambiciosa, lidera la “Acción Paralela”, una iniciativa absurda y pretenciosa que pretende dar una razón de ser a una sociedad vacía de ideales genuinos. Musil se sirve de estos personajes para construir una sátira de la nobleza y la burguesía europeas, mostrando una aristocracia desconectada y autocomplaciente.
Robert Musil, nacido en Austria en 1880, fue uno de los escritores más incisivos y visionarios de su generación. Su escritura, influenciada por la filosofía y la ciencia, explora temas de identidad, moralidad y el lugar del individuo en una sociedad en crisis. Su obra, especialmente en El hombre sin atributos, revela su capacidad para observar el mundo con precisión analítica y una ironía devastadora, creando una narrativa que trasciende el tiempo y se convierte en una alegoría universal.
El hombre sin atributos, a pesar de ser una obra inconclusa, ha dejado una profunda huella en la literatura del siglo XX. Musil nos lleva a explorar temas como la alienación, la moralidad y la búsqueda de sentido en una sociedad en descomposición. A través de una prosa precisa y un agudo sentido del humor, Musil construye una crítica de la vacuidad de las instituciones sociales y de los ideales de su tiempo, convirtiendo a esta novela en una obra imprescindible para entender los dilemas de la modernidad.
1 – Accidente sin trascendencia
SOBRE el Atlántico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre Rusia; de momento no mostraba tendencia a esquivarlo desplazándose hacia el norte. Las isotermas y las isóteras cumplían su deber. La temperatura del aire estaba en relación con la temperatura media anual, tanto con la del mes más caluroso como con la del mes más frío y con la oscilación mensual aperiódica. La salida y puesta del sol y de la luna, las fases de la luna, de Venus, del anillo de Saturno y muchos otros fenómenos importantes se sucedían conforme a los pronósticos de los anuarios astronómicos. El vapor de agua alcanzaba su mayor tensión y la humedad atmosférica era escasa. En pocas palabras, que describen fielmente la realidad, aunque estén algo pasadas de moda: era un hermoso día de agosto del año 1913.
Automóviles salían disparados de calles largas y estrechas al espacio libre de luminosas plazas. Hileras de peatones, surcando zigzagueantes la multitud confusa, formaban esteras movedizas de nubes entretejidas. A veces se separaban algunas hebras, cuando caminantes más presurosos se abrían paso por entre otros, a quienes no corría tanta prisa, se alejaban ensanchando curvas y volvían, tras breves serpenteos, a su curso normal. Centenares de sonidos se sucedían uno a otro, confundiéndose en un prolongado ruido metálico del que destacaban diversos sones, unos agudos claros, otros roncos, que discordaban la armonía pero que la restablecían al desaparecer. De este ruido hubiera deducido cualquiera, después de largos años de ausencia, sin previa descripción y con los ojos cerrados, que se encontraba en la capital del Imperio, en la ciudad residencial de Viena. A las ciudades se las conoce, como a las personas, en el andar. Mirando de lejos y sin fijarse en pormenores, lo podían haber revelado igualmente el movimiento de las calles. Pero tampoco es de trascendencia siquiera el que, para averiguarlo, se lo hubiera tenido uno que imaginar. La excesiva estimación de la pregunta de «dónde nos encontramos» procede del tiempo de las hordas, nómadas que debían tener conocimiento cabal y plena posesión de sus pastos. Sería interesante saber por qué al ver una nariz amoratada se da uno por satisfecho con reparar simplemente y de manera imprecisa en el color, y nunca se pregunta qué clase de tonalidad tiene, aunque, sin más, se lo podría expresar la medida de las vibraciones moleculares. Por el contrario, en asunto tan complejo como es una ciudad en la que se vive, se quisiera conocer todas sus peculiaridades. Esto nos desvía de lo más importante.
No se debe rendir tributo especial al simple nombre de la ciudad. Como toda metrópoli, estaba sometida a riesgos y contingencias, a progresos, avances y retrocesos, a inmensos letargos, a colisión de cosas y asuntos, a grandes movimientos rítmicos y al eterno desequilibrio y dislocación de todo ritmo, y semejaba una burbuja que bulle en un recipiente con edificios, leyes, decretos y tradiciones históricas. Las dos personas que subían por una calle ancha y animada no caían en la cuenta. Pertenecían, como saltaba a la vista, a una elevada clase social, en el estilo y en el hablar lo reflejaban; iban noblemente vestidos y traían las iniciales de sus nombres bordadas en las ropas (en las exteriores y también, aunque de modo invisible, en las ultrafinas interiores de la subconsciencia), sabiendo muy bien quiénes eran y conscientes de que la capital en que se encontraban era su propia ciudad residencial. Aceptando la hipótesis de que se llamasen Arnheim y Ermelinda Tuzzi, lo cual no puede ser cierto porque la señora Tuzzi se hallaba por agosto en compañía de su esposo en Bad Aussee y el doctor Arnheim estaba todavía en Constantinopla, se presenta el enigma de su identidad. Problemas como éste se crean algunas personas de viva imaginación muy a menudo en las calles. Pero los solucionan en seguida, tan pronto como los olvidan en los cincuenta pasos siguientes. De repente, se detuvieron los dos ante una aglomeración imprevista. Algo insólito había ocurrido, algo se había resbalado y desviado bruscamente a un lado; un camión enorme, frenado de golpe, había rebasado la acera con una rueda. Igual que las abejas concentradas a la entrada de su colmena, se agolpaba la gente alrededor de un círculo que nadie se atrevía a franquear. En él estaba el conductor del camión, descolorido como un papel de envolver, explicando con burdos ademanes el accidente. Los circundantes tenían sus miradas fijas en él y las bajaban temerosamente al suelo donde un hombre, recostado en el bordillo de la calzada, yacía como muerto. Él mismo había sido causante del daño por su negligencia, según la opinión general. Turnándose se arrodillaban frente a él por hacer algo; alguien le abrió la chaqueta y se la cerró; unos le incorporaban, otros volvían a acostarlo; en definitiva, nadie pretendía otra cosa que cubrir el expediente hasta que el servicio de ambulancia se hiciera cargo de él y le prestara ayuda eficaz.
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