Resumen del libro:
La conquista de México constituyó sin duda una de las mayores gestas acontecidas en la historia de la España Imperial. Hernán Cortés y su ejército de quinientos soldados consiguieron para su rey y su religión el más importante de los imperios del Nuevo Mundo: el Azteca. En esta obra, convertida ya en todo un clásico dentro de la novela histórica contemporánea, Passuth combina hábilmente las crónicas contemporáneas, los datos arqueológicos y su amplio conocimiento del escenario histórico para recrear de forma magistral una de las etapas más fascinantes de la historia del Nuevo Mundo y reflexionar sobre el impacto que supuso para españoles y mexicanos el choque de dos culturas contrapuestas. «Destaca en la novela el soberbio relato que hace el autor de La Noche Triste, la retirada de Cortés y sus tropas de México, cuando sucumbió una gran parte de los españoles; perdieron la artillería, muchos caballos y casi todo el oro que habían atesorado.» Francisco Luis del Pino.
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Al asomarse a la ventana ojival, se encontraba aproximadamente a la misma altura que los campanarios de la ciudad. Su rápida mirada resbaló por encima de Salamanca, dulcemente envuelta en el sol otoñal, y posóse finalmente en la plaza del mercado, allá abajo, donde, en las arcadas, el ir y venir de las gentes recordaba un hormiguero humano. La luz del sol formaba como un nimbo de santo alrededor del recio cráneo de aquel fraile. Lentamente se volvió, tomó a su compañero por el borde de la manga y, atrayéndole hacia él, le hizo acercarse a la ventana.
—Padre, vos opináis que la Edad de Oro ha quedado definitivamente atrás, tan atrás, que sólo podemos ya contemplar sus vestigios en los gruesos volúmenes in folio o entre viejas ruinas y escombros… Según vos, pues, ¿estamos en un mundo bárbaro, hecho a medida de este valle de lágrimas?
—Y vos sois del parecer, maestro, de que una nueva Aurea Actas está ya alboreando. Y yo os pregunto: ¿Fundáis vuestra opinión solamente en el hecho de que Aragón y Castilla se hayan unido en el mismo tálamo? ¿O lo creéis sólo porque ahora es posible llegar tranquilamente hasta la costa sin ser víctima del pillaje de las mesnadas de los potentados? A mí nada de eso me parece concluyente prueba. Ni tampoco me lo parece el hecho de que nosotros dos estemos aquí, entre estos viejos y manchados muros, dispuestos a comenzar de nuevo nuestras tareas docentes, ahora que ya ha pasado el calor del estío.
—Mirad, padre; a vos, el Derecho Canónico os ha habituado a las fórmulas convenientemente oportunas. A mí, modesto gramático, me llena, en cambio, de alegría el ver que un nuevo o inesperado hecho derriba mis teorías… Pero no trato ahora de discutir. Hablé tan sólo porque estaba viendo allá abajo cómo van y vienen los estudiantes: los unos viniendo a sus tareas; los otros, hacia allí. Bien creo que deben de pasar de los cinco mil, y eso sin contar sirvientes y criados. Y precisamente, al tropezar mi vista con esos jóvenes, difícil me resulta hablar de un valle de lágrimas… Aleja tales ideas el ver ese hormigueo bullicioso que parece brotar… Pero, mirad, padre; seguid la dirección de mi índice… ¿Veis? Es un padre que lleva de la mano a su hijo, un niño aún. Debe de ser un hidalgo de alguna pequeña villa, uno de esos hombres que sólo de oídas conoce la instrucción; su capa denota al viejo militar, así como su espadón. Y su hijo ha crecido más que sus vestidos…, se ve que en poco tiempo ha dado un buen estirón. Han dejado sus mulas bien cargadas en la posada y ahora vienen hacia acá, a la Universidad. Sí, sí, padre; yo creo que apunta una nueva Edad de Oro.
—Maestro, me mostráis un tosco aldeano y el osezno de su hijo. Mi limitada inteligencia no puede comprender cómo podéis sentir fortificada vuestra tesis al contemplarlos.
—Solamente por el modo de venir hacia aquí. El padre lleva expresión angustiosa; vacila ante la puerta. Tal vez no ha estado jamás dentro de un palacio semejante. El joven está como intimidado; esta misma noche ha de quedar ya aquí solo, con el puñado de doblones que su padre ha ahorrado trabajosamente para él. No sabe aún a ciencia cierta lo que aquí se puede estudiar. Sin embargo, el muchacho, allá en su aldea, habrá repetido obstinadamente: “En otoño quisiera ir a Salamanca.” Y los viejos sacudiendo la cabeza afirmativamente: “Sí, ve.” “Tal vez pueda llegar a ser el chico Doctor en Artes… ” Por esas cosas es por lo que yo afirmo, padre, que la instrucción ahora sale ya de los conventos, donde ha estado durante tantos siglos escondida, y eso nos ha de complacer en la misma forma que hace quince siglos sucedió a los pretores romanos.
Aelius Antonius Nebrissensis, el humanista de Lebrija, se quedó callado; su compañero, el dominico, volvió a su mesa de trabajo, y así interrumpióse de nuevo esa antigua discusión que duraba hacía ya años.
Alguien llamó a la puerta. Uno de los dos frailes contestó con el licet y entonces abrióse aquélla y entró en la estancia el hidalgo pueblerino, llevando a su hijo de la mano. El padre estaba cohibido y sus movimientos eran torpes; el hijo, con la gorra en la mano, miraba alrededor con ojos llenos de luces.
—La gracia de Dios sea con vosotros, señores míos. Algunas buenas gentes me han mostrado el camino para llegar a vuestra habitación. Traigo ahí a mí hijo para que se acostumbre al pan del Alma Mater…
—¿El pan? ¡La ciencia no es ningún pan, amigo…!
Dicho esto, el padre se inclinó nuevamente sobre el códice en que estaba trabajando; pero Lebrija aproximóse a los recién llegados y hundió su mirada profunda en los ojos del muchacho.
—¿Con quién me honro en hablar, noble señor?
—Venimos de Extremadura, de la ciudad de Medellín. Mi nombre es Martín Cortés de Monroy. Fui capitán de los ejércitos de la reina hasta que contraje en mis campañas la enfermedad que hoy me aflige. Yo también sé escribir, si bien hoy mis dedos están ya asaz entumecidos para tal oficio. A vuestra benevolencia encomiendo a mi hijo Hernando y termino, como seguramente terminaría cualquier otro padre: suplicándoos hagáis del muchacho un hombre de más valía de lo que yo fui…
—Quisiera, noble señor, convertir al muchacho en un hombre tan digno y honrado como vuestra merced… ¡Oye, muchacho! ¿Cómo estás de latín?
—Noble señor: En verano, las calles de Medellín se llenan de ruido y animación; y en invierno, sabéis que oscurece pronto y los ojos se cierran de sueño a la débil luz de la lámpara de aceite, Así que me atrevo a pedir por adelantado indulgencia por lo limitado de mis conocimientos. Los padres benedictinos me enseñaron a escribir y un poco de latín, y si no está escrito en verso, entiendo sin mucha dificultad un texto corriente.
—¿Y qué estudios elegís para vuestro hijo, señor Cortés?
—Dicen que los estudios de Leyes son adecuados para una cabeza despejada, pues elevan la mente y la apartan de las vulgaridades rastreras. Por tal motivo, me inclino hacia la Jurisprudencia. Lo demás lo dejo al juicio de vuestras mercedes. Traten a mi hijo según éste se merezca y la Providencia Divina hará el resto.
—Paréceme que el muchacho es débil; tal creció demasiado rápidamente. ¿Le sentará bien la comida de aquí?
—Permitidme que os diga, y no me creáis vanidoso, que el muchacho es fuerte. No, no es de mal temple ni tampoco de mala madera. A su edad corría yo ya mis aventuras por la Apulia. Su madre es del tronco de los Pizarro, que ha dado a Castilla héroes y santos en abundancia… Tal vez yo he calentado en demasía la cabeza del muchacho hablándole de guerras y de armas. Cuando yo estaba en campaña, él imaginaba ya batallas, se ponía una vieja cota de malla y como un hombrecito manejaba la ballesta. Y ya hace algún tiempo (con perdón sea dicho) que con otros muchachos hablan en voz queda, pronunciando nombres de mujeres… y andan a golpes. En nuestros tiempos, nosotros ya nos enzarzábamos más en serio. ¡Ah, nosotros! Nosotros ya sabíamos a su edad preparar una emboscada a los moros. Así (y no como ellos) aplacábamos el ardor de nuestra sangre: de una manera heroica y no dejándonos llevar, como hacen éstos, de las tentaciones del Malo… Pero, ¡vaya! Es un muchacho fuerte y ya bastante formado…
—Querido muchacho, debes saber que el estudio de Leyes en Salamanca no es precisamente un juego de niños. Aquí se trata de ser paciente y trabajar con ahínco muchos meses para poder alcanzar el Baccalaureat…, para no hablar ahora de lo que cuesta llegar a ser doctor. Aquí, hijo mío, no podrás desplegar esas actividades a las que ha aludido tu honorable señor padre. Aquí deberás aprender que el pensamiento llega más lejos y con más precisión que una flecha o que la bala de un mosquete. También el pensamiento horada las corazas y tú verás cómo hiere en el pecho y es difícil huirle o esquivarle.
—Pido a Dios bendiga a vuestras mercedes. Les dejo aquí a mi hijo y pido perdón si mis palabras y mis maneras no hubieran sido las más apropiadas a este lugar de estudio y sabiduría.
—El Cielo ha sido generoso con vos y os ha dado una clara inteligencia y una sólida moral. Confiamos que así ha de ser también con vuestro hijo, de quien, desde luego, nos encargamos. Cuando padre e hijo se hubieron marchado tras un cortés laudatur, el fraile del hábito blanco volvió a su mesa de trabajo y comenzó a ojear sus registros. Lebrija siguió junto a la ventana mirando la ciudad, en tanto decía para sí:
—Vienen aquí como si esto fuera un castillo encantado, un palacio mágico… sin saber ni aun lo que quieren. Nos traen a sus hijos y, aunque sean toscos y desconfiados, están convencidos y creen cuando llegan a la puerta que sólo entrando se convierten ya en grandes hombres que han de salir sabios y eruditos…
—¿Qué os ha llamado la atención en este caso? Diariamente inscribo a jóvenes como este último en mis registros.
—Este joven tiene una expresión de rara inteligencia. No bajó los ojos cuando le hablé y su mano descansaba en el puñal con la actitud de un caballero. También llamóme la atención su voz clara y hermosa. Hablaba bien el castellano, sin acento alguno regional. El viejo no me pareció ser más que un gruñón que ha reunido algunos doblones para poder pagar con ellos la pensión y los estudios de su hijo… Pero el joven tiene algo en la mirada… El fraile seguía volviendo las páginas del registro. Empezó una nueva para inscribir la matrícula y con su pluma de ganso escribió primeramente las fórmulas de siempre. Lebrija le oyó cómo deletreaba Hernán Cortés, nacido en el año de gracia de mil cuatrocientos ochenta y cinco en la ciudad de Medellín.
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