Resumen del libro:
El gran Dios Pan es la primera novela de Arthur Machen. Fue publicada en 1894 y revisada cuatro años después. Casi de inmediato, aunque no inesperadamente, Arthur Machen escaló el pequeño Olimpo de los escritores de terror, aunque esta jornada no estuvo exenta de polémica. El gran Dios Pan fue aborrecido, despreciado por los críticos, y finalmente denunciado como un libro brutal, repugnante, debido a su estilo decadente y a la extraña sexualidad que se desprende de sus páginas. Naturalmente, el público no aceptó este adoctrinamiento crítico, y la novela continuó creciendo entre los lectores. En El Gran Dios Pan, una extraña operación al cerebro de una joven llamada Mary trae a este mundo la visión de un mundo escondido para la mayoría de los mortales. Afirma que el Gran Pan no ha muerto, y que las fuerzas del mal, en el sentido mágico de la palabra, esperan constantemente a algunos de nosotros para llevarlos al otro lado del mundo. La verdadera naturaleza del mal.
I. El experimento
—Estoy contento de que hayas venido, Clarke; de hecho, muy contento. No estaba seguro de que pudieras darte el tiempo.
—Pude hacer algunos arreglos por unos pocos días; las cosas no están muy activas justamente ahora. Pero Raymond, ¿no tienes dudas? ¿Es absolutamente seguro?
Los dos hombres paseaban lentamente por la terraza frente a la casa del doctor Raymond. El sol oriental aún colgaba sobre la línea montañosa, pero brillaba con un pálido resplandor rojizo que no producía sombras, y el aire estaba en calma; una dulce brisa vino desde el bosque en la ladera, colina arriba, y con ella, por intervalos, el suave y murmurante arrullo de las palomas silvestres. Abajo, en el largo y hermoso valle, el río serpenteaba entre las colinas solitarias y, mientras el sol flotaba y se desvanecía hacia el oeste, una suave bruma, de un blanco puro, comenzó a emerger desde las colinas. El doctor Raymond se volvió seriamente hacia su amigo:
—¿Seguro? Por supuesto que lo es. La operación es en sí misma una intervención perfectamente simple, cualquier cirujano podría hacerla.
—¿Y no hay peligro durante alguna otra etapa?
—Ninguno; absolutamente ningún riesgo físico. Te doy mi palabra. Siempre eres tan tímido, Clarke, siempre, pero tú conoces mi historia. Me he dedicado a la medicina trascendental durante los últimos veinte años. He sido llamado farsante, charlatán e impostor, sin embargo, todo el tiempo supe que me encontraba en el camino correcto. Hace cinco años alcancé la meta, y cada día desde entonces ha sido una preparación para lo que haremos esta noche.
—Me gustaría creer que todo eso es cierto —Clarke frunció el entrecejo y miró dubitativamente al doctor Raymond—. ¿Estás perfectamente seguro, Raymond, que tu teoría no es una fantasmagoría —por cierto que una visión espléndida, sin embargo, una mera visión después de todo?
El Dr. Raymond detuvo su marcha y se volvió seriamente. Era un hombre de mediana edad, macilento y delgado, de complexión amarillo pálida, sin embargo, mientras le respondía y enfrentaba a Clarke, un rubor asomó en sus mejillas.
—Mira a tu alrededor, Clarke. Puedes ver las montañas, las colinas, como ondulación tras ondulación, puedes ver los bosques y los huertos, los campos maduros de maíz, y las praderas que se extienden hasta los lechos de caña junto al río. Puedes verme aquí a tu lado, y oír mi voz; mas te digo, que todas estas cosas —sí, desde la estrella que acaba de brillar en el cielo hasta el suelo sólido bajo tus pies— te digo, que todas son sólo sueños y sombras; las sombras que ocultan a nuestros ojos el verdadero mundo. Existe un mundo real, pero trasciende este glamour y esta visión, y se encuentra más allá de todo esto, tras un velo. No sé si alguna vez algún ser humano ha corrido ese velo; sin embargo, Clarke, sé que tú y yo lo veremos levantarse esta misma noche, en los ojos de otra persona. Quizá pienses que todo esto es un sinsentido extravagante; puede ser extraño, pero es real, y los antiguos sabían lo que significaba descorrer ese velo. Lo llamaban presenciar al dios Pan.
Clarke se estremeció; la bruma blanca que se juntaba sobre el río estaba helada.
—Esto es realmente asombroso —dijo—. Estamos parados al borde de un mundo extraño, si lo que dices, Raymond, es verdad. ¿Debo suponer que el cuchillo es absolutamente necesario?
—Sí. Una pequeña lesión en la sustancia gris, eso es todo; un insignificante reordenamiento de ciertas células, una alteración microscópica que escaparía a la atención de noventa y nueve de cien especialistas. Clarke, no quiero molestarte hablándote de mi oficio; podría darte muchos detalles técnicos que sonarían imponentes, mas tú quedarías tan iluminado como estás ahora. Sin embargo, supongo que habrás leído, por casualidad, en las apartadas esquinas de tu periódico, acerca de los inmensos pasos que se han dado recientemente en la fisiología del cerebro. El otro día divisé un párrafo de la teoría de Digby, y de los descubrimientos de Browne Feber. ¡Teorías y descubrimientos! Donde ellos se encuentran ahora yo ya estuve hace quince años, y no necesito decirte que no he estado inactivo durante los últimos quince años. Bastará que te diga que, hace cinco años hice el descubrimiento al que aludí cuando dije que hace diez años había alcanzado la meta. Luego de años de labor, luego de años de esfuerzo y de andar a tientas en la oscuridad, luego de días y noches de desilusiones y, algunas veces, de desesperación, en los cuales, una que otra vez, temblaba y me ponía helado ante el pensamiento de que quizá otros estaban buscando lo que yo buscaba; pero por fin, después de tanto tiempo, una punzada de alegría estremeció mi alma y supe que el largo viaje había llegado a su fin. A través de lo que parecía y aún parece suerte, por la sugerencia de un pensamiento fútil desprendido de las líneas familiares y los caminos que había recorrido cientos de veces, la verdad me invadió, y vi, delineado en líneas de visión, un mundo completo, una esfera desconocida; islas y continentes, y grandes océanos, en los cuales barco alguno ha navegado (según creo) desde que el hombre alzó por primera vez su mirada y vislumbró el sol y las estrellas del cielo, y la tranquila tierra debajo. Pensarás que esto es sólo lenguaje alegórico, Clarke, pero es tan difícil ser literal. Y, sin embargo, no sé si acaso lo que estoy insinuando no pueda ponerse en términos sencillos y aislados. Por ejemplo, actualmente este mundo nuestro se encuentra completamente conectado con cables y alambres de telégrafo; y con algo menor que la velocidad del pensamiento, cruzan como un relámpago desde el amanecer al atardecer, desde norte a sur, a través de las inundaciones y los desiertos. Supón que un eléctrico de hoy se diera cuenta que él y sus colegas han estado meramente jugando con guijarros, confundiéndolos con las bases del mundo, supón que un hombre como aquél vislumbrara el espacio infinito extendiéndose abierto frente a la corriente, y las voces de los hombres viajando a la velocidad del trueno hacia el sol y más allá del sol, hacia los sistemas más alejados, y el eco de la voz articulada de los hombres en el desolado vacío que confina nuestro pensamiento. En relación a las analogías, ésta es una muy buena analogía de lo que he hecho; puedes entender ahora un poco de lo que sentí aquí una tarde; una tarde de verano como ésta y el valle luciendo como ahora. Yo me encontraba aquí y, frente a mí, vi el abismo inefable e impensable que se abre profundo entre dos mundos, el mundo de la materia y el mundo del espíritu; vi el vacío y gran abismo extenderse mortecino frente a mí, y, en aquel instante, un puente de luz saltó desde la tierra hacia la orilla desconocida, y el abismo fue unido. Puedes mirar en el libro de Browne Faber, si lo deseas, y te darás cuenta que hasta el día de hoy los hombres de ciencia son incapaces de dar cuenta de la presencia, o de especificar, las funciones de un cierto grupo de neuronas del cerebro. Aquel grupo es, así como era, tierra de nadie, sólo una pérdida de espacio para poner teorías imaginativas. Yo no estoy el la posición de Browne Faber ni de los especialistas, yo estoy perfectamente enterado de las posibles funciones de aquellos centros nerviosos en el esquema de las cosas. Con un toque puedo hacerlas entrar en juego, con un toque digo, puedo liberar la corriente, con un toque puedo completar la comunicación entre este mundo de los sentidos y… podremos terminar la oración más tarde. Sí, el cuchillo es necesario; mas imagina lo que ese cuchillo realizará. Nivelará totalmente la sólida muralla de los sentidos y, probablemente, por primera vez desde que el hombre fue creado, un espíritu contemplará un mundo de espíritus. Clarke, ¡Mary verá al dios Pan!
—Pero, ¿recuerdas lo que me escribiste? Pensé que era requisito que ella… —susurró el resto al oído del doctor.
—No, para nada, para nada. Esas son tonterías. Te lo aseguro. De hecho, es mejor como está; estoy completamente seguro de eso.
—Considera bien el asunto, Raymond. Es una gran responsabilidad. Algo podría salir mal; serías un hombre miserable por el resto de tus días.
—No, no lo creo, aún si lo peor sucediera. Como sabes, yo rescaté a Mary de la cuneta y de una muerte casi segura, cuando era una niña; pienso que su vida es mía, para usarla como estime conveniente. Vamos, se está haciendo tarde, mejor entramos.
El doctor Raymond encabezó la marcha hacia la casa, a través del hall, y hacia abajo por un largo y oscuro corredor. Sacó una llave de su bolsillo y abrió una pesada puerta, y le indicó a Clarke la entrada a su laboratorio. Éste había sido alguna vez una sala de billar, iluminado por una cúpula de vidrio en el centro del techo, donde aún brillaba una luz triste y gris sobre la figura del doctor, mientras encendía una lámpara de pesada pantalla y la ponía sobre una mesa en el centro de la habitación.
Clarke miró a su alrededor. Escasamente un pie del muro se mantenía desnudo; por todos lados había estantes atiborrados con botellas y frasquitos, de todas las formas y colores, y a un extremo se encontraba un pequeño librero estilo Chippendale. Raymond le apuntó:
fi—¿Ves aquel pergamino de Osward Crollius? Él fue uno de los primeros en mostrarme el camino, aunque pienso que él mismo jamás lo encontrara. Éste es un extraño dicho suyo: “En cada grano de trigo se esconde el alma de una estrella”
No habían muchos muebles en el laboratorio. La mesa en el centro, en una esquina un mesón de piedra con un desagüe, las dos butacas en las que Raymond y Clarke estaban sentados; eso era todo, excepto una silla de extraña apariencia en el extremo más alejado de la habitación. Clarke la miro y alzó sus cejas:
—Sí, ésa es la silla —dijo Raymond—. Debemos ponerla en posición. Se levantó y empujó la silla hacia la luz, y comenzó a elevarla y a bajarla, dejando el asiento abajo, poniendo el respaldo en varios ángulos, y ajustando la pisadera. Se veía bastante cómoda, y Clarke pasó su mano sobre el terciopelo verde, mientras el doctor manipulaba las palancas.
—Clarke, ponte cómodo. Yo tengo un par de horas de trabajo ante mí, tuve que dejar algunos asuntos para el final.
Raymond se dirigió hacia el mesón de piedra, mientras Clarke, melancólicamente, lo observaba inclinarse sobre una hilera de frascos y encender la llama bajo el crisol. El doctor tenía una pequeña lámpara de mano, ensombrecida como la más grande, en una saliente sobre su instrumental. Clarke, sentado en las sombras, examinó la gran sala en penumbras, asombrándose ante los grotescos efectos del contraste entre la luz brillante y la oscuridad indefinida. Pronto tuvo conciencia de un extraño olor en la habitación, al comienzo la mera sugerencia de un olor, pero al hacerse más definido se sorprendió de no evocar una farmacia o un pabellón. Clarke se encontró a sí mismo esforzándose inútilmente por analizar la sensación y, poco conciente, comenzó a pensar en un día, quince años atrás, que pasó vagando a través de los bosques y praderas cercanas a su propio hogar. Era un caluroso día de comienzos de agosto, el calor había desdibujado con una suave bruma los contornos de todas las cosas y de todas las distancias, y la gente que observaba el termómetro hablaba de un registro anormal, de una temperatura que era casi tropical. Extrañamente, aquel caluroso día de los cincuentas emergió nuevamente en la imaginación de Clarke; la sensación de encandilamiento por la luz del sol que lo invadía todo, parecía anular las sombras y las luces del laboratorio, y sintió nuevamente el aire caliente golpeando en ráfagas sobre su rostro, y vio el resplandor elevándose de la turba, y oyó los millares de murmullos del verano.
—Espero que el olor no te moleste, Clarke; no hay nada dañino en él. Te pone un tanto soñoliento, eso es todo.
Clarke oyó las palabras claramente, y se dio cuenta de que Raymond se dirigía a él, sin embargo, no podía salirse de ese letargo. Sólo podía pensar en la caminata solitaria que había tomado, quince años atrás; era la última visión que tenía desde que era niño de los campos y bosques que había conocido, y ahora, todo eso surgía en una luz brillante, como una fotografía, ante él. Y por encima de todo llegó hasta su nariz el aroma del verano, el olor mezclado de las flores, de los bosques y de los lugares templados en lo profundo de las verdes profundidades, emanando producto del calor del sol; y el aroma de la buena tierra, yaciendo con los brazos abiertos y los labios sonrientes, abrumándolo todo. Sus fantasías le hicieron vagar, como había vagado hace mucho tiempo atrás, desde los campos hacia el bosque, recorriendo un pequeño sendero entre la maleza brillante de las hayas; mientras el hilo de agua que goteaba desde la piedra caliza sonaba como una melodía de ensueño. Sus pensamientos comenzaron a extraviarse y a fundirse con otros pensamientos; la avenida de hayas se transformó en un sendero entre las encinas, y eventualmente, alguna parra trepaba de rama en rama, confinando a los oscilantes zarcillos y se inclinaba a causa de sus uvas púrpuras, y las escasas hojas verde grises del olivo silvestre contrastaban con las oscuras sombras de la encina. Clarke, en los profundos pliegues del sueño, estaba conciente que el sendero que partía de la casa de su padre lo había llevado hacia un país desconocido. Repentinamente, mientras reflexionaba sobre la extrañeza de todo esto, el murmullo del verano fue reemplazado por un silencio infinito que parecía cernirse sobre todas las cosas, el bosque estaba en silencio. Y por un momento se encontró cara a cara con una presencia, que no era hombre ni bestia, ni vivo ni muerto, sino todas las cosas a la vez, la forma de todas las cosas pero desprovisto de forma. Y en ese momento, el sacramento entre el cuerpo y el ama se disolvió y una voz pareció gritar: “déjennos salir”, y entonces vino la oscuridad más oscura, de más allá de las estrellas, la oscuridad de lo eterno.
…