El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde
Resumen del libro: "El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde" de Robert Louis Stevenson
Frente a los espacios abiertos del mar y la aventura, el caso del doctor Jekyll transcurre de noche, en las calles frías y desapacibles de Londres. El problema de la oposición o disociación del bien y el mal se plantea aquí en una novela donde el terror y la intriga fluyen en dosis paralelas.
Olalla es un relato de amor imposible, ambientado en un escenario de novela gótica, con toques de terror subrayados por una profecía de fuego y destrucción.
Markheim nos ofrecerá el mal ya personalizado: el demonio como forma depurada de su presencia en el mundo y censor escrupuloso de los actos realizados por el hombre.
A Katharine de Mattos
Está mal aflojar los lazos que Dios estableció para unir;
Seguiremos siendo los hijos del brezo y del viento;
Lejos de casa, ¡oh!, todavía sigue soplando para ti y para mí
la hiniesta en el país del norte.
La historia de la puerta
El abogado señor Utterson era hombre de semblante adusto al que nunca se le iluminaba la sonrisa; frío, parco y algo turbado en las conversaciones; retraído en sus sentimientos, enjuto, largo, flaco y melancólico, despertaba, con todo, simpatía. En las reuniones de amigos, y cuando el vino era de su gusto, sus ojos traslucían algo hondamente humano; algo que no hallaba cabida en sus palabras, pero que se expresaba no sólo en los significativos silencios de su rostro en la sobremesa, sino también, y con más frecuencia y claridad, en su conducta diaria. Era austero consigo mismo; bebía ginebra cuando estaba solo para atemperar su afición a los buenos vinos y, aunque le gustaba el teatro, no había puesto los pies en ninguno desde hacía veinte años.
Para con los demás usaba de gran tolerancia, no dejando, en ocasiones, de admirar, casi con envidia, la gran presencia de ánimo que se requiere en la ejecución de los actos delictivos y, en cualquier caso, tendiendo más a la ayuda que a la condena. «Respeto la herejía de Caín —solía decir con agudeza—, dejo que mi prójimo se vaya al diablo por su propio pie».
Este talante personal propiciaba que, frecuentemente, fuera él la última relación honorable y el último buen amigo en la vida de muchos descarriados, respecto a los que, mientras continuaran el trato, jamás cambiaba su proceder.
Sin duda, al señor Utterson le resultaba fácil comportarse así, siendo él la discreción personificada, que tenía por base de su amistad, también en grado sumo, una bondad natural que no hacía distingos entre personas.
Es prueba de modestia en el hombre la aceptación del círculo de amistades que marcó y dejó señalada la fortuna; conforme a ello, se conducía el abogado. Sus amistades eran o gente de su parentela o personas conocidas desde antiguo. Su afecto, como la hiedra, crecía al compás del tiempo, y no necesitaba de contrapartidas. Tales eran, sin duda, los lazos que le unían al señor Richard Enfield, un pariente lejano y persona muy conocida en la ciudad. Qué veían el uno en el otro y qué podrían tener en común, había llegado a ser un enigma para muchos; quienes se tropezaban con ellos en sus paseos dominicales contaban que uno y otro nada se decían y que daban la impresión de aburrirse y de que habrían recibido con los brazos abiertos la llegada de algún amigo. A pesar de esos rumores, ambos daban mucha importancia a estas salidas, las tenían como los momentos más preciosos de cada semana y no sólo daban de lado oportunidades de diversión, sino incluso imperativos de trabajo, por poderlas disfrutar regularmente.
Un día, en uno de estos paseos, sus pasos les llevaron hasta una callejuela de un barrio comercial de Londres. Era una calle secundaria, tranquila en aquel momento, pero animada por el ajetreo comercial en los días laborables. Parecía que los negocios del vecindario marchaban por buenos derroteros y que en un afán competitivo” esperaban aún ir a más, empleando una parte de sus beneficios en lujos ostentosos; así, se alineaban a lo largo de las aceras los escaparates de las tiendas como hileras de vendedoras solícitas y sonrientes. Incluso el domingo, cuando se velaban sus más frescos encantos y casi se vaciaba de transeúntes, la calle lucía en contraste con sus alrededores deslucidos como el fuego en la espesura de un bosque, y, en sus contraventanas recién pintadas, sus bronces relucientes, un todo limpio y alegre, conjuntado, prendía y regalaba los ojos del paseante. Pasadas dos puertas de una esquina, yendo por la acera de la izquierda en la dirección este, la línea de casas se quebraba en un callejón cerrado y allí mismo tendía su alero sobre la calle la mole de un edificio siniestro. De dos plantas, sin ventana alguna, con sólo la puerta de la planta baja, encima de la que aparecía un muro liso y de color gastado, semejaba el caserón el rostro de un ciego, mostrando, además, en cada detalle, las marcas de un sórdido y antiguo abandono. Sin campanilla ni aldabón, picada y descolorida su pintura, servía de refugio a vagabundos que raspaban sobre las hojas los fósforos, a chiquillos que hacían trueque de sus chucherías en los escalones, o al colegial que comprobaba el filo de su navaja en las molduras; nadie, durante una generación por lo menos, se había presentado allí para ahuyentar a estos visitantes errabundos o para reparar sus estragos.
Caminaban el señor Enfield y el abogado por la acera opuesta cuando, al llegar frente al callejón, el primero alzó su bastón señalando:
—¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? —preguntó. Y cuando su acompañante le contestó afirmativamente, añadió—: Esa puerta ha quedado asociada en mi mente a una historia muy extraña.
—¿De veras? —dijo Utterson con una leve alteración en la voz—. ¿De qué se trata?
—Bien —continuó Enfield—, fue lo siguiente. Volvía yo a casa de Dios sabe dónde hacia las tres de una noche cerrada de invierno, y debía pasar por una zona de la ciudad en la que no se veía literalmente nada, a no ser las farolas del alumbrado. Recorría una calle tras otra y todo el mundo dormía (calle tras calle, todas iluminadas como para una procesión, y todas vacías, como basílicas nocturnas) hasta que, finalmente, me vi poseído por ese estado de ánimo en que un hombre pone sus cinco sentidos en poder descubrir un policía en alguna parte. De pronto vi dos figuras: una, la de un hombre pequeño que marchaba renqueante en dirección este a buen paso; la otra era una niña de unos ocho o diez años que salía corriendo a más no poder de una bocacalle. Pues bien, señor, los dos fueron a darse de bruces al llegar a la esquina; sin inmutarse, aquí viene lo horrible del caso, el hombre pasó arrollando el cuerpo de la niña y la dejó gritando en el suelo. Contado no es nada, pero fue terrible verlo; un acto diabólico. Aquel hombre no parecía humano; semejaba un «juggernaut»[1] infame. Yo le grité, corrí tras él, lo cogí por el cuello y le traje de vuelta al lugar donde se había formado ya un grupo rodeando a la niña. Él mostraba una total indiferencia y no ofreció resistencia, pero me dirigió una mirada de tan mal cariz, que sentí un sudor frío sobre el que me había provocado la carrera. La gente que había acudido eran familiares de la niña y no se hizo esperar la llegada del médico, en busca de quien ella había salido de su casa. Bien, nada le había ocurrido a la chiquilla salvo el susto, dictaminó aquel galeno. Y podrías pensar que ahí se acaba todo, pero se daba una coincidencia extraña. Yo había sentido una fuerte repugnancia por nuestro hombre con sólo verlo. Otro tanto habían sentido, cosa explicable, los familiares de la niña. Pero lo que me sorprendía era que el médico (un tipo de matasanos común, de edad y color de tez indefinidos, con un fuerte acento de Edimburgo y tan emotivo como pueda ser la tripa de una gaita), pues bien, el médico se sentía como nosotros; cada vez que miraba a mi prisionero, veía yo que el matasanos palidecía y se revolvía interiormente con el deseo de matarlo. Yo leía sus pensamientos tanto como él los míos, pero, como no podíamos llevar a cabo un asesinato, hicimos lo mejor que restaba hacer. Dijimos a aquel hombre que podíamos y estábamos dispuestos a hacer de este suceso tal escándalo, que su nombre correría como la peste por todo Londres de una punta a la otra, y que, si tenía amigos de algún crédito, los perdería. Durante todo este tiempo, mientras hostigábamos, rojos de ira, debíamos protegerle como mejor podíamos de las mujeres enfurecidas como arpías en derredor. Nunca vi un círculo semejante de rostros tan encendidos por el odio, y aquel hombre allí, en el centro, con una expresión de desprecio sombrío y distante (también asustado, lo pude ver), pero aguantando la marea como un auténtico Satanás.
»—Si habéis decidido hacer rentable este accidente —dijo—, naturalmente estoy indefenso. Un caballero hace cuanto puede por evitar un escándalo. ¿Cuánto es?
»Y, ¡vaya!, le forzamos hasta las 100 libras para la familia de la criatura. Está claro que él hubiera querido escapar, pero había en la mayoría de nosotros cierta actitud amenazante y, finalmente, cedió.
»El paso siguiente fue conseguir el dinero, y ¿a dónde crees que nos condujo sino a esa misma puerta? De pronto sacó una llave, entró, y, al momento, volvía con diez libras en oro y un cheque al portador por el resto de la suma del banco de Coutts con la firma de un nombre que no puedo decir, aunque sea este punto uno de los más sorprendentes de esta historia; un nombre, sin duda, muy conocido y que, a menudo, aparece en los periódicos. La suma era alta, pero la firma, caso de ser auténtica, era de sobrada garantía. Me tomé la libertad de advertir a nuestro hombre mis sospechas por el desarrollo de toda la operación y que no es corriente meterse por la puerta de un caserón a las cuatro de la madrugada y salir con un cheque de casi cien libras firmado por otra persona. Continuaba frío y despectivo. “No se inquiete. Permaneceré con ustedes hasta que los bancos abran y yo mismo haré efectivo el cheque”. Así, pues, nos pusimos todos en marcha, el médico, el padre de la niña, nuestro hombre y yo a esperar por el resto de la noche en mi casa; y al día siguiente, tras desayunar, como un solo hombre, fuimos al banco.
»Yo mismo entregué el cheque y advertí que tenía sobradas razones para pensar que se trataba de una falsificación. Nada de eso. El cheque era válido.
—Vaya, vaya… —murmuró Utterson.
—Veo que opinas como yo. Sí, un caso sucio. ¿Quién puede tener algo en común con un individuo así? Un hombre verdaderamente detestable. Mientras quien firmaba el cheque es el puro ejemplo de la honorabilidad, una persona de renombre y (lo que aún pone más feo el asunto) alguien con fama de benefactor. Un chantaje, supongo: el hombre honrado a quien le cuesta un ojo de la cara un desliz de juventud. Por eso llamo a ese caserón de la puerta la casa del chantaje. Aunque con eso, ya sé, estamos muy lejos de dar una explicación al caso —añadió Enfield.
Dicho esto, se sumió en sus cavilaciones.
Utterson le sacó de ellas con una pregunta un tanto brusca:
—¿Y no sabes si el que firmó el cheque vive ahí?
—Bonito lugar, ¿no? Pero, precisamente, me enteré de su dirección y vive en no sé qué plaza.
—¿Nunca preguntaste por… el caserón de la puerta? —dijo Utterson.
—Pues no. Tuve mis miramientos —fue la contestación—. Me resulta muy violento hacer preguntas; son parte de una escena que pertenece al Día del Juicio. Se comienza con una pregunta y es como echar a rodar una piedra. Uno está sentado tranquilamente en lo alto de la colina y la piedra rueda hacia abajo y empuja a otras. Y en un momento le da en la cabeza a un pobre diablo (el que menos podía haber uno imaginado) que estaba en su propio jardín, y la familia se tiene que buscar otro padre. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más sospechoso sea el asunto, menos preguntas.
—Una buena norma —dijo el abogado.
—Pero he estudiado el lugar por mi cuenta —continuó Enfield— y apenas parece una casa. No existe otra puerta y nadie entra o sale por la que hay. Sólo el hombre de mi historia. En el primer piso hay tres ventanas que dan al patio; la planta baja no tiene ninguna; esas ventanas siempre están cerradas pero limpias. Hay, además, una chimenea casi siempre humeando, así que alguien debe vivir dentro. Pero ni eso es seguro, pues los edificios están tan apiñados por la puerta del patio que resulta difícil decir dónde acaba uno y empieza otro.
Los dos hombres siguieron caminando durante un tiempo en silencio hasta que Utterson dijo:
—Enfield, es buena norma la tuya.
—Sí, creo que sí —contestó Enfield.
—Y a pesar de ello —siguió el abogado— hay un punto que quería preguntar. Me gustaría saber cómo se llama el hombre que atropelló a la niña.
—Bien —dijo Enfield—, no creo que eso vaya a hacer mal a nadie. Su nombre era Hyde.
—Y —dijo Utterson— ¿qué aspecto tiene?
—No es fácil hacer su descripción. Hay algo anormal en su aspecto, algo desagradable, sinceramente detestable. Nunca vi un hombre que me provocara tal aversión, y no logro saber por qué. Debe tener algo defectuoso; provoca una fuerte sensación de deformidad, pero no sabría determinar exactamente qué. Es de un aspecto singular y, con todo, creo que el lenguaje no tiene una palabra que apunte directamente a ese algo que escapa de lo común. No, no sé decirlo; no lo puedo describir y no es porque no lo recuerde, pues me parece estar viéndolo ahora mismo.
De nuevo, Utterson dio unos pasos en silencio y, obviamente preocupado, dijo al fin.
—¿Estás seguro de que utilizó una llave?
—Mi querido Utterson… —comenzó Enfield, sorprendido.
—Sí, ya sé —dijo Utterson—, te sorprende mi pregunta. Pero si no te he preguntado el nombre de la persona que firmó el cheque es porque ya lo conozco. Como ves, Richard, tu historia llovió sobre mojado. Si no has sido exacto en algún punto debieras rectificar.
—Creo que podías haberme advertido —contestó el otro con cierto tono molesto—. Pero, como tú mismo dices, mi exactitud fue casi pedante. El individuo tenía una llave; es más, la tiene aún. Le vi usarla no hace una semana.
Suspiró profundamente Utterson, pero no pronunció palabra, y el joven continuó sentenciosamente.
—Debería haber aprendido, ya que por la boca muere el pez. Siento haber sido tan locuaz. Hagamos un trato y no toquemos más este asunto.
—Con muchísimo gusto —dijo el abogado—. Trato hecho, Richard.
…
Robert Louis Stevenson.Conocido como uno de los más destacados novelistas británicos del siglo XIX, nació el 13 de noviembre de 1850 en Edimburgo, Escocia, y falleció el 3 de diciembre de 1894 en Samoa. Este prolífico autor, cuya influencia en la literatura perdura hasta el día de hoy, dejó una marca indeleble en el mundo literario con su versatilidad y su pasión por la narración.
Stevenson es ampliamente reconocido por su contribución a géneros literarios diversos, desde novelas de aventuras e históricas hasta cuentos y poesía. Su obra más icónica, "La isla del tesoro", es un ejemplo magistral de narrativa de aventuras que ha cautivado a lectores de todas las edades a lo largo de generaciones. Además, su novela de horror psicológico, "El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde", explora temas profundos sobre la dualidad de la naturaleza humana y ha dejado una huella duradera en la literatura de terror.
Stevenson también demostró un interés apasionado por los viajes, lo que se refleja en sus crónicas de viaje y sus aventuras personales por el Pacífico Sur. Estas experiencias se tradujeron en obras como "Cuentos de los Mares del Sur", que ofrecen una visión fascinante de las culturas y paisajes de las islas del Pacífico.
Además de su destreza como novelista, Stevenson era un ensayista perspicaz, y su obra ensayística abordó temas diversos, desde la moralidad hasta la política. Su compromiso con cuestiones sociales y su valiente defensa del Padre Damián, un misionero católico en Hawai, en su carta abierta, demuestran su disposición a utilizar su voz para abordar temas importantes de su tiempo.
A lo largo de su vida, Stevenson luchó contra problemas de salud, incluida la tuberculosis, pero su determinación por vivir y crear fue insuperable. Su capacidad para combinar aventura, misterio y profundidad emocional en sus escritos le ha ganado un lugar perdurable en la literatura universal. La figura de Stevenson sigue siendo un faro de inspiración para escritores y amantes de la literatura en todo el mundo, y su legado literario perdura como un tesoro invaluable en la historia de la literatura británica.