Resumen del libro:
“El Fin de la Infancia”, obra maestra de la ciencia ficción escrita por Arthur C. Clarke, nos sumerge en un intrigante escenario que desafía los límites de la imaginación. Clarke, reconocido por su visión vanguardista y su habilidad para explorar lo desconocido, nos invita a reflexionar sobre el destino de la humanidad.
La trama se desarrolla en 1975, cuando la Tierra es testigo de la llegada de una flota masiva de naves alienígenas que se posicionan de manera imponente sobre las principales ciudades del mundo. El misterioso Karellen, un representante extraterrestre, emerge como el único vocero de esta avanzada civilización, pero se mantiene resguardado en su nave, desencadenando una serie de cuestionamientos en la mente de los humanos.
Clarke nos sumerge en un mundo donde la presencia alienígena busca moldear la sociedad humana hacia la perfección y la paz. A través de la guía y ayuda de estos seres, la humanidad experimenta una era dorada de progreso y colaboración. Sin embargo, el autor hábilmente siembra la inquietante pregunta: ¿Por qué los alienígenas eligen permanecer invisibles, ocultos tras sus naves?
El autor nos cautiva con su prosa cautivadora y detallada, llevándonos a explorar las complejidades de la condición humana en un contexto de evolución forzada. La narrativa de Clarke se teje con sutileza, revelando gradualmente los secretos detrás de la presencia alienígena y sus motivaciones. La tensión se incrementa a medida que los protagonistas y la humanidad misma se enfrentan a la dualidad de la utopía y la incertidumbre.
En esta obra, Arthur C. Clarke no solo despliega su maestría en la construcción de mundos futuristas, sino que también aborda de manera magistral las preguntas filosóficas y éticas que surgen cuando la humanidad se encuentra al borde de la transformación. “El Fin de la Infancia” es una obra emblemática que fusiona lo científico con lo humano, dejando una huella duradera en la mente del lector al cuestionar la naturaleza de la evolución y la esencia misma de la existencia.
1
El volcán que había alzado a Taratua desde los fondos del Pacífico dormía desde hacía medio millón de años. Sin embargo, muy pronto, pensó Reinhold, unos fuegos más violentos arrasarán otra vez la isla. Miró la plataforma y alzó los ojos hacia la pirámide de andamios que rodeaba aún al Columbus. La proa de la nave, a sesenta metros de altura, reflejaba los últimos rayos del sol. Era una de las últimas noches del cohete. Luego flotaría en la eterna luz solar del espacio.
Todo estaba tranquilo aquí, bajo las palmeras, en lo más alto del rocoso espinazo de la isla. Sólo se oía el silbido intermitente de los compresores neumáticos o la voz apagada de los obreros. Reinhold se había encariñado con estas apretadas palmeras. Venía aquí casi todas las noches a vigilar su pequeño imperio. Le entristecía pensar que cuando el Columbus se elevara hacia los astros, envuelto en furiosas llamas, estos árboles quedarían reducidos a átomos.
A un kilómetro de la costa, el James Forrestal había encendido los reflectores y barría las aguas oscuras. El sol había desaparecido, y la rápida noche tropical se elevaba desde el este. Reinhold se preguntó, con un poco de sorna, si esperarían encontrar submarinos rusos tan cerca de la orilla.
Rusia le hizo pensar, como siempre, en Konrad y aquella mañana de la catastrófica primavera de 1945. Habían pasado más de treinta años, pero no podía olvidar los días en que el Reich se tambaleaba bajo las olas que venían del Este y del Oeste. Todavía podía ver los cansados ojos azules de Konrad y su barbita de oro mientras se daban la mano y se separaban en la arruinada aldea de Prusia atravesada incesantemente por columnas de refugiados. Había sido una separación que simbolizaba todo lo que había ocurrido desde entonces en el mundo… la grieta abierta entre el Este y el Oeste. Konrad había elegido el camino de Moscú. Reinhold había pensado que Konrad estaba loco, pero ahora ya no se sentía tan seguro.
Durante treinta años había creído que Konrad ya no vivía. Hacía una semana el coronel Sandmeyer, del Servicio Secreto, le había traído las últimas novedades. Sandmeyer no le gustaba, y estaba seguro de que el otro sentía lo mismo. Pero ninguno de los dos permitía que los sentimientos interfirieran en el trabajo.
—Señor Hoffmann —había comenzado a decir el coronel exhibiendo lo mejor de su cortesía profesional—, acabo de recibir algunos alarmantes informes de Washington. Es un secreto de Estado, naturalmente, pero hemos decidido comunicárselo al cuerpo de ingenieros. Así comprenderán que es necesario darse prisa. —Sandmeyer se detuvo, tratando de impresionar a Hoffmann, pero fue inútil. Hoffmann ya sabía, de algún modo, lo que iba a seguir. —Los rusos casi nos han alcanzado. Han desarrollado un propulsor atómico, quizá más eficiente que el nuestro y están construyendo una nave en las costas del lago Baikal. No sabernos hasta dónde han llegado, pero el Servicio Secreto cree que podrán lanzar la nave dentro de unos meses. Ya sabe lo que eso significa.
Si, ya lo sé, pensó Reinhold. Se ha alargado la carrera… y podemos perder.
—¿Sabe usted quién dirige el equipo ruso? —había preguntado, sin esperar realmente una respuesta.
El coronel Sandmeyer había mostrado al sorprendido Reinhold una hoja escrita a máquina y allí, encabezando una lista, estaba el nombre: Konrad Schneider.
—Usted conoció muy bien a esos hombres de Peenemünde ¿no es cierto? —dijo el coronel—. Eso puede servirnos. Me gustaría que preparase usted unas notas sobre el mayor número posible de esos hombres. La especialidad de cada uno, el grado de inteligencia, y otras cosas similares. Sé que es demasiado pedir, después de tanto tiempo, pero haga lo posible.
—Konrad Schneider es el único que importa —había respondido Reinhold—. Tenía talento, los otros no eran más que ingenieros competentes. Sólo el cielo sabe la que ha hecho en treinta años. No lo olvide… Schneider conoce, probablemente, todos nuestros resultados, y nosotros no conocemos ninguno de los suyos. Eso le da una decidida ventaja.
Reinhold no había pretendido criticar el Servicio Secreto, pero durante unos instantes Sandmeyer pareció ofendido. Al fin, el coronel se encogió de hombros.
—Puede no servirles de nada, me lo ha dicho usted mismo. Nuestro intercambio de información significa progreso más rápido, aunque dejemos escapar algunos secretos. Es posible que las oficinas rusas de investigación ignoren la mayor parte del tiempo lo que hace su propia gente. Les mostraremos que la democracia puede ser la primera en llegar a la Luna.
¡La democracia! ¡Tonterías!, pensó Reinhold, pero calló, prudentemente. Un Konrad Schneider valía un millón de votos. ¿Y qué no habría hecho Konrad con todos los recursos de la U.R.S.S. a su alcance? Quizá en ese mismo instante su nave se desprendía de la Tierra…
El sol que había dejado Taratua brillaba aún sobre el lago Baikal cuando Konrad Schneider y el comisario del Instituto de Ciencia Nuclear se alejaron lentamente de la plataforma donde se había probado el motor. Aún sentían una dolorosa vibración en los oídos aunque los últimos y atronadores ecos se habían perdido en el lago hacía ya diez minutos.
—¿Por qué esa cara larga? —preguntó de pronto Grigorievitch—. Tendría que estar contento. Otro mes más y habremos iniciado el viaje mientras los yanquis estarán mordiéndose los puños.
—Es usted optimista, como de costumbre —dijo Schneider—. Aunque el motor funcione no es tan fácil como parece. Es cierto que no veo ante mí ningún obstáculo serio, pero… me preocupan los informes que vienen de Taratua. Ya le he hablado del valor de Hoffmann, y dispone de billones de dólares. Esas fotografías de la nave son algo borrosas, pero no parece hablarles mucho. Y sabemos que probó su motor hace ya cinco semanas.
—No se preocupe —dijo riéndose Grigorievitch—. Se van a llevar la gran sorpresa. Recuérdelo… no saben nada de nosotros.
Schneider se preguntó si sería cierto, pero decidió no expresar ninguna duda. La mente de Grigorievitch comenzaría a explorar unos canales tortuosos y complicados, y si llegaba a encontrar una gotera, el mismo Schneider se vería en dificultades.
Schneider entró en el edificio de la administración. Había aquí tantos soldados, pensó sombríamente, como técnicos. Pero así hacían las cosas los rusos, y mientras no se le cruzasen en el camino no tenía por qué quejarse. Todo, con algunas exasperantes excepciones, se había desarrollado tal como lo habla previsto. Sólo el futuro podía decir quién había elegido mejor: él o Reinhold.
Redactaba un último informe cuando unos gritos lo interrumpieron. Durante unos instantes permaneció inmóvil, sentado ante su escritorio, preguntándose qué podía haber alterado la rígida disciplina del campamento. Luego se incorporó y se acercó a la ventana. Y por primera vez en su vida supo lo que era la desesperación.
Rodeado de estrellas, Reinhold descendió por la falda de la colina. Afuera, en el mar, el Forrestal barría todavía el agua con unos dedos luminosos. En la bahía los andamios que rodeaban el Columbus eran ahora un brillante árbol de Navidad. Sólo la elevada proa de la nave se alzaba como una sombra oscura entre los astros.
Una radio lanzaba una estridente música de baile desde los animados cuarteles y los pasos de Reinhold se aceleraron mecánicamente siguiendo el ritmo de la música. Había llegado casi al estrecho sendero que bordeaba las arenas, cuando algún presentimiento, algo apenas atisbado, lo obligó a detenerse. Perplejo, miró primero el mar, y luego la tierra. Pasaron unos instantes antes que pensara en mirar el cielo.
…