Resumen del libro:
El hiperboloide del ingeniero Garin es una de las obras más reconocidas de la ciencia ficción rusa, y su autor, Alexéi Tolstói, uno de sus máximos representantes. En ella se relata el perverso plan de P. P. Garin, un ingeniero que ambiciona dominar el mundo gracias a uno de sus inventos, un rayo superdestructor capaz de aniquilar cualquier objetivo que se proponga: el «hiperboloide».
En las aspiraciones por poner bajo su control los cinco continentes, Tolstói refleja el temido triunfo del fascismo y anticipa el choque del capitalismo y el comunismo, así como la crisis que vivirá Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Y para ello pone en juego, junto al histriónico Garin, a unos personajes que rozan lo caricaturesco y, a menudo, lo absurdo: la atractiva Zoia Monroz; Rolling, un magnate americano de la industria química, y un inspector soviético llamado Shelgá.
Ambientada en los años posteriores a la Gran Guerra, esta obra ofrece una lectura donde el género policíaco y la ciencia ficción se entremezclan con grandes dosis de humor y de ironía.
Capítulo 1
Durante aquella temporada el mundo de los negocios de París se reunía para el almuerzo en el hotel Majestic. Se podían encontrar allí representaciones de todas las nacionalidades excepto de la francesa. Entre plato y plato se hablaba de negocios y se cerraban acuerdos al son de la orquesta, los chasquidos de los corchos y el cantarín parloteo de las damas.
En el lujoso vestíbulo del hotel, recubierto de valiosas alfombras, junto a las acristaladas puertas giratorias, caminaba de acá para allá con paso soberano un hombre alto, canoso y con la cara perfectamente rasurada, que traía a la memoria el heroico pasado de Francia. Llevaba un frac negro y ancho, unas calcetas de seda y zapatos de charol con hebilla. Le cruzaba el pecho una cadena de plata. Era el conserje principal y representante espiritual de la sociedad anónima que explotaba el hotel Majestic.
Llevando su mano artrítica a la espalda, se detuvo ante una cristalera donde entre florecientes hojas de palmeras en verdes maceteros almorzaban los clientes. En ese momento parecía ser un profesor que estudiara la vida de plantas e insectos metidos en un terrario.
Las mujeres, ni que decir tiene, eran hermosas. Las jovencitas cautivaban con su lozanía, con el brillo de sus ojos: azules los de las anglosajonas, oscuros como la noche los de las latinas, liliáceos los de las francesas. Las maduritas condimentaban su marchita belleza, como salpimentándola, con sus excepcionales vestidos.
Sí, en cuanto a lo que a las mujeres se refería, todo era perfecto. Pero el conserje no podía decir lo mismo de los hombres que había en las mesas del restaurante. ¿De qué endiablado lugar habrían salido tras la guerra aquellos jóvenes cebados, de pequeña estatura, con los dedos peludos y ensortijados, y mejillas dilatadas, que se resistían a un buen afeitado?
Bebían a borbotones todo lo posible de la noche a la mañana. Sus dedos peludos hacían del aire dinero, dinero, dinero… Habían ido llegando con privilegios de América, de un maldito país donde el oro les llegaba hasta las rodillas; y se disponían a comprar, por un precio irrisorio, el buen Viejo Mundo.
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