Resumen del libro:
Como el héroe troyano Eneas, el protagonista de esta novela, Lario Turmo, está predestinado a superar las mil y una pruebas que Afrodita pondrá en su largo peregrinar por Asia Menor y Grecia. Las guerras contra el poder de Roma en que participa, al lado de Amílcar Barca, así como las intrigas y los celos ruines, afligen su existencia, pero al mismo tiempo le dan la fuerza necesaria para reconocerse como un escogido de los dioses que algún día reinará en Etruria.
Quizá desde Homero nadie lograba convertir el viaje en una aventura narrativa tan fascinante como Mika Waltari en El etrusco.
Capítulo I
Yo, Lario Turmo, el Inmortal, desperté y vi que la primavera había llegado, que la Tierra se había vuelto a cubrir de flores.
Contemplé el oro y plata de mi bella morada, las estatuas de bronce, los vasos de figuras rojas y las paredes cubiertas de frescos. Sin embargo, de nada de ello me sentí orgulloso, porque ¿qué puede poseer quien es inmortal?
Entre los innumerables objetos preciosos escogí un sencillo recipiente de arcilla y, por primera vez después de tantos años, vertí su contenido en la palma de mi mano y lo conté. Eran las piedrecillas que marcaban mi vida.
Después deposité el recipiente con sus piedras a los pies de la diosa y golpeé un batintín de bronce. Los sirvientes entraron en silencio, pintaron mi cara, mis manos y mis brazos con el rojo sagrado y me vistieron con la túnica litúrgica.
Como estas acciones se debían a mi propia voluntad y eran para mi propio beneficio y no el de mi ciudad o mi pueblo, no permití que me llevasen en la litera ceremonial, sino que recorrí la ciudad a pie.
Cuando la gente veía mi cara y mis manos pintadas se apartaba a ambos lados, los niños interrumpían sus juegos y, al llegar a las puertas de la ciudad, una muchacha dejó de tocar la flauta.
Salí y descendí al valle, por el mismo camino que ya había seguido otras veces. El cielo era de un azul intenso, el canto de los pájaros resonaba en mis oídos, mezclado con el arrullo de las palomas de la diosa. Al verme, los labriegos que arañaban los campos interrumpían su trabajo en señal de respeto, para volver a su tarea una vez que había pasado.
No escogí el sendero más fácil, aquel que utilizan los canteros, para ascender a la santa montaña, sino la sagrada escalinata flanqueada por pilares de madera policromada. Los peldaños eran muy empinados y subí por ellos de espalda, sin dejar de mirar en dirección a la ciudad, y aunque tropecé varias veces, conseguí conservar el equilibrio. Mis acompañantes, que hubieran deseado sostenerme, daban muestras de temor, porque hasta entonces nadie había ascendido de aquella manera a la montaña sagrada.
Cuando llegué al camino el Sol alcanzaba su cenit. Antes de alcanzar la cumbre pasé en silencio ante las tumbas con sus piedras amontonadas y dejé atrás el túmulo de mi padre.
A mis pies se extendía en todas las direcciones el inmenso territorio de mi patria, con sus fértiles valles y sus colinas boscosas. Hacia el norte reverberaban las oscuras aguas de mi lago; al Oeste se erguía en toda su serenidad la montaña de la diosa, frente a la cual yacían las moradas eternas de los difuntos. Esto era todo cuanto había encontrado y conocido en mi vida.
Miré alrededor en busca de un presagio y vi en el suelo la pluma de una paloma. Me incliné para recogerla y advertí entonces a su lado una piedrecita rojiza. La cogí; era la última piedra que me faltaba.
A continuación golpeé ligeramente el suelo con el pie.
—Éste será el lugar de mi tumba —dije—. La excavaré en la ladera de la montaña y la adornaré como corresponde a mi abolengo.
Me deslumbró la visión de informes criaturas de luz que cruzaban el cielo, tal como había presenciado en otras raras ocasiones. Levanté los brazos con las palmas hacia el suelo y casi al instante un rumor indescriptible, como el que sólo se oye una vez en la vida, retumbó en el cielo sin nubes. Semejaba el clamor de un millar de trompetas y su vibración penetraba en la tierra y en el aire, paralizando los miembros pero acelerando los latidos del corazón.
Mis acompañantes se arrodillaron y se cubrieron el rostro con las manos, pero yo me llevé una mano a la frente, extendí la diestra hacia adelante y di la bienvenida a los dioses, a la vez que me despedía de mi época:
—El tiempo de los dioses toca a su fin y otro ciclo comienza, con nuevas hazañas, nuevas costumbres, nuevas ideas.
Volviéndome hacia mis acompañantes, les dije:
—Levantaos y regocijaos. Habéis tenido el privilegio de oír los sones divinos que anuncian el fin de un ciclo y el comienzo de otro. Eso significa que los últimos en oírlos están muertos y nadie entre los vivos podrá escucharlos otra vez. Sólo los que todavía no han nacido gozarán de semejante privilegio.
Al igual que yo, mis sirvientes aún seguían agitados por el temblor que sólo se experimenta una vez. Apretando fuertemente en mi diestra la última piedra de mi vida, volví a golpear con el pie el lugar donde se abriría mi tumba.
De pronto, una violenta ráfaga de viento se abatió sobre mí, mis últimas dudas se desvanecieron y comprendí que más tarde o más temprano regresaría. Algún día surgiría de la tumba, físicamente regenerado, para escuchar el gemido del viento bajo un cielo sin nubes, para percibir la fragancia de los pinos y ver la silueta azulada de la montaña de la diosa. Si pensaba en ello, escogería entre los tesoros de mi tumba el más humilde recipiente de arcilla para verter los guijarros sobre la palma de mi mano, contarlos y revivir los días del pasado.
Regresé con paso lento a la ciudad y a mi morada. Dejé caer la piedrecita en el recipiente de arcilla negra colocado ante la estatua de la diosa y, cubriéndome luego el rostro con las manos, di rienda suelta a mi llanto. Yo, Turmo, el Inmortal, derramé las últimas lágrimas de mi existencia mortal, mientras el recuerdo de mi vida anterior me zahería el corazón.
…