Resumen del libro:
Tomando como punto de partida la vieja leyenda judía del monstruoso gólem, un ser artificial fabricado por un rabino que le insuflaba la vida escondiéndole en la boca un pedazo de pergamino con una palabra mágica escrita en él, el maestro de la literatura fantástica Gustav Meyrink teje con total brillantez una novela poética y cautivadora que atrapa al lector desde el principio y ya no lo suelta. Son muchos los que han glosado las bondades de «El gólem», y en palabras de Jorge Luis Borges, uno de esa larga lista de notables enamorados de la obra del escritor vienés: «Novalis anheló alguna vez “narraciones oníricas, narraciones inconsecuentes, regidas por asociación, como sueños”. Tan fácil es componer narraciones de esas como imposible es componerlas de modo que no sean ilegibles. “El gólem” increíblemente es onírico y es lo contrario de ilegible. Es la vertiginosa historia de un sueño.
Sueño
La luz de la luna cae al pie de mi cama y se queda ahí como una piedra grande, luminosa y lisa.
Cuando la luna llena empieza a encogerse y su lado derecho a declinar, como un rostro que se aproxima a la vejez, mostrando primero arrugas en una mejilla y demacrándose después, entonces, a esa hora de la noche, se apodera de mí una inquietud sombría y angustiosa.
No estoy dormido ni despierto, y en ese ensueño se mezclan en mi alma lo que he vivido con lo que he leído y escuchado, como corrientes de diferentes colores y luz que confluyeran en él.
Había estado leyendo la vida del buda Gotama antes de acostarme, y de mil maneras daba vueltas en mi mente esta frase, empezando de nuevo una y otra vez:
«Una corneja voló hacia una piedra que parecía un pedazo de sebo, y pensó: “A lo mejor hay aquí algo apetitoso”. Pero como no encontró allí nada apetitoso, continuó volando. Igual que la corneja que se acercó a la piedra, así abandonamos nosotros, sus seguidores, al asceta Gotama, cuando hemos perdido el gusto por él».
Y la imagen de la piedra que parecía un pedazo de sebo crece hasta el infinito en mi mente: atravieso el lecho seco de un río y recojo guijarros lisos.
De un color azul grisáceo, cubiertos de un polvo brillante, sobre los que cavilo y cavilo, sin saber ni qué hacer con ellos; luego otros negros con vetas amarillas de azufre como los petrificados intentos de un niño por reproducir unas salamandras toscas y moteadas.
Y quiero arrojar lejos de mí esos guijarros, pero una y otra vez se me caen de las manos, y no puedo apartarlos de mi vista.
Todas las piedras que han desempeñado un papel en mi vida, surgen ahora a mi alrededor.
Algunas se torturan desmesuradamente por lograr salir de la tierra y ver la luz, igual que grandes cangrejos ermitaños de color pizarra cuando baja la marea, y como si quisieran emplear todas sus fuerzas en que yo dirigiera mi mirada hacia ellos para decirme cosas de importancia infinita.
Otras, agotadas, vuelven a caer sin fuerza en sus agujeros y renuncian a decir una sola palabra.
De vez en cuando salgo de la penumbra de esos ensueños y vuelvo a ver por un momento la luz de la luna sobre la colcha abombada al pie de mi cama, como una piedra grande, luminosa y lisa, para salir a tientas una vez más en busca de mi vacilante conciencia, tratando sin descanso de encontrar esa piedra que me atormenta, que debe estar en algún lugar oculta entre los escombros de mis recuerdos y que parece un pedazo de sebo.
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