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El hombre invisible

Portada del libro El hombre invisible, por H. G. Wells

Resumen del libro:

Escrita en 1897, poco después de «La máquina del tiempo», El hombre invisible cuyo personaje central ha alcanzado, como Drácula o Frankenstein, un lugar en el imaginario del mundo moderno­ da forma definitiva a uno de los motivos que habrían de cobrar más relieve, y en cierto sentido hacerse pavorosa realidad, en el siglo XXI: el del uso irreflexivo e inescrupuloso del conocimiento científico y las consecuencias nefastas de ponerlo al servicio de causas egoístas o espurias.

Capítulo I.

La llegada del hombre desconocido

El desconocido llegó un día huracanado de primeros de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de una densa nevada, la última del año. El desconocido llegó a pie desde la estación del ferrocarril de Bramblehurst. Llevaba en la mano bien enguantada una pequeña maleta negra. Iba envuelto de los pies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltro le tapaba todo el rostro y sólo dejaba al descubierto la punta de su nariz. La nieve se había ido acumulando sobre sus hombros y sobre la pechera de su atuendo y había formado una capa blanca en la parte superior de su carga. Más muerto que vivo, entró tambaleándose en la fonda Coach and Horses y, después de soltar su maleta, gritó: «¡Un fuego, por caridad! ¡Una habitación con un fuego!». Dio unos golpes en el suelo y se sacudió la nieve junto a la barra. Después siguió a la señora Hall hasta el salón para concertar el precio. Sin más presentaciones, una rápida conformidad y un par de soberanos sobre la mesa, se alojó en la posada.

La señora Hall encendió el fuego, le dejó solo y se fue a prepararle algo de comer. Que un cliente se quedara en invierno en Iping era mucha suerte y aún más si no era de ésos que regatean. Estaba dispuesta a no desaprovechar su buena fortuna. Tan pronto como el bacon estuvo casi preparado y cuando había convencido a Millie, la criada, con unas cuantas expresiones escogidas con destreza, llevó el mantel, los platos y los vasos al salón y se dispuso a poner la mesa con gran esmero. La señora Hall se sorprendió al ver que el visitante todavía seguía con el abrigo y el sombrero a pesar de que el fuego ardía con fuerza. El huésped estaba de pie, de espaldas a ella, y miraba fijamente cómo caía la nieve en el patio. Con las manos, enguantadas todavía, cogidas en la espalda, parecía estar sumido en sus propios pensamientos. La señora Hall se dio cuenta de que la nieve derretida estaba goteando en la alfombra y le dijo:

—¿Me permite su sombrero y su abrigo para que se sequen en la cocina, señor?

—No —contestó éste sin volverse.

No estando segura de haberle oído, la señora Hall iba a repetirle la pregunta. Él se volvió y, mirando a la señora Hall de reojo, dijo con énfasis:

—Prefiero tenerlos puestos.

La señora Hall se dio cuenta de que llevaba puestas unas grandes gafas azules y de que por encima del cuello del abrigo le salían unas amplias patillas, que le ocultaban el rostro completamente.

—Como quiera el señor —contestó ella—. La habitación se calentará enseguida.

Sin contestar, apartó de nuevo la vista de ella, y la señora Hall, dándose cuenta de que sus intentos de entablar conversación no eran oportunos, dejó rápidamente el resto de las cosas sobre la mesa y salió de la habitación. Cuando volvió, él seguía allí todavía, como si fuese de piedra, encorvado, con el cuello del abrigo hacia arriba y el ala del sombrero goteando, ocultándole completamente el rostro y las orejas. La señora Hall dejó los huevos con bacon en la mesa con fuerza y le dijo:

—La cena está servida, señor.

—Gracias —contestó el forastero sin moverse hasta que ella hubo cerrado la puerta. Después se abalanzó sobre la comida en la mesa.

Cuando volvía a la cocina por detrás del mostrador, la señora Hall empezó a oír un ruido que se repetía a intervalos regulares. Era el batir de una cuchara en un cuenco.

—¡Esa chica!, —dijo—, se me había olvidado, ¡si no tardara tanto!

Y mientras acabó ella de batir la mostaza, reprendió a Millie por su lentitud excesiva. Ella había preparado los huevos con bacon, había puesto la mesa y había hecho todo mientras que Millie (¡vaya una ayuda!) sólo había logrado retrasar la mostaza. ¡Y había un huésped nuevo que quería quedarse! Llenó el tarro de mostaza y, después de colocarlo con cierta majestuosidad en una bandeja de té dorada y negra, la llevó al salón.

Llamó a la puerta y entró. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que el visitante se había movido tan deprisa que apenas pudo vislumbrar un objeto blanco que desaparecía debajo de la mesa. Parecía que estaba recogiendo algo del suelo. Dejó el tarro de mostaza sobre la mesa y advirtió que el visitante se había quitado el abrigo y el sombrero y los había dejado en una silla cerca del fuego. Un par de botas mojadas amenazaban con oxidar la pantalla de acero del fuego. La señora Hall se dirigió hacia todo ello con resolución, diciendo con una voz que no daba lugar a una posible negativa:

—Supongo que ahora podré llevármelos para secarlos.

—Deje el sombrero —contestó el visitante con voz apagada. Cuando la señora Hall se volvió, él había levantado la cabeza y la estaba mirando. Estaba demasiado sorprendida para poder hablar. Él sujetaba una servilleta blanca para taparse la parte inferior de la cara; la boca y las mandíbulas estaban completamente ocultas, de ahí el sonido apagado de su voz. Pero esto no sobresaltó tanto a la señora Hall como ver que tenía la cabeza tapada con las gafas y con una venda blanca, y otra le cubría las orejas. No se le veía nada excepto la punta, rosada, de la nariz. El pelo negro, abundante, que aparecía entre los vendajes le daba una apariencia muy extraña, pues parecía tener distintas coletas y cuernos. La cabeza era tan diferente a lo que la señora Hall se habría imaginado, que por un momento se quedó paralizada.

Él continuaba sosteniendo la servilleta con la mano enguantada, y la miraba a través de sus inescrutables gafas azules.

—Deje el sombrero —dijo hablando a través del trapo blanco.

Cuando sus nervios se recobraron del susto, la señora Hall volvió a colocar el sombrero en la silla, al lado del fuego.

—No sabía…, señor —empezó a decir, pero se paró, turbada.

—Gracias —contestó secamente, mirando primero a la puerta y volviendo la mirada a ella de nuevo.

—Haré que los sequen enseguida —dijo llevándose la ropa de la habitación.

Cuando iba hacia la puerta, se volvió para echar de nuevo un vistazo a la cabeza vendada y a las gafas azules; él todavía se tapaba con la servilleta. Al cerrar la puerta, tuvo un ligero estremecimiento, y en su cara se dibujaban sorpresa y perplejidad. «¡Vaya!, nunca…» iba susurrando mientras se acercaba a la cocina, demasiado preocupada como para pensar en lo que Millie estaba haciendo en ese momento.

El visitante se sentó y escuchó cómo se alejaban los pasos de la señora Hall. Antes de quitarse la servilleta para seguir comiendo, miró hacia la ventana, entre bocado y bocado, y continuó mirando hasta que, sujetando la servilleta, se levantó y corrió las cortinas, dejando la habitación en penumbra. Después se sentó a la mesa para terminar de comer tranquilamente.

—Pobre hombre —decía la señora Hall—, habrá tenido un accidente o sufrido una operación, pero ¡qué susto me han dado todos esos vendajes!

Echó un poco de carbón en la chimenea y colgó el abrigo en un tendedero. «Y, ¡esas gafas!, ¡parecía más un buzo que un ser humano!». Tendió la bufanda del visitante. «Y hablando todo el tiempo a través de ese pañuelo blanco…, quizá tenga la boca destrozada», y se volvió de repente como alguien que acaba de recordar algo: «¡Dios mío, Millie! ¿Todavía no has terminado?».

Cuando la señora Hall volvió para recoger la mesa, su idea de que el visitante tenía la boca desfigurada por algún accidente se confirmó, pues, aunque estaba fumando en pipa, no se quitaba la bufanda que le ocultaba la parte inferior de la cara ni siquiera para llevarse la pipa a los labios. No se trataba de un despiste, pues ella veía cómo se iba consumiendo. Estaba sentado en un rincón de espaldas a la ventana. Después de haber comido y de haberse calentado un rato en la chimenea, habló a la señora Hall con menos agresividad que antes. El reflejo del fuego rindió a sus grandes gafas una animación que no habían tenido hasta ahora.

—El resto de mi equipaje está en la estación de Bramblehurst —comenzó, y preguntó a la señora Hall si cabía la posibilidad de que se lo trajeran a la posada.

Después de escuchar la explicación de la señora Hall, dijo:

—¡Mañana!, ¿no puede ser antes?

Y pareció disgustado, cuando le respondieron que no.

—¿Está segura? —continuó diciendo—. ¿No podría ir a recogerlo un hombre con una carreta?

La señora Hall aprovechó estas preguntas para entablar conversación.

—Es una carretera demasiado empinada —dijo, como respuesta a la posibilidad de la carreta; después añadió—: Allí volcó un coche hace poco más de un año y murieron un caballero y el cochero. Pueden ocurrir accidentes en cualquier momento, señor.

Sin inmutarse, el visitante contestó: «Tiene razón» a través de la bufanda, sin dejar de mirarla con sus gafas impenetrables.

El hombre invisible – H. G. Wells

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