Resumen del libro:
El 30 de abril de 1943 un pescador de Punta Umbría encontró flotando en el mar el cadáver de un oficial británico, el comandante William Martin, con un maletín encadenado a su cuerpo. Antes de devolverlo a los británicos, las autoridades españolas transcribieron los papeles que contenía el maletín, incluyendo los planes para un desembarco en Grecia, y los hicieron llegar al gobierno alemán, que se preparó para organizar su defensa. Pero donde los aliados desembarcaron, tres meses después, fue en Sicilia. William Martin no había existido nunca y los papeles de su maletín estaban destinados a engañar a los alemanes.
El gobierno británico no permitió nunca contar la auténtica historia de esta operación, por temor a la reacción española; pero Ben MacIntyre, el autor de Zigzag, ha accedido a los documentos originales y nos cuenta por fin toda la verdad acerca de una de las historias de espías más fascinantes de la Segunda Guerra Mundial, incluyendo la evidencia de la complicidad de los militares españoles con los nazis.
El buscador de sardinas
José Antonio Rey María no tenía ninguna intención de pasar a la historia cuando partió remando hacia el Atlántico desde la costa de Andalucía el 30 de abril de 1943. Sencillamente estaba buscando sardinas.
José estaba orgulloso de su reputación como el mejor localizador de peces de Punta Umbría. En un día claro, era capaz de advertir el revelador brillo iridiscente de las sardinas a varias brazas de profundidad. Cuando veía un cardumen, José marcaba el lugar con una boya, y luego hacía señales a Pepe Cordero y los demás pescadores de La Calina, una embarcación más grande, para que se apresuraran a llevar la red.
Aquél, sin embargo, no era un buen día para buscar peces. El cielo estaba cubierto y el viento, que soplaba en dirección a la orilla, alteraba la superficie del agua. Los pescadores de Punta Umbría habían zarpado antes del amanecer, pero hasta el momento lo único que habían conseguido era pescar anchoas y unos cuantos besugos. A bordo del Ana, su pequeño esquife, José volvió a inspeccionar las aguas mientras el sol calentaba su espalda. Podía ver en la orilla el grupito de cabañas de pescadores que había bajo las dunas de la playa de El Portil, donde estaba su hogar. Más allá, después del estuario donde los ríos Odiel y Tinto desembocaban en el mar, se encontraba el puerto de Huelva.
La guerra, que entonces estaba en su cuarto año, apenas había incidido en esta parte de España. En ocasiones, José encontraba en el mar extraños restos flotantes, fragmentos de madera achicharrada, manchas de petróleo y otros escombros que contaban las batallas que estaban teniendo lugar en altamar. Esa mañana, temprano, había oído a lo lejos disparos y una fuerte explosión. Pepe decía que la gue rra estaba arruinando a los pescadores; nadie tenía dinero, y quizá tuviera que vender La Calina y el Ana. Se rumoreaba que los capita nes de algunos barcos pesqueros más grandes espiaban para los ale manes o los británicos. Pero en muchos sentidos la dura vida de los pescadores continuaba siendo como siempre había sido.
José había nacido veintitrés años antes, en la playa, en una cabaña hecha con maderos arrojados por el mar. Nunca había viajado más allá de Huelva y sus aguas. Nunca había asistido a la escuela ni apren dido a leer y escribir. Pero nadie en Punta Umbría le superaba a la hora de encontrar cardúmenes.
Fue a media mañana cuando José advirtió un «bulto» flotando en el agua.1 En un primer momento pensó que debía de tratarse de una marsopa muerta, pero a medida que se acercaba la forma se hizo cada vez más clara hasta resultar inconfundible. Era un cuerpo humano que se mantenía a flote gracias a un chaleco salvavidas amarillo. El muerto estaba boca abajo, la parte inferior del torso resultaba invisible y parecía llevar puesto un uniforme.
Al inclinarse por la borda para agarrar el cuerpo, el olor de la putrefacción golpeó a José, que se halló de repente ante el rostro de un hombre o, mejor, ante lo que había sido el rostro de un hombre. El mentón estaba cubierto por completo de un moho verde, mientras que la parte alta de la cara tenía un color oscuro, como tostada por la acción del sol. José consideró que quizá el muerto se había quemado en algún accidente marítimo. La piel de la nariz y la mandíbula había empezado a pudrirse.
José hizo señas con las manos y gritó a los demás pescadores. Cuando La Calina se acercó, Pepe y la tripulación se apiñaron en la borda para ver el hallazgo. José les pidió que arrojaran una cuerda y subieran el cuerpo a la embarcación, pero «ninguno tenía ánimos para cogerlo». Molesto, José comprendió que tendría que llevarlo a la orilla él mismo. Tirando del empapado uniforme, alzó el cuerpo y lo dejó sobre la popa, con las piernas todavía en el agua, y remó de vuelta a la orilla, intentando no respirar el hedor que despedía.
En la parte de la playa conocida como La Bota, José y Pepe arrastraron el cuerpo hasta las dunas. El maletín que el hombre llevaba atado con una cadena dejó un rastro en la arena detrás de ellos. Los pescadores dejaron el cuerpo bajo la sombra de un pino. Los niños salieron de las cabañas para echar un vistazo al atroz espectáculo. El hombre era alto, medía más de metro ochenta, e iba vestido con una casaca y una gabardina caquis y botas militares altas. Obdulia Serrano, una joven de diecisiete años, vio que el hombre tenía alrededor del cuello una cadenita de plata con un crucifijo, lo que le hizo pensar que debía de haber sido católico.
A Obdulia se le mandó a dar aviso de lo ocurrido al oficial al mando de la unidad militar encargada de vigilar esa parte de la costa. Esa misma mañana, temprano, una docena de hombres del 72.o Regimiento de Infantería del ejército español había estado marchando por la playa, como hacían casi todos los días en un ejercicio por lo demás bastante inútil. En ese momento, los soldados estaban haciendo la siesta bajo los árboles. El oficial ordenó a dos de sus hombres que vigilaran el cuerpo para evitar que alguno de los lugareños intentara inspeccionar el contenido de sus bolsillos y, con pesadez, se encaminó hacia la playa para buscar a su superior.
El perfume del romero salvaje y las jacarandas que crecían entre las dunas no lograba ocultar el hedor de la descomposición. Las moscas zumbaban alrededor del cuerpo. Los soldados optaron por situarse en contra de la dirección del viento. Alguien fue a buscar un asno para llevar el cuerpo hasta el pueblo de Punta Umbría, a unos seis kilómetros y medio de allí, desde donde un barco podría trasladarlo a Huelva, al otro lado del estuario.
Ignorando los acontecimientos que acababa de poner en marcha, José Antonio Rey María regresó a la playa, empujó su esquife al agua y volvió a su búsqueda de sardinas.
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