Resumen del libro:
Con la sola ayuda de una grabadora y una pluma, Svetlana Aleksievich se empeña en mantener viva la memoria de la tragedia que fue la URSS, en narrar las microhistorias de una gran utopía. «El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre “antiguo” , al viejo Adán. Y lo consiguió […]. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus, condenado a desaparecer con la implosión de la URSS.
En este magnífico réquiem, la autora reinventa una forma literaria polifónica muy singular que le permite dar voz a cientos de damnificados: a los humillados y a los ofendidos, a madres deportadas con sus hijos, a estalinistas irredentos a pesar del Gulag, a entusiastas de la perestroika anonadados ante el triunfo del capitalismo, a ciudadanos que plantan cara a la instauración de nuevas dictaduras…
Un texto extraordinario por su sencillez, que describe de un modo conmovedor la sobrecogedora condición humana.
EL RUMOR DE LA CALLE Y LAS CONVERSACIONES EN LA COCINA(1991-2001)
A propósito de Iván el Simplón y el pececillo dorado
¿Que qué he sacado en limpio de todo esto? He comprendido que los héroes de una época raramente lo son en otra época distinta. Con la excepción de Iván, el Simplón, y Emelián, los héroes por antonomasia de los cuentos populares rusos. Nuestros cuentos tratan de los golpes de suerte, de los raros instantes en que a alguien le sonríe la fortuna. De personas que esperan que se produzca un milagro y les llene el estómago sin el menor esfuerzo, mientras están tumbados junto a la estufa. De un mundo donde les sean concedidos todos los deseos, donde los blinis se cuezan solos y un pececillo dorado haga realidad todos sus anhelos. ¡Quiero una hermosa princesa para mí solito! Y quiero vivir en otro reino, lleno de ríos de leche con las orillas de mermelada. No cabe duda de que somos unos soñadores. Nuestra alma pena y sufre, pero los negocios no marchan, porque no nos alcanza la energía para conducirlos. Nada prospera. Ay, la misteriosa alma rusa… Todos se esfuerzan por comprenderla, buscan desentrañar su esencia en las novelas de Dostoievski. «¿Qué hay detrás del alma rusa?», se preguntan todos. No es más que un alma: nos gusta charlar en las cocinas, leer libros. La lectura es nuestra ocupación favorita. Y también nos gusta ser espectadores. Y, además, jamás nos abandona la sensación de ser especiales y excepcionales, aunque esa idea no tenga más fundamento que las reservas de petróleo y gas que esconde nuestro suelo. Ello, por una parte, conspira contra la posibilidad de un cambio en nuestras vidas, mientras que, por otra, las dota de cierto sentido. La idea de que Rusia debe crear algo extraordinario y mostrarlo al mundo jamás nos abandona. La convicción de ser el pueblo elegido. La idea de una vía rusa, exclusivamente rusa. Estamos rodeados de Oblómov, el personaje de la novela homónima de Goncharov, tumbados en los sofás esperando un milagro. Pero nos faltan personas como Stolz. Los activos y diligentes Stolz tan denostados por haber talado el bosque de abedules o el jardincillo de cerezos para levantar en su lugar fábricas con las que amasar fortunas. Los Stolz no son de los nuestros, no…
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Las cocinas rusas… Las míseras cocinas de los edificios de los años sesenta: diez o doce metros cuadrados de cocina (¡felicidad suprema!) separados del lavabo por un finísimo tabique. Una distribución típicamente soviética. En el alféizar, un tiesto con aloe para curar los resfriados y viejos botes de mayonesa llenos de cebollas encurtidas. Nuestras cocinas eran mucho más que el espacio de la casa destinado a preparar los alimentos: servían también de comedor, de salón donde recibir a las visitas, de despacho y de tribuna. Un espacio donde realizar sesiones de psicoterapia de grupo. En el siglo XIX la cultura rusa nacía en las haciendas de los nobles; en el XX, en las cocinas. También la perestroika nació en las cocinas. La generación de 1960 es la generación de las cocinas. ¡Gracias a Jruschov! Fue durante su gobierno cuando los soviéticos abandonamos los apartamentos comunales y pudimos por fin tener cocinas propias en las que criticar al poder sin temor, porque a nuestras cocinas sólo accedían los nuestros. En ellas nacían toda suerte de ideas y proyectos fantásticos. Nos contábamos chistes… ¡Era la apoteosis del humor! «Comunista es aquel que ha leído a Marx; anticomunista es aquel que lo ha comprendido». Crecimos en nuestras cocinas y nuestros hijos crecieron en ellas junto a nosotros escuchando a Gálich y a Okudzhava. Y a Visotski. Sintonizábamos la BBC. Hablábamos de todo: de lo jodida que era nuestra vida, del sentido de la existencia, de la felicidad universal. Recuerdo un incidente muy gracioso… Una noche nos quedamos hasta las tantas charlando en la cocina y nuestra hija se durmió allí mismo, en un pequeño diván. Ya no recuerdo por qué, la discusión se volvió acalorada, subimos la voz y la pequeña despertó de repente y nos gritó: «¡Basta de hablar de política! Ya estáis otra vez con vuestros Sájarov, Solzhenitsin, Stalin…». (Ríe).
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