El Gran Inquisidor
Resumen del libro: "El Gran Inquisidor" de Fiódor Dostoyevski
El Gran Inquisidor, una destacada parábola contenida en la monumental obra Los hermanos Karamazov de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, se erige como un microcosmos literario que destila las complejidades inherentes a la fe, el sufrimiento y la naturaleza humana. La trama, ambientada durante la Inquisición española, narra la segunda venida de Jesucristo y su detención por el Gran Inquisidor. Dostoyevski, con su aguda penetración psicológica, construye una narrativa que transcurre en las intersecciones de la teología y la filosofía existencial.
La parábola se convierte en un crisol donde el autor examina con meticulosidad los vínculos entre la fe y el libre albedrío, planteando preguntas inquietantes sobre la condición humana. Las páginas escritas por Dostoyevski durante su exilio en Siberia añaden un matiz adicional a la obra, dotándola de una autenticidad impregnada por las experiencias del propio autor.
Dostoyevski, figura cumbre de la literatura rusa del siglo XIX, se caracteriza por su habilidad única para explorar las complejidades de la psique humana. Su estilo literario, imbuido de profundidad filosófica y penetrante introspección, otorga a El Gran Inquisidor un estatus atemporal. La parábola no solo sirve como un fascinante episodio dentro de Los hermanos Karamazov, sino también como un espejo literario que invita a la reflexión sobre cuestiones trascendentales.
En resumen, El Gran Inquisidor emerge como una obra maestra que trasciende las barreras del tiempo y la cultura, ofreciendo una exploración profunda y conmovedora de la fe, el sufrimiento y la libertad, todo ello tejido magistralmente por la pluma de Dostoyevski.
Nota
«El gran inquisidor» es un poema, o argumento narrativo contenido en el Libro V de Los hermanos Karamazov, que se centra en la idea de la libertad. En el capítulo anterior, Iván se lo presenta a su hermano Alíoscha:
«Mira, Alíoscha, no te rías; yo escribí una vez un poema, hace un año. Si quieres perder conmigo otros diez minutos, te lo referiré.
—¿Escribiste el poema?
—¡Oh, no, no lo escribí!… —rio Iván—. Nunca en la vida escribí un par de versos. Pero pensé el poema y lo recuerdo. Con calor lo imaginé. Serás mi primer lector, es decir, oyente. ¿Por qué, efectivamente, ha de perder un autor aunque sólo sea un único oyente?… —rio Iván—. ¿Te lo cuento o no?
—Soy todo oídos —dijo Alíoscha.
—Mi poema se titula “El gran inquisidor”; cosa absurda, pero quiero contártelo».
En «La casa muerta» Dostoyevski recrea el tiempo que pasó en un campo de prisioneros de Siberia a través de un narrador ficticio, Aleksandr Petróvich Goriánchikov.
El gran inquisidor
—Mira, aquí es indispensable un proemio…, es decir, un proemio literario. ¡Uf!… —rio Iván—. ¡Pero qué escritorazo soy! Mira: la acción se desarrolla en el siglo XVI, y entonces —tú, por lo demás, debes de saberlo desde las aulas—, entonces, como adrede, existía la costumbre de hacer intervenir en las obras poéticas a las potencias celestiales en las cosas de la Tierra. No digo nada de Dante. En Francia, los clérigos que actuaban de jueces, y también en los monasterios los monjes, representaban funciones enteras en las que sacaban a escena a la Madona, ángeles, santos, a Cristo y a Dios mismo. En aquella época sucedía así con toda ingenuidad. En Notre Dame de Paris, de Victor Hugo, para honrar el natalicio del Delfín de Francia, en París, en presencia de Luis el Onceno, en la sala del Hôtel de Ville, dan una función edificante y gratuita para el pueblo, intitulada Le bon jugement de la très sainte et gracieuse Vierge Marie, donde sale ella misma en persona y dicta su bon jugement. Entre nosotros, en Moscú, antiguamente, antes de Pedro, se dieron también representaciones dramáticas análogas, tomadas generalmente del Antiguo Testamento en aquellos tiempos; pero, aparte las representaciones dramáticas, en todo el mundo aparecieron entonces muchedumbres de cuentos y versos en los que intervenían, si era preciso, santos, ángeles y todos los poderes celestiales. Aquí, en los monasterios, también se llevaban a cabo traducciones, copias y hasta creaciones de tales poemas, y eso… en tiempos de los tártaros. Hay, por ejemplo, un poemita monacal, sin duda traducción del griego (Tránsito de la Virgen de los Tormentos), con cuadritos y una osadía nada inferiores a las dantescas. La Madre de Dios visita el infierno, siendo el Arcángel Miguel quien la conduce por entre los condenados. Ve a los pecadores y sus tormentos. Hay allí, entre otras cosas, una notable categoría de pecadores en un lago hirviendo; algunos de ellos se hunden de tal modo en las aguas, que ya no pueden salir más a flote, y de ellos olvídase Dios…, expresión sumamente profunda y fuerte. Y he aquí que, impresionada y llorosa, la Madre de Dios cae de hinojos ante el trono del Altísimo y le pide clemencia para todos cuantos allí ha visto, sin distinción alguna. Su diálogo con Dios es muy interesante. Porfía ella; no se va, y cuando Dios le señala las manos y los pies, traspasados por los clavos de su Hijo, y le pregunta cómo puede perdonar a sus verdugos…, ella va y les manda a todos los santos, a todos los mártires, a todos los ángeles y arcángeles se arrodillen junto a ella e imploran clemencia para todos sin distinción. Termina la cosa obteniendo ella de Dios la suspensión de todos los tormentos de toda índole desde el Viernes Santo hasta Pentecostés y los pecadores del infierno prorrumpen en exclamaciones de gratitud al Señor, y gritan: «Eres justo, Señor, al juzgar así». Bueno, pues de esa índole habría sido mi poemita, de haber aparecido en aquel tiempo. Yo saco a escena a Él. A decir verdad, Él nada dice en el poema, no haciendo otra cosa que mostrarse y pasar. Quince siglos van ya desde que Él prometió venir con su imperio; quince siglos desde que su profecía anunció: «En verdad, vengo pronto. El día y la hora no los sabe ni el Hijo; sólo Mi Padre, que está en los Cielos», según dijo Él mismo, estando todavía en la Tierra. Pero la Humanidad lo aguarda con la misma fe antigua y el mismo antiguo fervor. ¡Oh, con más fe todavía, pues ya van quince siglos desde que el Cielo dejó de dar testimonios al hombre!
…
Fiódor Dostoyevski. Moscú, 1821 - San Petersburgo, 1881 Novelista ruso. Educado por su padre, un médico de carácter despótico y brutal, encontró protección y cariño en su madre, que murió prematuramente. Al quedar viudo, el padre se entregó al alcohol, y envió finalmente a su hijo a la Escuela de Ingenieros de San Petersburgo, lo que no impidió que el joven Dostoievski se apasionara por la literatura y empezara a desarrollar sus cualidades de escritor.
A los dieciocho años, la noticia de la muerte de su padre, torturado y asesinado por un grupo de campesinos, estuvo cerca de hacerle perder la razón. Ese acontecimiento lo marcó como una revelación, ya que sintió ese crimen como suyo, por haber llegado a desearlo inconscientemente. Al terminar sus estudios, tenía veinte años; decidió entonces permanecer en San Petersburgo, donde ganó algún dinero realizando traducciones.
La publicación, en 1846, de su novela epistolar Pobres gentes, que estaba avalada por el poeta Nekrásov y por el crítico literario Belinski, le valió una fama ruidosa y efímera, ya que sus siguientes obras, escritas entre ese mismo año y 1849, no tuvieron ninguna repercusión, de modo que su autor cayó en un olvido total.
En 1849 fue condenado a muerte por su colaboración con determinados grupos liberales y revolucionarios. Indultado momentos antes de la hora fijada para su ejecución, estuvo cuatro años en un presidio de Siberia, experiencia que relataría más adelante en Recuerdos de la casa de los muertos. Ya en libertad, fue incorporado a un regimiento de tiradores siberianos y contrajo matrimonio con una viuda con pocos recursos, Maria Dmítrievna Isáieva.
Tras largo tiempo en Tver, recibió autorización para regresar a San Petersburgo, donde no encontró a ninguno de sus antiguos amigos, ni eco alguno de su fama. La publicación de Recuerdos de la casa de los muertos (1861) le devolvió la celebridad. Para la redacción de su siguiente obra, Memorias del subsuelo (1864), también se inspiró en su experiencia siberiana. Soportó la muerte de su mujer y de su hermano como una fatalidad ineludible. En 1866 publicó El jugador, y la primera obra de la serie de grandes novelas que lo consagraron definitivamente como uno de los mayores genios de su época, Crimen y castigo.
La presión de sus acreedores lo llevó a abandonar Rusia y a viajar indefinidamente por Europa junto a su nueva y joven esposa, Ana Grigorievna. Durante uno de esos viajes su esposa dio a luz una niña que moriría pocos días después, lo cual sumió al escritor en un profundo dolor. A partir de ese momento sucumbió a la tentación del juego y sufrió frecuentes ataques epilépticos.
Tras nacer su segundo hijo, estableció un elevado ritmo de trabajo que le permitió publicar obras como El idiota (1868) o Los endemoniados (1870), que le proporcionaron una gran fama y la posibilidad de volver a su país, en el que fue recibido con entusiasmo. En ese contexto emprendió la redacción de Diario de un escritor, obra en la que se erige como guía espiritual de Rusia y reivindica un nacionalismo ruso articulado en torno a la fe ortodoxa y opuesto al decadentismo de Europa occidental, por cuya cultura no dejó, sin embargo, de sentir una profunda admiración.
En 1880 apareció la que el propio escritor consideró su obra maestra, Los hermanos Karamazov, que condensa los temas más característicos de su literatura: agudos análisis psicológicos, la relación del hombre con Dios, la angustia moral del hombre moderno y las aporías de la libertad humana. Máximo representante, según el tópico, de la «novela de ideas», en sus obras aparecen evidentes rasgos de modernidad, sobre todo en el tratamiento del detalle y de lo cotidiano, en el tono vívido y real de los diálogos y en el sentido irónico que apunta en ocasiones junto a la tragedia moral de sus personajes.