Resumen del libro:
“El Hombre en el Castillo” de Philip K. Dick es una obra maestra de la ciencia ficción que nos sumerge de manera magistral en un intrigante mundo alternativo. El autor, conocido por su habilidad para explorar realidades distorsionadas, presenta una versión ficticia de la historia donde el Eje ha salido victorioso sobre los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Esta distopía nos sitúa en una América invadida y dividida entre nazis y japoneses, creando una narrativa absorbente que desentraña las complejidades sociales y culturales de un territorio controlado por dos regímenes opresivos.
En este escenario posbélico, los nazis han anexado la costa atlántica, imponiendo un régimen de terror que proyecta sombras sobre la vida cotidiana de los ciudadanos. Por otro lado, la costa pacífica queda bajo el dominio japonés, estableciendo una dualidad que refleja las tensiones geopolíticas de la narrativa. La presencia de ciudadanos estadounidenses relegados a un estatus de segunda clase añade una capa adicional de complejidad a la trama, destacando las paradojas culturales inherentes a la situación.
Dick teje hábilmente elementos de historia alternativa con el drama humano, explorando cómo la resistencia y la supervivencia coexisten en este mundo alterado. La trama se ve enriquecida por la presencia de un mercado negro de auténticas antigüedades americanas, como relojes de Mickey Mouse y chapas de Coca-Cola, elementos que sirven como símbolos de una cultura perdida y apreciada por sus conquistadores. Este enfoque meticuloso en los detalles añade profundidad y autenticidad a la narrativa, sumergiendo al lector en un paisaje distópico fascinante.
Philip K. Dick demuestra una vez más su genialidad al explorar temas como la identidad, la resistencia y la naturaleza efímera de la realidad. Su prosa cautivadora y su capacidad para fusionar la ciencia ficción con la exploración de la psique humana hacen de “El Hombre en el Castillo” una lectura inolvidable. En esta obra, Dick desafía las convenciones literarias, creando una experiencia única que deja al lector reflexionando sobre las complejidades de la historia y la resistencia en un mundo donde las líneas entre la realidad y la ficción se desdibujan magistralmente.
1
Durante toda una semana el señor R. Childan había examinado ansiosamente el correo, esperando encontrar el valioso envío de los Estados de las Montañas Rocosas. Cuando abrió la tienda el viernes a la mañana y vio que en el suelo sólo había cartas, pensó que iba a tener dificultades con el cliente.
Se sirvió una taza de té instantáneo del aparato automático de la pared, y enseguida se puso a barrer con una escoba. Artesanías Americanas S.A. quedó pronto preparada para recibir a los clientes del día, limpia y reluciente, con cambio abundante en la caja registradora, un florero de caléndulas nuevas, y música de fondo en la radio. Afuera, en la calle Montgomery, los hombres de negocios corrían a las oficinas. Lejos, pasaba un coche funicular. Childan se detuvo a mirarlo, complacido… Mujeres con largos vestidos de seda de color… Sonó el teléfono y Childan se volvió hacia el aparato.
—Sí —dijo una voz familiar, y Childan sintió que se le encogía el corazón—. Habla el señor Tagomi. ¿Mi cartel de reclutamiento para la Guerra Civil no llegó todavía, señor? Recuerde, por favor, que me hizo usted una promesa la semana pasada. —La voz, encocorada y rápida, era apenas cortés, a punto de traspasar los límites del código—. ¿No dejé un depósito, señor Childan, con esa condición? Se trata de un regalo, como usted sabe. Ya se lo expliqué. Un cliente.
—He hecho largas averiguaciones a mis expensas, señor Tagomi —dijo Childan—, acerca de esa mercadería, pero usted sabe que no se fabricó en esta región, y por lo tanto…
—Entonces no ha llegado —interrumpió Tagomi.
—No, señor Tagomi.
Una pausa helada.
—No puedo esperar más —dijo Tagomi.
—No, señor.
Childan contempló morosamente el día cálido y brillante y los rascacielos de San Francisco, del otro lado del escaparate.
—Alguna otra cosa entonces. ¿Qué me recomienda usted, señor Childán?
Tagomi había pronunciado mal el nombre, deliberadamente. Un insulto, dentro de los límites del código. Robert Childan, realmente mortificado, sintió que se le enrojecían las orejas. Las aspiraciones, temores y tormentos que lo consumían diariamente salieron a la superficie, abrumándolo, paralizándole la lengua. Se tambaleó, sosteniendo el teléfono con una mano húmeda. En la tienda flotaba el aroma de las caléndulas, sonaba la música, pero Childan sentía como si estuviese precipitándose cabeza abajo en las aguas de un mar distante.
—Bueno… —alcanzó a murmurar—. Una mantequera. Una máquina para preparar helados de 1900. —La mente se le rebelaba, resistiéndose a pensar. Precisamente ahora que estaba olvidando, cuando ya casi había llegado a engañarse a sí mismo. Tenía treinta y ocho años y aún podía recordar los días de preguerra, los otros tiempos. Franklin D. Roosevelt y la Feria Mundial, el mundo mejor de antes—. ¿Quiere que le lleve algún artículo adecuado a su oficina? —tartamudeó.
Arreglaron una cita para las dos de la tarde. Tendré que cerrar la tienda, pensó Childan cuando colgó el tubo. No había otra alternativa. No podía perder la buena voluntad de los clientes de este tipo. El negocio dependía de ellos.
Estremeciéndose aún, advirtió que alguien —una pareja— había entrado en la tienda. Un joven y una muchacha. Los dos de cara agradable, bien vestidos. Los clientes ideales. Se serenó y se acercó a ellos profesionalmente, con ademanes desenvueltos, sonriendo. Se habían inclinado a mirar un mostrador de tapa de vidrio y examinaban ahora un hermoso cenicero. Casados, imaginó Childan. Gentes que vivían en la Ciudad de las Nieblas Flotantes, los nuevos rascacielos que dominaban Belmont.
—Hola —dijo, y se sintió mejor.
Los jóvenes le sonrieron agradablemente, sin aires de superioridad. Parecían impresionados. Los objetos de la tienda eran realmente los mejores de su clase en toda la costa. Childan sonrió agradecido. Los jóvenes entendieron.
—Piezas realmente excelentes, señor —dijo el joven.
Childan saludó espontáneamente con una reverencia.
La pareja miraba amablemente a Childan, con la satisfacción de compartir los mismos gustos, de apreciar del mismo modo aquellos objetos de arte, agradeciéndole que tuviera en la tienda todas aquellas cosas, que ellos podían ver, tomar, examinar, y sin ningún compromiso. Sí, pensó Childan, saben en qué tienda están. No hay aquí chucherías para turistas, letreros camineros de madera, anillos de fantasía o postales con vistas del Puente. Los ojos de la joven eran grandes y oscuros. Qué fácil hubiese sido, pensó Robert Childan, haberme enamorado de una muchacha como ésta, y qué trágica hubiera sido mi vida entonces, quizá todavía peor que ahora. La muchacha tenía un peinado alto y complicado, las uñas pintadas, y unos aros largos en las orejas, de bronce, fabricados a mano.
—Los aros —murmuró Childan—, ¿los compró aquí?
—No —dijo la joven—. En casa.
Childan asintió. No había arte norteamericano contemporáneo. En las tiendas como la suya sólo se exhibían las obras de otra época.
—¿Estarán aquí mucho tiempo? —preguntó—. ¿En San Francisco?
—No tenemos fecha de regreso —dijo el hombre—. Estoy aquí con la Comisión Planificadora de Normas de Vida para las Áreas Infortunadas.
El joven parecía orgulloso. No era militar. No era uno de esos rústicos conscriptos, de cara codiciosa, que vagabundeaban por la calle Market, abriendo la boca ante los espectáculos impúdicos, las películas eróticas, las galerías de tiro, los clubes nocturnos baratos con fotos de rubias maduras que se sostenían los pechos y sonreían, los cafetines con orquestas de jazz que se amontonaban en los barrios bajos de San Francisco, galpones de lata y madera que habían brotado de las ruinas aun antes que cayera la última bomba. No, este hombre pertenecía a la élite. Culto, educado, aun más que el señor Tagomi, que al fin y al cabo era sólo un oficial jerárquico a cargo de la Misión Comercial. Tagomi, un hombre viejo, se había formado en los días del gabinete de guerra.
—¿Desea usted un objeto étnico tradicional para regalo? —preguntó Childan—. ¿O quizá para decorar una residencia?
Childan se animó pensando que si se trataba de esto último…
—Ha acertado usted —dijo la muchacha—. Estamos decorando nuestra casa, y no hemos decidido aún. ¿Cree usted que podría aconsejarnos?
—Sí, puedo visitar la casa de ustedes —dijo Childan—, y llevarles algunas cajas para que escojan a gusto, y de acuerdo con los ambientes. Por supuesto, ésta es nuestra especialidad. —Bajó la vista, ocultando un esperanzado entusiasmo. Una venta quizá de miles de dólares—. Podría llevarles una mesa de Nueva Inglaterra, de arce, toda encolada, sin clavos. Y un espejo del tiempo de la guerra de 1812. Y también piezas aborígenes: alfombras de pelo de cabra, teñidas con colores vegetales.
—Yo prefiero el arte ciudadano —dijo el hombre.
—Sí —dijo Childan, ansiosamente—. Escuche, señor. Tengo un mural de época, original, en madera, cuatro secciones, que muestra a Horace Greeley. Verdadera pieza de colección.
—Ah —dijo el hombre con los ojos brillantes.
—Y un gramófono de 1920 transformado en mueble para bebidas.
—Ah.
—Y escuche, señor: un retrato autografiado y enmarcado de Jean Harlow.
El hombre miró a Childan con ojos desorbitados.
—¿Los visito entonces? —dijo Childan aprovechando este correcto instante psicológico. Sacó una lapicera y una libreta de notas del bolsillo interior de la chaqueta—. Tomaré el nombre y la dirección, señor, señora.
La pareja salió de la tienda y Childan se quedó un rato inmóvil, con las manos a la espalda, mirando la calle. Si tropezara con negocios así todos los días, pensó. Pero había algo que le importaba más que los negocios, el éxito de la tienda, la posibilidad de tratar socialmente a una pareja de jóvenes japoneses, capaces de aceptarlo como hombre más que como yank, o por lo menos como comerciante en objetos de arte. Sí, esta gente de la nueva generación que no recordaba los días anteriores a la guerra y ni siquiera la guerra misma era la esperanza del mundo. Las diferencias de posición no tenían significado para ellos.
Un día se acabaría, pensó Childan. La idea misma de posición desaparecería para siempre. No habría gobernados y gobernantes. Sólo gente.
Y, sin embargo, temblaba de miedo imaginándose en el momento en que llamaría a la puerta de la pareja. Miró la libreta de notas. Los Kasura le ofrecerían té, sin duda. ¿Sabría comportarse? ¿Sabría cómo actuar, qué decir en cada momento? ¿O se deshonraría, como un animal, dando un paso en falso?
La muchacha se llamaba Betty. Había tanta comprensión en aquella cara, en aquellos ojos dulces. Apenas había estado un rato en la tienda, pero había alcanzado a ver todas las esperanzas y fracasos del yank.
Las esperanzas… Childan sintió de pronto que la cabeza le daba vueltas. Eran esperanzas que bordeaban la locura, si no el suicidio. Pero, sin embargo, había relaciones entre japoneses y yanks, se sabía, aunque casi siempre entre un japonés y una yank. En este caso… La idea lo estremeció. Y la muchacha era casada. Apartó bruscamente aquellos pensamientos involuntarios y se puso a abrir las cartas de la mañana.
Le temblaban todavía las manos, descubrió. Y recordó entonces la cita de las dos de la tarde con el señor Tagomi. He de encontrar algo aceptable, se dijo, decidido. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Qué? Un llamado telefónico, consultas y olfato para los negocios, y quizá pudiese descubrir un Ford 1929 restaurado, completo, hasta con capota (negra). Se ganaría el apoyo incondicional del señor Tagomi, para siempre. Quizá pudiese desenterrar también un avión correo trimotor descubierto en un granero de Alabama, o una cabeza momificada de Buffalo Bill con melena blanca, flotante. Algo que difundiera el nombre de Childan como conocedor máximo en todo el Pacífico, incluyendo el Japón.
Para inspirarse encendió un cigarrillo de marihuana de la excelente marca El País de las Sonrisas.
En su cuarto de la calle Hayes, Frank Frink estaba acostado preguntándose cuándo y cómo se levantaría. El sol que entraba por las persianas iluminaba el montón de ropas caído en el piso. Y también los anteojos de Frink. ¿Les pondría los pies encima? Podía tratar de llegar al baño por otro camino, pensó. Arrastrándose o rodando. Le dolía la cabeza pero no se sentía triste. Nunca mires atrás, decidió. ¿La hora? El reloj estaba sobre la cómoda. ¡Las once y media! Qué desastre. Pero siguió acostado.
Me han despedido, pensó.
…