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El fabricante de sueños

Resumen del libro:

Torcuato Luca de Tena, reconocido escritor español del siglo XX, nos brinda en “El fabricante de sueños” un cuento infantil cautivador, ideal para niños a partir de 9 años. La historia gira en torno a Mariví, quien recibe un regalo peculiar: un estuche de pastillas de colores que prometen fabulosas aventuras nocturnas. Al aplicarlas antes de dormir, Mariví descubre la magia de estos pequeños comprimidos, que la transportan a mundos extraordinarios y llenos de fantasía.

A través de la imaginación desbordante de Mariví, Luca de Tena nos sumerge en un viaje emocionante y lleno de sorpresas. Las pastillas de colores se convierten en el vehículo que desencadena una serie de eventos fantásticos, donde cada noche es una nueva aventura llena de misterio y diversión. Los sueños de Mariví se convierten en realidades alternativas, pobladas de criaturas asombrosas y paisajes mágicos.

Con un estilo narrativo ágil y envolvente, el autor nos invita a explorar el poder de la imaginación y la importancia de los sueños en la vida de los niños. A través de situaciones hilarantes y personajes entrañables, “El fabricante de sueños” nos enseña la valiosa lección de que, con un poco de creatividad, cualquier cosa es posible en el mundo de los sueños.

Esta obra encantadora de Torcuato Luca de Tena es más que un simple cuento infantil; es una ventana hacia el mundo de la fantasía, donde los sueños se convierten en realidad y la magia está al alcance de la mano. Con un mensaje positivo y lleno de esperanza, este libro cautivará tanto a niños como a adultos, recordándonos la importancia de conservar siempre viva la llama de la imaginación.

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La maravillosa carta en la que Mariví la soñadora cuenta a su amiga Lupe cómo descubrió un taller en el que se fabrican y venden sueños.

¡Lupe, Lupita, mi querida Lupe! Estoy tan nerviosa que no sé si podré contarte todo lo que me ha pasado desde que nos dieron las vacaciones en el colegio. Es demasiado emocionante. Estoy hecha un lío. Pero a alguien le tengo que contar las maravillas que me han ocurrido. Y he pensado que nadie sabrá entenderlas mejor que tú. Por eso te escribo.

El día de mi cumpleaños, a la hora del desayuno, mis padres estuvieron muy misteriosos. Se miraban a hurtadillas, me miraban, hablaban a medias palabras, y la verdad, yo me moría de curiosidad.

Me dijeron que iba a alegrarme de haber venido a pasar las vacaciones a la montaña y no a la playa como yo quería. Añadieron que íbamos a hacer una excursión en coche de caballos por unos sitios preciosísimos y, aunque la idea me gustaba, no comprendía a cuento de qué tanto misterio para una cosa tan corriente.

Salimos muy temprano. Los tres nos sentamos en el pescante y papá conducía las caballerías haciendo de cochero. En los asientos de atrás iba la cesta para la comida, botellas de vino para los mayores y refrescos para mí. No quiero decirte lo bonito que era todo para llegar pronto a lo más importante. Solo te diré que vimos muchas ardillas; y un gamo, que es como un ciervo pero más pequeño, y sus cuernos no son como ramas de árboles en invierno, sino como paletas de frontón. Y dos lobos. Bueno, eso al menos me querían hacer creer. Pero yo digo que eran perros porque parecían perros y no lobos, y porque no atacaron al coche, ni a los caballos, ni se quisieron llevar la cesta de la comida, ni hicieron nada malo. La carretera que cruzaba el bosque no era una autopista, ¿sabes?, sino un camino de tierra lleno de hojas secas. Tan espesas eran las frondas que no se veía el cielo, pero el sol se filtraba entre las ramas.

Al cabo de dos horas, mi padre dijo:

—Ya llegamos al calvero.

—¿Qué quiere decir «calvero»? —le pregunté.

—Un calvero en el bosque —respondió mi padre— es como una plaza en la ciudad, solo que, en lugar de estar rodeada de casas, está rodeada de árboles.

—¡Ahí es! —dijo de pronto mi madre. Y señaló una enorme cabaña de madera que había a un lado de la explanada. Era muy limpia y tenía un tejado más grande que la casa. Y era en punta para que, en invierno, resbale la nieve. Nos esperaba en la puerta un viejo muy reviejo, con una barba blanca muy reblanca y que se parecía muchísimo al abuelo de Heidi, ese de la televisión. Habló el viejo muy en secreto con papá, pero no tanto como para que no le oyésemos decir que ya tenía hecho el encargo, porque el viejo era sordo, y los sordos hablan altísimo, y como son sordos, ellos no se oyen y creen que los demás tampoco.

¿Qué encargo será ese que ya tiene preparado?, me pregunté. Y también te lo pregunto a ti, Lupe querida. Cierra los ojos y piensa en la cosa más rara del mundo. ¡A ver si lo adivinas! Bueno, es una tontería lo que te pido porque nunca, nunca, lo podrías adivinar. Y, además, ardo en ganas de contártelo: ¡el encargo que mi padre había hecho a ese viejecito eran sueños! ¡Siete sueños para mí! Uno por cada año de mi vida. ¿Te imaginas? En lugar de ponerme siete velas en la tarta, me pusieron siete sueños en un estuche que, además, es precioso. Aquel viejecito sordo de barbas blancas era un fabricante de sueños. Y estaba medio arruinado porque, a la gente de ahora, según le oí decir, no le gusta soñar. Y por eso, ya no fabrica a granel sino solo por encargo.

Nos enseñó cómo lo hacía. Nos hizo pasar a su taller y fabricó delante de nosotros, y como regalo, un sueño para papá y otro para mamá. No era solo yo la que estaba nerviosísima, sino también ellos por lo extraño de aquel lugar y lo misterioso de las cosas que hacía el viejo. Tenía muchísimos tarros de porcelana como los de las farmacias antiguas con un cartelito colgado, solo que en vez de poner «manzanilla», «agua de rosas», «hojas secas de azahar» o «aceite de hígado de bacalao», tenía otros cartelitos mucho más emocionantes que decían: «polvos de recuerdos», «semillas de fantasía», «anhelos en rama», «taruguitos de remordimientos», y cosas así.

Tomaba el viejo entre sus dedos una pizquilla de los tarros, formaba un montoncito, lo mezclaba con otros y echaba encima unas gotitas de distintos aceites que se llamaban: «sorpresa», «sustos», «risas», «música», y muchas otras cosas; tantas, que sería muy largo de contar. Con todo esto formaba una masa y la metía en unos moldes iguales a los que tienes tú en la cocina de tu casa para hacer galletas. Después, diez minutos de horno ¡y ya está! Salen unas pastillas como las aspirinas pero mucho más grandes. Y de colores. ¿A que no sabes lo que hay que hacer con ellas? No se tragan como las medicinas ni se chupan como las pastillas para la tos. Se ponen sobre la frente antes de dormir y quedan adheridas sin poder caerse. Después, a medida que las sueñas, se van disolviendo lentamente. Por la mañana —nos explicó el viejo— queda una manchita en la piel, pero se quita enseguida.

“El fabricante de sueños” de Torcuato Luca de Tena

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