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El espía que surgió del frio

Libro El espia que surgió del frio, novela de John Le Carré

Resumen del libro:

“El Espía que Surgió del Frío”, una obra maestra del género de espionaje escrita por John le Carré, sumerge a los lectores en un oscuro y complejo mundo de intrigas durante la Guerra Fría. Le Carré, un exespía británico convertido en novelista, aporta una autenticidad única a sus relatos, plasmada en su conocimiento íntimo del mundo del espionaje.

La trama sigue a Alec Leamas, un antiguo jefe del espionaje inglés en Alemania Oriental, que se ve arrastrado a una operación sucia para vengar la pérdida de sus agentes. Londres le ofrece la oportunidad de liquidar al máximo dirigente del espionaje en Alemania Oriental, una misión que Leamas acepta con determinación. La historia se desenvuelve con giros inesperados y una narrativa que mantiene a los lectores al borde de sus asientos.

Le Carré teje hábilmente una red de engaños, intriga y moralidad en un escenario de Guerra Fría, explorando la psicología de sus personajes de manera magistral. A medida que Leamas se sumerge en la trama, descubre que no está jugando el papel de un héroe redentor, sino más bien el de un peón desafortunado manipulado en un juego mucho más sucio y peligroso de lo que había anticipado.

La novela destaca por su profundidad psicológica, su aguda crítica a la moralidad ambigua del espionaje y su capacidad para mantener la tensión a lo largo de la trama. Le Carré, con su prosa precisa y su habilidad para crear personajes complejos, entrega una historia que va más allá de las convenciones del género, explorando las complejidades morales y emocionales que rodean el mundo de la inteligencia y el contraespionaje. “El Espía que Surgió del Frío” se erige como una obra imprescindible para los amantes del thriller político y una representación magistral del genio literario de John le Carré.

I. Puesto de control

El americano ofreció a Leamas otra taza de café, y dijo:

—¿Por qué no se vuelve a dormir? Podemos telefonearle si aparece.

Leamas no dijo nada: se quedó mirando absorto por la ventana del puesto de control, a lo largo de la calle vacía.

—No irá a quedarse esperando aquí para siempre. Quizás venga en algún otro momento. Podemos conseguir que la Polizei se ponga en contacto con la Agencia, y usted estaría aquí de vuelta en veinte minutos.

—No —dijo Leamas—. Ya ha anochecido casi del todo.

—Pero no irá a quedarse esperando aquí siempre; ya lleva nueve horas de retraso.

—Si quiere irse, váyase. Se ha portado usted muy bien —añadió Leamas—; le diré a Kramer que se ha portado estupendamente.

—Pero ¿hasta cuándo va a esperar?

—Hasta que llegue.

Leamas se acercó a la ventana de observación y se situó entre los dos policías inmóviles, que apuntaban sus gemelos hacia el puesto de control oriental.

—Esperará a que oscurezca —murmuró Leamas—; lo sé muy bien.

—Esta mañana dijo usted que pasaría con los trabajadores.

Leamas se volvió hacia él.

—Los agentes no son aviones: no tienen horarios. Éste está perdido, viene huyendo: está aterrorizado. Mundt va en su busca, ahora, en este mismo instante. No le queda más que una probabilidad. Que elija su momento.

El otro —más joven— vaciló, queriendo irse, pero sin encontrar un momento oportuno para hacerlo.

Sonó un timbre en la caseta. Se quedaron esperando, súbitamente alertados. Un policía dijo en alemán:

—Un «Opel Rekord» negro, matrícula federal.

—No puede verlo a tanta distancia y tan a oscuras: lo dice a voleo —susurró el americano, y luego añadió—: ¿Cómo llegó a saberlo Mundt?

—Cierre el pico —dijo Leamas desde la ventana.

Uno de los policías salió de la caseta y avanzó hasta la barrera de sacos de arena, a sólo un paso de la señal blanca que cruzaba el camino, como la línea límite en un campo de tenis. El otro esperó hasta que su compañero estuvo acurrucado en la barrera detrás del catalejo; entonces bajó los gemelos, descolgó el casco negro de la percha detrás de la puerta y se lo encajó cuidadosamente en la cabeza. No se sabía dónde, en lo alto, por encima del puesto de control, los focos adquirieron vida de repente, lanzando espectaculares haces a la carretera que tenían delante.

El policía empezó sus comentarios. Leamas se los sabía de memoria.

—El coche se detiene en el primer control. Sólo un ocupante, una mujer. Acompañada a la caseta de los «vopos» para la comprobación de documentos.

Esperaron en silencio.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó el americano.

Leamas no contestó. Levantando los gemelos, miró fijamente hacia los controles de los alemanes orientales.

—Concluida la revisión de documentos. Pasa al segundo control.

—Señor Leamas, ¿es ése su hombre? —insistía el americano—. Tengo que llamar a la Agencia.

—Espere.

—¿Dónde está ahora el coche? ¿Qué hace?

—Control de moneda, aduana —cortó Leamas con brusquedad.

Leamas observó el coche. Había dos «vopos» junto a la puerta del conductor, uno entretenido en charlar y el otro algo apartado y esperando. Un tercer «vopo» vagaba en torno al auto. Se detuvo junto al portaequipajes, y luego volvió al lado del conductor. Quería la llave. Abrió el portaequipajes, miró dentro; lo cerró, devolvió la llave y caminó unos treinta metros hasta la carretera, donde, a medio camino entre los dos puestos de control enfrentados, estaba quieto un solitario centinela alemán oriental; una silueta agazapada, con botas y amplios pantalones en bolsa. Los dos se reunieron para hablar, conscientes de sí mismos en el resplandor de los focos.

Con ademán rutinario, hicieron señal con la mano al coche, se apartaron y volvieron a hablar. Por fin, casi de mala gana, dejaron que siguiera cruzando la línea hasta el sector occidental.

—¿Es un hombre al que espera, Leamas? —preguntó el americano.

—Sí, es un hombre.

Levantándose el cuello de la chaqueta, Leamas salió fuera, al frío viento de octubre. Entonces se acordó del grupo. Era algo que se le olvidaba aun dentro de la caseta; ese grupo de caras desconcertadas. La gente cambiaba, pero la expresión era la misma. Era como esa multitud inerme que se reúne en torno a un accidente de circulación, sin que nadie sepa cómo ha ocurrido, y si habría que retirar el cadáver. Humo o polvo se elevaba a través de los haces de los reflectores; un velo que se mecía constantemente entre los márgenes de luz.

Leamas anduvo hasta el coche y preguntó a la mujer.

—¿Dónde está?

—Fueron a por él, y echó a correr. Se llevó la bicicleta. No es posible que hayan sabido nada de mí.

—¿Dónde fue?

—Teníamos un cuarto junto a Brandenburgo, encima de un bar. Allí guardaba unas pocas cosas, dinero, papeles. Supongo que habrá ido allí. Luego se pasará.

“El espía que surgió del frio” de John Le Carré

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