Resumen del libro:
En “El gran cambiazo”, Roald Dahl nos invita a sumergirnos en un fascinante universo de relatos que combinan lo burlesco, lo macabro y lo inquietante con una maestría inigualable. Este libro, galardonado con el Gran Prix de l’Humour Noir, revela a Dahl en su máxima expresión, desplegando un cóctel literario tan delicioso como perturbador. Con un estilo que entrelaza la ternura y la crueldad, la ligereza y la inquietud, Dahl nos ofrece un conjunto de narraciones que destacan por su ingenio y profundidad.
Dos de los relatos, “El invitado” y “Perra”, son fragmentos del Diario imaginario de Oswald Cornelius Hendryks, un Don Juan moderno, esteta refinado, y rico bon vivant. Este personaje, con su vida escandalosa, hace que las Memorias de Casanova parezcan una hoja parroquial en comparación. A través de sus aventuras, Dahl explora las complejidades del deseo y la indulgencia, ofreciendo una crítica mordaz a la frivolidad y la superficialidad de la vida mundana.
El relato titular, “El gran cambiazo”, presenta una estratagema ingeniosa concebida por dos maridos libertinos para engañar a sus confiadas esposas. Con su característica mezcla de humor negro y sagacidad, Dahl nos lleva a cuestionar las dinámicas de poder y confianza en las relaciones matrimoniales. Es un juego perverso de engaños y revelaciones que deja al lector reflexionando sobre la naturaleza de la fidelidad y la moralidad.
En “El último acto”, Dahl nos narra el reencuentro de una viuda con un antiguo pretendiente, una situación que, bajo su aparente trivialidad, esconde un horror latente. Este relato ejemplifica la habilidad de Dahl para poner en evidencia las fisuras de la “normalidad” y cómo, en cualquier momento cotidiano, puede acechar el terror. La narrativa aquí se vuelve una parábola ácida sobre la fragilidad del amor y la tenebrosa incertidumbre de la existencia humana.
Roald Dahl, conocido principalmente por su literatura infantil, demuestra en este libro su versatilidad y talento en la ficción para adultos. Su capacidad para combinar humor, horror y crítica social con un estilo ágil y provocador es lo que le ha ganado un lugar destacado en la literatura contemporánea. En “El gran cambiazo”, Dahl no solo entretiene, sino que también desafía al lector a mirar más allá de las apariencias y a cuestionar las normas establecidas.
“El gran cambiazo” es una obra imprescindible para los amantes de la narrativa corta y para aquellos que disfrutan de historias que oscilan entre la risa y el escalofrío. Con su habilidad para transformar lo cotidiano en extraordinario, Roald Dahl reafirma su posición como un maestro del relato breve y un observador incisivo de la condición humana.
EL VISITANTE
No hace mucho tiempo, un voluminoso cajón de madera fue depositado en la puerta de mi casa por el servicio ferroviario de reparto a domicilio. Se trataba de un objeto insólitamente resistente y bien construido, hecho de algún tipo de madera dura, de color rojo oscuro, bastante parecida a la caoba. Lo levanté con mucha dificultad y, tras depositarlo sobre una mesa del jardín, lo examiné cuidadosamente. En uno de sus lados decía que había llegado de Haifa a bordo del Waverley Star, pero no pude encontrar el nombre ni la dirección del remitente. Traté de pensar en alguien que viviese en Haifa o por allí y que deseara enviarme un regalo magnífico. No se me ocurrió nadie. Me dirigí lentamente hacia el cobertizo donde guardaba los aperos de jardinería, sumido aún en profundas reflexiones sobre el asunto, y volví con un martillo y un destornillador. Luego empecé a levantar con mucho cuidado la tapa del cajón.
¡Estaba lleno de libros! ¡Unos libros extraordinarios! Uno por uno los fui sacando del cajón (sin hojearlos aún) y los dejé sobre la mesa, formando tres montones elevados. Había veintiocho volúmenes en total y he de confesar que eran bellísimos. Cada uno de ellos estaba encuadernado idéntica y soberbiamente en lujoso tafilete color verde, con las iniciales O. H. C. y un número romano (del I al XXVIII) estampado en oro sobre el lomo.
Cogí el volumen que tenía más a mano, el número XVI, y lo abrí. Las páginas, blancas y sin rayar, aparecían rellenas de una letra pequeña y pulcra, escrita con tinta negra. En la portada constaba una fecha: «1934». Nada más. Cogí otro volumen, el número XXI. Contenía más páginas escritas con la misma letra, pero en la portada decía «1939». Lo dejé sobre la mesa y cogí el volumen I con la esperanza de encontrar en él un prefacio o algo parecido, o tal vez el nombre del autor. En lugar de ello, dentro de la cubierta del libro encontré un sobre. Iba dirigido a mí. Extraje la carta que había dentro y eché un rápido vistazo a la firma. Oswald Hendryks Cornelius, decía.
¡Era el tío Oswald!
Ningún miembro de la familia había tenido noticias del tío Oswald desde hacía más de treinta años. La carta estaba fechada el 10 de marzo de 1964 y hasta su llegada sólo podíamos suponer que el tío Oswald existía aún. En realidad, nada se sabía de él salvo que vivía en Francia, que viajaba mucho, que era un solterón acaudalado, de gustos repugnantes y a la vez atractivos, que se negaba empecinadamente a tener trato con sus parientes. Todo lo demás eran rumores y habladurías, pero los rumores eran tan espléndidos y las habladurías resultaban tan exóticas que hacía ya tiempo que Oswald se había convertido en un héroe resplandeciente y una leyenda para todos nosotros.
«Mi querido muchacho —empezaba la carta:
»Creo que tú y tus tres hermanas sois los únicos parientes cercanos y consanguíneos que me quedan. Por consiguiente, sois mis legítimos herederos y, como no he hecho testamento, todo lo que deje al morir será vuestro. Por desgracia, no tengo nada que dejar. Antes tenía mucho y el hecho de que recientemente me haya librado de todo ello como mejor me ha parecido no es asunto vuestro. A guisa de consuelo, sin embargo, os envío mis diarios personales. Creo que éstos deberían permanecer en la familia. Abarcan los mejores años de mi vida y no os hará ningún daño leerlos. Pero si los mostráis a otros o permitís que los lea algún extraño, correréis un gran peligro. Si los publicas, me imagino que ello sería el fin simultáneo tanto de ti como del editor. Porque debes entender que miles de las heroínas a las que menciono en los diarios siguen estando medio muertas solamente y si fueras lo bastante estúpido como para manchar con letras escarlatas su reputación, que es blanca como la azucena, tendrían tu cabeza en una bandeja en dos segundos escasos y probablemente, por si fuera poco, la asarían en el horno. De modo que será mejor que te andes con cuidado. Sólo te vi una vez. De eso hace años, en 1921, cuando tu familia vivía en aquel feo caserón del sur de Gales. Yo era un tío y tú no eras sino un niño muy pequeño, de unos cinco años. No creo que te acuerdes de la joven niñera noruega que tenías por aquel entonces. Era una joven notablemente limpia y fornida y tenía una figura exquisita, incluso cuando llevaba aquel uniforme de peto ridículamente almidonado que le ocultaba su pecho encantador. La tarde en que estuve allí, la niñera iba a dar un paseo contigo por el bosque, para recoger campanillas azules, y yo le pregunté si podía ir con vosotros. Y cuando nos hubimos internado mucho en el bosque, te dije que te daría una tableta de chocolate si eras capaz de regresar a casa sólito. Y lo fuiste (véase el volumen III). Eras un niño con sentido común. Adiós — Oswald Hendryks Cornelius».
La súbita llegada de los diarios causó gran excitación en la familia y nos apresuramos a leerlos. No nos decepcionaron. Su contenido era asombroso: hilarante, ingenioso, excitante y, a menudo, también conmovedor, mucho. La vitalidad del tío Oswald era increíble. Siempre estaba en movimiento, de una ciudad a otra, de país en país, de mujer en mujer y, entre una mujer y la siguiente, se dedicaba a buscar arañas en Cachemira o a seguirle la pista a algún jarrón de porcelana azul en Nankín. Pero las mujeres siempre eran lo primero. Adondequiera que fuese, siempre dejaba tras él una estela interminable de mujeres, hembras ofendidas y mancilladas de manera indecible, pero ronroneando como gatitas.
Veintiocho volúmenes de exactamente trescientas páginas cada uno tardan mucho en leerse y hay pocos escritores, poquísimos, capaces de retener el interés de sus lectores a lo largo de semejante extensión de papel. Pero Oswald lo consiguió. La narración nunca parecía perder su sabor, el ritmo jamás decaía y casi sin excepción cada apunte, fuese largo o corto, tratase de lo que tratara, se convertía en una maravillosa historieta individual, completa en sí misma. Y al final de todo, una vez leída la última página del último volumen, uno se quedaba sin respiración, pensando que tal vez acababa de leer una de las mejores obras autobiográficas de nuestro tiempo.
Si se la considerase exclusivamente como la crónica de las aventuras amorosas de un hombre, entonces es indudable que no hay nada que se le pueda comparar. A su lado, las memorias de Casanova son como una hoja parroquial y el mismísimo y famosísimo amante, comparado con Oswald, se nos aparece como un hombre con unos apetitos sexuales decididamente adormecidos.
Cada página contenía dinamita social; en eso Oswald tenía razón. Pero se equivocaba al pensar que las explosiones vendrían únicamente de las mujeres. ¿Qué decir de sus maridos, de aquellos infelices humillados y cornudos? El cornudo, cuando se le provoca, es un pájaro muy feroz y habría miles y miles de ellos que remontarían el vuelo en el caso de que los Diarios de Cornelius, sin cortes de ninguna clase, viesen la luz del día estando ellos vivos todavía. La publicación, por consiguiente, quedaba descartada.
Lástima. Hasta tal punto me parecía lamentable, que pensé que había que hacer algo al respecto. Así que me senté y releí los diarios de cabo a rabo con la esperanza de descubrir cuando menos un pasaje completo que pudiera publicarse sin que el editor y yo mismo nos viéramos envueltos en litigios serios. Con gran alegría encontré nada menos que seis. Se los mostré a un abogado. Me dijo que, a su juicio, tal vez estuvieran «exentos de peligro», aunque no podía garantizármelo. Uno de dichos pasajes, «El episodio del desierto del Sinaí», parecía «menos peligroso» que los otros cinco, añadió el abogado.
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