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El gran retrato

Resumen del libro:

Dino Buzzati, autor italiano nacido en 1906, es conocido por su habilidad para combinar lo fantástico con lo cotidiano, creando narrativas que exploran los misterios de la existencia y la condición humana. Su obra más destacada, “El desierto de los Tártaros”, junto con “Un amor” y “El gran retrato”, conforman una trilogía temática que refleja sus inquietudes sobre la vida, el amor y la obsesión.

“El gran retrato” es una muestra inequívoca de la calidad y personalidad literaria de Buzzati. La novela se puede considerar como un ejemplo de “ciencia ficción metafísica” o “ciencia ficción amorosa”, aunque estas etiquetas no logran abarcar completamente su singularidad. La historia se centra en una investigación científica dirigida por el profesor Ermano Ismani, quien trabaja en un proyecto secreto para el gobierno. Lo que parece ser una búsqueda tecnológica se revela como un intento desesperado por recrear la esencia de su amada fallecida, englobando temas de amor, pérdida y la obsesión por la inmortalidad.

La narrativa de Buzzati es inquietante y conmovedora, combinando elementos de suspenso y reflexión filosófica. La descripción del laboratorio y la tecnología avanzada contrasta con la vulnerabilidad emocional de los personajes, creando un ambiente de tensión constante. La obsesión de Ismani por revivir a su amada se convierte en una condena, mostrando cómo el amor puede ser tanto una fuerza salvadora como destructiva.

La novela destaca por su originalidad en el planteamiento y el argumento. Buzzati entrelaza la ciencia con la metafísica, cuestionando los límites de la realidad y el poder del amor. Los personajes, atrapados entre la lógica científica y sus emociones, ofrecen una profunda reflexión sobre la condición humana y el anhelo de trascendencia.

“El gran retrato” es, sin duda, una obra maestra que confirma el talento de Dino Buzzati para crear historias sugestivas y enriquecedoras. Su capacidad para mezclar lo extraordinario con lo íntimo proporciona al lector una experiencia literaria que es, a la vez, perturbadora y fascinante. Este libro, junto con sus otras grandes obras, asegura el lugar de Buzzati como uno de los escritores más importantes del siglo XX.

I

En abril de 1972, el profesor Ermanno Ismani, de 43 años, catedrático de Electrónica en la Universidad de X, hombre bajo, grueso y de humor alegre, pero pusilánime, recibió una carta del Ministerio de Defensa en la que le rogaban que se entrevistara con el coronel Giaquinto, jefe de la Oficina de Estudios. La invitación revestía carácter urgente.

Sin imaginar ni de lejos de qué se trataba, Ismani, quien siempre había tenido un complejo de inferioridad ante la autoridad constituida, se apresuró a presentarse aquel mismo día en el Ministerio.

Nunca había estado allí. Con su habitual cortedad, se asomó a la antecámara. Al instante un centinela de uniforme se le plantó delante y le preguntó qué deseaba. Él enseñó la carta.

Tras echar un vistazo al papel, el centinela, que lo había interpelado con cierta brusquedad (Ismani, descuidado en el vestir y de movimientos torpes, parecía un tipo al que no se debía tomar en serio), se volvió, como por encanto, otro. Se disculpó, rogó a Ismani que esperara un momento y se precipitó en una habitación contigua.

Acudió un subteniente, quien le pidió que le enseñase la carta, la leyó, puso una sonrisa levemente cohibida y con marcada obsequiosidad rogó a Ismani que lo siguiera.

«Pero, ¿qué tendrá de extraño esta carta?», se preguntaba Ismani, un poco intrigado. «¿Por qué, después de haberla visto, me tratan como a un pez gordo?».

A él le había parecido una comunicación oficial como cualquier otra.

También los otros oficiales, de graduación cada vez más alta, en los sucesivos despachos por los que hicieron pasar a Ismani, volvieron a mostrar esa consideración casi temerosa. Tenía incluso la agradable impresión de que cada uno de aquellos oficiales, nada más ver la carta, tenía prisa por pasar el asunto a otros, más autorizados: como si él, Ismani, fuera un personaje al que tratar con toda consideración, pero incómodo, si no peligroso incluso.

El coronel Giaquinto debía de tener una autoridad extraordinaria, bastante mayor de lo que hacía suponer su graduación, en vista de las muchas barreras de control que Ismani hubo de cruzar para llegar hasta él.

Giaquinto, hombre de unos cincuenta años, que vestía de paisano, lo acogió con deferencia. No había ninguna necesidad, dijo, de que Ismani se apresurara tanto. La urgencia a la que se hacía referencia en la carta era una formalidad habitual en casi todas las diligencias de su despacho.

«Para no hacerle perder tiempo, profesor, me apresuro a explicarle el asunto o, mejor dicho», y en aquel punto puso una sonrisita alusiva, «le expondré los términos de la cuestión que el Ministerio desea plantearle. Yo mismo no sé, la verdad, de qué se trata exactamente. Como comprenderá usted, profesor, en ciertos sectores las cautelas nunca son excesivas. Más aún: he de significarle al respecto que a cualquier otro se le pediría un precautorio compromiso de honor para que guardara el más riguroso secreto… pero en su caso, profesor… su personalidad… sus títulos… su pasado de combatiente… su prestigio…».

“Pero, ¿adónde querrá ir a parar?”, se preguntó Ismani, que sentía aumentar su incomodidad. Dijo:

«Discúlpeme, coronel, no comprendo».

El coronel lo miró con vaga ironía, se levantó del escritorio, se sacó del bolsillo un manojo de llaves, abrió un macizo mueble metálico, sacó de él una carpeta y volvió al escritorio.

«Aquí está», dijo, al tiempo que consultaba unas hojas escritas a máquina. «¿Está usted dispuesto, profesor Ismani, a prestar un servicio a la Nación?».

«¿Yo? ¡Claro que sí!». La sospecha de que se tratara de un equívoco flagrante resultaba cada vez más creíble.

«No lo dudábamos, profesor», dijo Giaquinto. «Sus sentimientos no son un misterio en las alturas. Precisamente por eso nos fiamos de usted».

«Pero yo… la verdad, no comprendo…».

«¿Estaría usted dispuesto, profesor», preguntó el coronel, cambiando de tono y recalcando las palabras, «a trasladarse por un período mínimo de dos años a una de nuestras zonas militares para participar en un trabajo del mayor interés nacional y de un valor científico excepcional? Por lo que se refiere a su puesto universitario, estaría en misión oficial con el sueldo íntegro, claro está, más un considerable complemento cuyo monto exacto no estoy en condiciones de especificar, pero se trataría de unas veinte o veintidós mil liras al día».

«¿Al día?», dijo Ismani, asombrado.

«Además de un alojamiento espacioso y confortable, dotado de todas las comodidades modernas. La localidad, por lo que leo aquí, es de lo más salubre y agradable. ¿Un cigarrillo?».

«Gracias, no fumo, pero, ¿de qué trabajo se trata?».

«En la propia designación del Ministerio resulta implícito, me parece, que se ha tenido en cuenta su competencia específica… Una vez cumplida la misión, el Gobierno no dejará, naturalmente, de manifestar de forma tangible… teniendo en cuenta, además, el innegable sacrificio de la residencia…».

«¿Por qué? ¿No podré moverme de allí?».

«La propia importancia del cometido…».

«¿Por dos años? ¿Y la Universidad? ¿Las clases?».

«Puedo asegurarle —aunque yo, como ya le he dicho, no conozco la naturaleza de la empresa— que se le brindará la oportunidad de hacer investigaciones sumamente interesantes… pero, si he de serle sincero, debo añadir que nunca se han abrigado dudas sobre cuál sería su respuesta».

«¿Y con quién…?».

«No estoy en condiciones de responder, pero puedo darle un nombre, un gran nombre: Endriade».

«¿Endriade? Pero, ¡si ahora se encuentra en el Brasil!».

«Sí, desde luego, en el Brasil, oficialmente», y el coronel guiñó un ojo. «No, no, profesor, no hay motivo alguno para preocuparse. Tal vez esté usted un poco nervioso, ¿verdad?».

«¿Yo? Pues no sé…».

«¿Y quién no está nervioso hoy día, con la agitada vida que llevamos? En este caso estaría —se lo garantizo— totalmente fuera de lugar. Se trata de una propuesta —tengo el deber de subrayarlo— halagadora y, además, es que no hay prisa. Váyase a casa, profesor, y continúe con su vida habitual…», sonrió, «… como si no le hubiera dicho nada… como si —entiéndame bien— nunca hubiese puesto los pies en este despacho… pero piénselo… Llegado el caso, telefonéeme…».

«¿Y mi mujer? Mire, coronel, tal vez se ría usted, pero apenas hace dos años que nos casamos…».

«Felicidades, profesor…», el coronel arrugó las cejas, como si lo considerara un problema difícil, «pero no es que… si usted sale personalmente garante…».

«Oh, mi mujer es una persona tan sencilla, tan ingenua, no hay peligro de que… Por lo demás, nunca se ha interesado en mis estudios».

«Mejor así, creo yo», dijo el coronel y se rió.

«Coronel, antes de…».

«Diga, diga…».

«Antes de una posible decisión en un sentido o en otro, ¿no podría…?».

«¿Saber algo más, quiere usted decir?».

«Pues sí. Plantarlo todo durante dos años sin siquiera saber qué…».

«Pues mire, a ese respecto, profesor, debe usted tener paciencia. Puedo darle mi palabra de que no sé nada más de lo que le he dicho. Más aún: tal vez no quiera usted creerme, pero me temo que en todo el Ministerio no hay una sola persona —ni una sola, ¿comprende?— que esté en condiciones de especificarlo. Parece absurdo, lo sé. Tal vez ni siquiera el Jefe del Estado Mayor… A veces la máquina del secreto militar resulta paradójica incluso. Nuestra misión es proteger el secreto. Ahora bien, lo que va oculto en él no debe interesarnos… Ah, pero en dos años tendrá usted tiempo de informarse, todo el tiempo que desee, me parece…».

«Pero discúlpeme: entonces, ¿cómo han hecho, por ejemplo, para elegirme?».

«¿Nosotros? En absoluto hemos sido nosotros. La indicación, la propuesta, vino de la propia zona».

«¿De Endriade?».

«No me haga decir lo que no he dicho, profesor. Puede que haya sido Endriade, pero no lo sé exactamente… No, no, profesor, no hay prisa. Vuelva usted a sus estudios, como si no le hubiera dicho ni palabra, y gracias por haber venido. No quiero hacerle perder más tiempo». Se levantó para acompañar a Ismani hasta la puerta. «No hay la menor prisa… pero piénselo, profesor, y en caso…».

“El gran retrato” de Dino Buzzati

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