Resumen del libro:
El guardián entre el centeno es una novela publicada en 1951 por el escritor estadounidense J. D. Salinger. Narra la historia de Holden Caulfield, un adolescente rebelde y desencantado que huye de su internado y deambula por Nueva York durante tres días, buscando sentido a su vida y a su identidad.
La novela es considerada una de las obras más influyentes y emblemáticas de la literatura del siglo XX, y ha sido leída por generaciones de jóvenes que se han identificado con el protagonista y su visión crítica y sarcástica del mundo adulto. El estilo de Salinger es ágil, coloquial y lleno de humor, pero también de profundidad psicológica y emocional. El autor logra crear un personaje complejo y contradictorio, que al mismo tiempo despierta simpatía y rechazo, admiración y compasión.
El guardián entre el centeno es una novela que plantea temas universales como la adolescencia, la soledad, la alienación, la rebeldía, la hipocresía, el amor y la muerte. Es una obra que cuestiona los valores y las normas de la sociedad contemporánea, y que invita al lector a reflexionar sobre su propia existencia y su relación con los demás. Es una novela que no deja indiferente a nadie, y que sigue vigente y provocadora después de más de medio siglo de su publicación.
Capítulo 1
Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D. B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. Él será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprarse un «Jaguar», uno de esos cacharros ingleses que se ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Antes no. Cuando vivía en casa era sólo un escritor corriente y normal. Por si no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro. Trata de un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D. B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.
Empezaré por el día en que salí de Pencey, que es un colegio que hay en Agerstown, Pennsylvania. Habrán oído hablar de él. En todo caso, seguro que han visto la propaganda. Se anuncia en miles de revistas siempre con un tío de muy buena facha montado en un caballo y saltando una valla. Como si en Pencey no se hiciera otra cosa que jugar todo el santo día al polo. Por mi parte, en todo el tiempo que estuve allí no vi un caballo ni por casualidad. Debajo de la foto del tío montando siempre dice lo mismo: «Desde 1888 moldeamos muchachos transformándolos en hombres espléndidos y de mente clara». Tontadas. En Pencey se moldea tan poco como en cualquier otro colegio. Y allí no había un solo tío ni espléndido, ni de mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemente ya eran así de nacimiento.
Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de fútbol contra Saxon Hall. A ese partido se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era el último del año y había que suicidarse o poco menos si no ganaba el equipo del colegio. Me acuerdo que hacia las tres de aquella tarde estaba yo en lo más alto de Thomsen Hill junto a un cañón absurdo de esos de la Guerra de la Independencia y todo ese follón. No se veían muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos, fuertes y sonoros los del lado de Pencey, porque estaban allí prácticamente todos los alumnos menos yo, y débiles y como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el equipo visitante por lo general nunca se traía muchos partidarios.
A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían traer invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los que me gustan son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven unas cuantas chavalas aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o haciendo lo que les dé la gana. Selma Thurmer, la hija del director, sí iba con bastante frecuencia, pero, vamos, no era exactamente el tipo de chica como para volverle a uno loco de deseo. Aunque simpática sí era. Una vez fui sentado a su lado en el autobús desde Agerstown al colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó muy bien. Tenía una nariz muy larga, las uñas todas comidas y como sanguinolentas, y llevaba en el pecho unos postizos de esos que parece que van a pincharle a uno, pero en el fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de ella es que nunca te venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre. Probablemente sabía que era un gilipollas.
Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en vez de en el campo de fútbol, era porque acababa de volver de Nueva York con el equipo de esgrima. Yo era el jefe. Menuda cretinada. Habíamos ido a Nueva York aquella mañana para enfrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo que el encuentro no se celebró. Me dejé los floretes, el equipo y todos los demás trastos en el metro. No fue del todo culpa mía. Lo que pasó es que tuve que ir mirando el plano todo el tiempo para saber dónde teníamos que bajarnos. Así que volvimos a Pencey a las dos y media en vez de a la hora de la cena. Los tíos del equipo me hicieron el vacío durante todo el viaje de vuelta. La verdad es que dentro de todo tuvo gracia.
La otra razón por la que no había ido al partido era porque quería despedirme de Spencer, mi profesor de historia. Estaba con gripe y pensé que probablemente no se pondría bien hasta ya entradas las vacaciones de Navidad. Me había escrito una nota para que fuera a verlo antes de irme a casa. Sabía que no volvería a Pencey.
Es que no les he dicho que me habían echado. No me dejaban volver después de las vacaciones porque me habían suspendido en cuatro asignaturas y no estudiaba nada. Me advirtieron varias veces para que me aplicara, sobre todo antes de los exámenes parciales cuando mis padres fueron a hablar con el director, pero yo no hice caso. Así que me expulsaron. En Pencey expulsan a los chicos por menos de nada. Tienen un nivel académico muy alto. De verdad.
Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un frío que pelaba en lo alto de aquella dichosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guantes ni nada. La semana anterior alguien se había llevado directamente de mi cuarto mi abrigo de pelo de camello con los guantes forrados de piel metidos en los bolsillos y todo. Pencey era una cueva de ladrones. La mayoría de los chicos eran de familias de mucho dinero, pero aun así era una auténtica cueva de ladrones. Cuanto más caro el colegio más te roban, palabra. Total, que ahí estaba yo junto a ese cañón absurdo mirando el campo de fútbol y pasando un frío de mil demonios. Sólo que no me fijaba mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo, era por ver si me entraba una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que me he ido de un montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que me marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no luego da más pena todavía.
Tuve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir que me marchaba. Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, Robert Tichener y Paul Campbell estábamos jugando al fútbol delante del edificio de la administración. Eran unos tíos estupendos, sobre todo Tichener. Faltaban pocos minutos para la cena y había anochecido bastante, pero nosotros seguíamos dale que te pego metiéndole puntapiés a la pelota. Estaba ya tan oscuro que casi no se veía ni el balón, pero ninguno queríamos dejar de hacer lo que estábamos haciendo. Al final no tuvimos más remedio. El profesor de biología, el señor Zambesi, se asomó a la ventana del edificio y nos dijo que volviéramos al dormitorio y nos arregláramos para la cena. Pero, a lo que iba, si consigo recordar una cosa de ese estilo, enseguida me entra la sensación de despedida. Por lo menos la mayoría de las veces. En cuanto la noté me di la vuelta y eché a correr cuesta abajo por la ladera opuesta de la colina en dirección a la casa de Spencer. No vivía dentro del recinto del colegio. Vivía en la Avenida Anthony Wayne.
Corrí hasta la puerta de la verja y allí me detuve a cobrar aliento. La verdad es que en cuanto corro un poco se me corta la respiración. Por una parte, porque fumo como una chimenea, o, mejor dicho, fumaba, porque me obligaron a dejarlo. Y por otra, porque el año pasado crecí seis pulgadas y media. Por eso también estuve a punto de pescar una tuberculosis y tuvieron que mandarme aquí a que me hicieran un montón de análisis y cosas de ésas. A pesar de todo, soy un tío bastante sano, no crean.
Pero, como decía, en cuanto recobré el aliento crucé a todo correr la carretera 204. Estaba completamente helada y no me rompí la crisma de milagro. Ni siquiera sé por qué corría. Supongo que porque me apetecía. De pronto me sentí como si estuviera desapareciendo. Era una de esas tardes extrañas, horriblemente frías y sin sol ni nada, y uno se sentía como si fuera a esfumarse cada vez que cruzaba la carretera.
¡Jo! ¡No me di prisa ni nada a tocar el timbre de la puerta en cuanto llegué a casa de Spencer! Estaba completamente helado. Me dolían las orejas y apenas podía mover los dedos de las manos.
—¡Vamos, vamos! —dije casi en voz alta—. ¡A ver si abren de una vez!
Al fin apareció la señora Spencer. No tenían criada ni nada y siempre salían ellos mismos a abrir la puerta. No debían andar muy bien de pasta.
—¡Holden! —dijo la señora Spencer—. ¡Qué alegría verte! Entra, hijo, entra. Te habrás quedado heladito.
Me parece que se alegró de verme. Le caía simpático. Al menos eso creo.
Se imaginarán la velocidad a la que entré en aquella casa.
—¿Cómo está usted, señora Spencer? —le pregunté—. ¿Cómo está el señor Spencer?
—Dame el abrigo —me dijo. No me había oído preguntar por su marido. Estaba un poco sorda.
Colgó mi abrigo en el armario del recibidor y, mientras, me eché el pelo hacia atrás con la mano. Por lo general, lo llevo cortado al cepillo y no tengo que preocuparme mucho de peinármelo.
—¿Cómo está usted, señora Spencer? —volví a decirle, sólo que esta vez más alto para que me oyera.
—Muy bien, Holden —cerró la puerta del armario—. Y tú, ¿cómo estás?
Por el tono de la pregunta supe inmediatamente que Spencer le había contado lo de mi expulsión.
—Muy bien —le dije—. Y, ¿cómo está el señor Spencer? ¿Se le ha pasado ya la gripe?
—¡Qué va! Holden, se está portando como un perfecto… yo qué sé qué… Está en su habitación, hijo. Pasa.
…