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El estrecho sendero entre deseos

Resumen del libro:

Patrick Rothfuss, reconocido autor de la saga “Crónica del Asesino de Reyes”, vuelve con una nueva entrega que se centra en el carismático personaje de Bast, quien se ha ganado el afecto de los lectores a lo largo de la serie.

Bast, un hábil negociador, se ve enfrentado a un dilema cuando acepta un regalo sin ofrecer nada a cambio, desafiando así su propia ética. Este acto desencadena una serie de eventos que ponen en riesgo su mundo conocido, ya que, a pesar de su destreza en el arte del regateo, rechaza la idea de deberle algo a alguien.

A lo largo de un día, desde el alba hasta la medianoche, somos testigos de cómo Bast se desenvuelve en situaciones peligrosas con una gracia asombrosa. “El estrecho sendero entre deseos” nos sumerge en la perspectiva de este fata encantador, quien sigue los dictados de su corazón a pesar de las advertencias de su buen juicio.

La novela es una exploración profunda del personaje de Bast, mostrándonos sus motivaciones, sus luchas internas y su irresistible atracción hacia la aventura y el placer. Rothfuss teje hábilmente una historia que no solo entretiene, sino que también invita a reflexionar sobre la naturaleza humana y los dilemas morales que enfrentamos en nuestras propias vidas.

Con una prosa envolvente y un ritmo ágil, “El estrecho sendero entre deseos” captura la esencia de la saga de “Crónica del Asesino de Reyes”, ofreciendo a los lectores una experiencia emocionante y satisfactoria.

Para mis queridos hijos, Oot y Cutie.
Mis historias favoritas son las que nos contamos entre nosotros.
Sois lo mejor de mi vida. Os merecíais a un padre perfecto,
pero me alegro de que me tengáis a mí.

PAT

Para Grace, que me enseña a ser atrevido
y me recuerda que hay magia en lo cotidiano.

NATE

PRÓLOGO DEL AUTOR

Quizá no quieras comprar este libro.

Lo sé, se supone que un autor no debe decir estas cosas. Pero prefiero ser sincero contigo desde el principio.

En primer lugar, si no has leído mis otros libros, es preferible que no empieces por este.

Mis dos primeros libros se titulan El nombre del viento y El temor de un hombre sabio. Si sientes curiosidad por mi obra, empieza por ahí. Son la mejor introducción a mis palabras y a mi mundo. Este libro trata sobre Bast, uno de los personajes de esa serie. Y, aunque he hecho todo lo posible para que esta historia se sostenga sola, si empiezas por aquí te vas a perder mucho contexto.

Y segundo: si has leído mis otros libros, debes de saber que en su día ya se publicó una versión de esta historia. Hace mucho mucho tiempo. Antes de la COVID.

Cuando Twitter era divertido, y el mundo era verde y nuevo.

Es decir, hace algo menos de diez años. Publiqué una versión de esta historia con el título «El árbol del relámpago» dentro de una antología titulada Canallas. Hablo un poco de eso en la nota del autor que he puesto al final de este libro, pero baste decir que la versión que tienes en las manos es muy diferente: la he reescrito de forma obsesiva, he añadido más de quince mil palabras y he trabajado con el fabuloso Nate Taylor para incluir cuarenta ilustraciones.

Dicho esto, si leíste «El árbol del relámpago» en su momento, ya conoces de qué va esta historia. Hay muchas cosas distintas, muchos cambios, muchos añadidos, pero el fondo es el mismo. De modo que, si vas en busca de algo completamente nuevo, aquí no lo encontrarás.

En cambio, si quieres saber más sobre Bast, este libro tiene mucho que ofrecerte. Si sientes curiosidad por los tratos feéricos y los deseos secretos que puede encerrar el corazón. Si sientes curiosidad por una magia que en mis otros libros apenas se vislumbra. Si quieres saber más sobre lo que hace Bast en su tiempo libre en el pueblecito de Newarre…

Pues bien, entonces este libro quizá sea para ti.

AMANECER: ARTE

Bast casi había conseguido salir por la puerta trasera de la posada Roca de Guía.

Estrictamente hablando, lo había conseguido: ambos pies habían traspasado el umbral y a la puerta solo le faltaba una rendija para cerrarse.

Entonces oyó la voz de su maestro y se quedó completamente quieto. Sabía que no había cometido ningún fallo. Conocía a la perfección hasta el más leve sonido que pudiese oírse en la posada. No se trataba de los sencillos trucos que cualquier chiquillo consideraría astutos: llevar los zapatos en la mano, dejar abiertas previamente las puertas que chirrían, amortiguar las pisadas caminando por la alfombra…

No. Bast sabía mucho más. Sabía moverse por una habitación sin apenas desplazar el aire. Sabía qué escalera suspiraba si había llovido la noche anterior, qué ventanas se abrían con facilidad y qué postigos atrapaban el viento. Sabía cuándo valía la pena dar un rodeo por fuera y subir al tejado porque haría menos ruido que si iba por el camino más corto, por el pasillo de arriba.

Para muchos, habría bastado con eso. Pero en las raras ocasiones en que de verdad le importaba, para Bast el éxito era más aburrido que contemplar la superficie opaca y gris de un cenagal. Le parecía bien que los demás se conformaran con la excelencia. Él era un artista.

Por eso sabía que el verdadero silencio no era natural. Para el oído atento, el silencio sonaba como un cuchillo que rasga la oscuridad.

Así que, cuando Bast se deslizaba por la posada vacía, pisaba las tablas del suelo como si tocara un instrumento. Un suspiro, una pausa, un chasquido, un chirrido. Sonidos que sorprenderían a un huésped que intentase conciliar el sueño. Pero para alguien que vivía allí… no era nada. Era menos que nada. Era el cómodo sonido de unos pesados huesos de madera que se encajaban poco a poco en la tierra, tan fácil de ignorar como el amante que por las noches se remueve a tu lado en la cama.

Consciente de todo eso, Bast miró la puerta. Mantenía bien engrasadas las relucientes bisagras de latón, pero aun así corrigió la posición de la mano y tiró del picaporte hacia arriba para que el peso de la hoja no descendiera. Y entonces sí dejó que se cerrase lentamente. Una mariposilla nocturna habría hecho más ruido.

Se irguió cuan alto era y sonrió. Su semblante era tierno, pícaro, salvaje. En ese momento, más que un joven disoluto, parecía un niño travieso que hubiese robado la luna y planease comérsela como si fuese un fino y pálido pastel plateado. Su sonrisa era como el último creciente de la luna: blanca, afilada, peligrosa.

—¡Bast! —Volvían a llamarlo desde dentro de la posada, y esta vez la voz sonaba más fuerte. No fue nada tan burdo como un grito. Su maestro no berreaba como un granjero que llama a sus vacas, y sin embargo su voz llegaba tan lejos como un cuerno de caza. Bast sintió que la voz tiraba de él como si una mano le oprimiese el corazón.

Suspiró, abrió la puerta y entró de nuevo con paso enérgico y ligero. Caminaba como si bailase. Era alto, moreno, bello. Cuando fruncía el ceño, su cara seguía transmitiendo más ternura que la de otros cuando sonreían.

—¡Dime, Reshi! —contestó alegremente.

Al cabo de un momento, el posadero entró en la cocina. Llevaba puesto un impoluto delantal blanco y tenía el pelo rojo. Su rostro transmitía la imperturbable placidez de los posaderos aburridos. Pese a ser muy temprano, parecía cansado.

Le tendió a Bast un libro encuadernado en cuero.

—Casi se te olvida esto —dijo sin la más leve pizca de sarcasmo.

—¡Ah! ¡Gracias, Reshi! —dijo Bast fingiendo sorpresa.

—De nada, Bast. —Los labios del posadero formaron una sonrisa—. Ya que vas a salir, ¿te importaría traer unos huevos?

Bast asintió y se guardó el libro bajo el brazo.

—¿Algo más? —preguntó.

—Quizá unas zanahorias. Esta noche podríamos preparar un guiso. Hoy es Abatida; tenemos que estar preparados para recibir a mucha gente. —Cuando dijo eso, una comisura de su boca se torció ligeramente hacia arriba.

—Huevos y zanahorias —dijo Bast obediente.

El posadero hizo ademán de darse la vuelta, pero entonces se detuvo.

—Ah, ayer vino el chico de los Tilman. Preguntaba por ti.

Bast ladeó la cabeza y puso cara de desconcierto.

—Creo que es el hijo de Jessom, ¿no? —aportó el posadero a la vez que colocaba una mano más o menos a la altura del pecho—. ¿Pelo castaño oscuro? Dijo que se llamaba… —No terminó la frase y entrecerró los ojos mientras hacía memoria.

—Rike. —Bast dejó caer el nombre como una masa de hierro candente, y rápidamente se apresuró a añadir, con la esperanza de que su maestro no lo notara—: Los Tilman son los leñadores que viven al sur del pueblo. No tienen esposas ni hijos. ¿No era Rike Williams? Ojos oscuros. Desaliñado. —Bast pensó un momento, preguntándose qué más podía decir para describir al niño—. Seguramente parecería nervioso, ¿no? Como si quisiera demostrar que no había venido a robar nada.

Eso último hizo brillar un destello de reconocimiento en la cara del posadero, que asintió con la cabeza.

—Dijo que te estaba buscando, pero no dejó ningún mensaje… —Miró a Bast con una ceja arqueada. Su mirada iba mucho más allá que sus palabras.

—No tengo ni idea de qué puede querer —dijo Bast con aparente sinceridad. De hecho estaba siendo sincero. Pero él, mejor que nadie, sabía qué valor tenía eso. No es oro todo lo que reluce, y a veces valía la pena esforzarse un poco para que pareciese que eras lo que realmente eras.

El posadero asintió con la cabeza, hizo un ruidito evasivo y regresó a la taberna. Si dijo algo más, Bast no lo oyó, pues ya corría ligero por la hierba cubierta de rocío y bajo la estremecedora luz gris azulada del amanecer.

“El estrecho sendero entre deseos” de Patrick Rothfuss

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